miércoles, 3 de julio de 2013

SANTIAGO DEL 900

Santiago en el año 1900 tiene una población de trescientas mil personas. La capital no tiene alcantarillado, ni pavimento, ni agua potable suficiente, ni habitaciones higiénicas para el pueblo, ni baños públicos, ni nada. La primera impresión de Santiago en las cercanías de la Estación Central (Chuchunco) es la de un sitio pervertido en donde toda la ruindad tiene cabida. Edificaciones pequeñas, vetustas, de adobes mal encubiertos y mal enlucidos, faroles de Café Chino, telones de circo de arrabal. El ir y venir continuo de gente de mala catadura, de manta deshilachada, harapienta, calzados con ojotas de cuero, pantalones arremangados y las piernas cubiertas de mugre.
El olor de comidas baratas, de grasa, subía a tibias bocanadas desde las cocinerias y chicheles de dudosa reputación. Gritos estridentes de ebrios y carreras de pequeños landronzuelos huyendo despavoridos con el botín recién hurtado entre sus brazos.
Así era el daguerrotipo arrabalero, doloroso y distante de otros barrios recién iluminados por el gas de acetileno que la firma Gleisner trae y que es considerado el último adelanto del siglo XX. “Claridad igual a luz eléctrica de arco”. En 1908 aún quedaban 192 calles alumbradas por 2.252 faroles de petróleo. No había automóviles en el Santiago de 1900. Solo carruajes,
carretas y birlochos. Una muchedumbre de ambulantes vocean sus mercaderias en plena calle polvorienta. El día se inicia con el grito matinal de las calduas, las de horno calientitas, las tortillas el tornillero,
el buen medio de lechugas, de zapallo el buen medio, pejerreyes frescos, erizos gordos, las perdices frescas, los huevos, las escobas, los plumeros.
Había como hoy, otro Santiago que raramente se mezclaba con su hermano. En la Plaza de Armas de la ciudad, los sobretodos elegantes de Pineaud, las levitas y esclavinas, los sombreros de cotton, paseaban indiferentes y lejanos a ese otro mundo popular.
En la Casa Prá, que ya usaba luz eléctrica en 1883, una enorme gallina
automática, luego de depositársele 5 centavos, ponía un precioso huevo de lata lleno de pastillas de chocolate. Los niños jugaban al diávolo, que era un desafío arrancado de Las Mil y Una Noches, y cuya seducción alcanzaba a los mayores. Otros muchachitos corrían con aros metálicos por las calles perturbando el caminar anciano hacia la iglesia. Había tanto que disfrutar para quien pudiera darse gustos. Más tarde los pasteles de milhojas de la Pastelería Camino. O había que ir donde el fotógrafo Heffer, cuyo estudio estaba bajo el Hotel Oddó, en Huérfanos casi al llegar a Ahumada, en una Galería abierta a la calle con vitrinas que parecian acuarios.
Así fuiste en el pasado y asi eres hoy. Asi creciste con tus hijos, con tus luces y tus sombras, con tu agonía y tu éxtasis, con tu estremecedora y degarradora realidad de la abundancia y la miseria hermanados bajo la misma bandera, bajo el mismo cielo azulado de la dulce patria. Santiago del 900, Santiago penando estas.

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