lunes, 25 de agosto de 2014

COCOLICHE


Todo se llenó de colores. La calle Aldunate se vio atestada por una gran cantidad de gente. La esperada fiesta cayó de bruces por todos los rincones de Coquimbo. La challa llenaba las veredas con su nevada carga de alegría. Había pequeños estruendos de guatapiques, estrellitas, petardos y pulguitas. La algarabía era general. Los niños corrían por las aceras esquivando con destreza a las personas y aventando challa al prójimo para contagiarlos de esta felicidad colectiva. Era una fiesta pura. La gente se reunía por las noches en El Empalme en gran cantidad para presenciar una función de cine al aire libre. Un gran telón se había instalado en la terraza de Fala. Charles Chaplin en blanco y negro, hacia reír a carcajadas a la sana concurrencia provinciana que compartía sin exclusiones ni diferencias. No había distinciones. Para los niños de entonces las Fiestas de la primavera con sus maravillosas “farándulas” era el imperdible del año. Los desfiles uno tras uno de Colosos, que eran unos inmensos camiones que acogían en su acoplado la fantasía artística de la juventud expresada en bellas representaciones de hermosas reinas, sirenas, palmeras, y bellas musas saludando pausada y parsimoniosamente a su paso a la gente que colmaba las veredas y que saludaba con sus manos agitadas a los corsos. Un sano bullicio inundaba todo el ambiente. El Bar Santiago estaba repleto de parroquianos que conversaban animadamente las “Pilsen” . La Radio Riquelme transmitía de cuando en cuando y desde sus estudios ubicados al lado de El Empalme todos los pormenores de la tradicional fiesta coquimbana. El “Andes Mar Bus”, que provenía de Santiago tuvo muchas dificultades para estacionar el bus en su oficina - terminal de El Empalme. Carabineros tuvo que disponer de otro sitio para la llegada de los buses. El Club Radical tenia agotada su capacidad para recibir a los comensales que gustaban de la famosa cocina de la tienda política, rica en platos de autentica chilenidad como perniles con papas cocidas y ají rojo en pasta, plateadas a la olla, cocimientos, chupes y otras especialidades. Todo Coquimbo celebraba en las calles. Sin embargo yo había tenido que pagar un alto precio para estar allí. Debí beberme de un sorbo un asqueroso jarabe de bacalao, que mi abuela - mamá Adela aseguraba con toda certeza ser excelente para prevenir todas las enfermedades. Después nos hacia chupar una mitad de naranja para compensar y pasar este momento amargo. 
Procurando olvidar el sabor del bacalao, me metí entre las piernas de los de la primera fila. Estaba toda la gente espectante porque se había anunciado que el Coloso donde venía “Cocoliche” estaba próximo a llegar . Nosotros lo esperábamos con inquietud.
"Cocoliche", era un tosco y pintarrajeado muñeco gigante con cara de niño, y una estática sonrisa permanente, Este muñeco itinerante llevaba la alegría a todos los niños de Chile, y su presencia en los nostálgicos clásicos universitarios, ponía esa nota de magia infantil sana e inocente. 
Asomé mi cabeza por entre la gente, atento a cualquier maniobra. Pronto vi avanzar entres los Colosos al que traía a Cocoliche. Mis pequeñas manos transpiraban de emoción. Pronto Cocoliche pasaría frente a mi.
No había alcanzado a pensarlo cuando en una gran y calculada reverencia Cocoliche quedó a unos escasos centímetro de mi cara. Un terror inimaginable se apoderó de mi ante la extrema cercanía de esta monumental máscara pintarrajeada e inexpresiva con esa cara de cartón carente de emoción, y sin poder impedirlo salió de mi un monumental grito de horror que descolocó a mis tias que me sujetaban fuertemente de la mano. Después en la inevitable retrospectiva convengo que fue un acto de justicia. No se puede atentar contra la pureza de la infancia creando muñecos tan horripilantes como ese.

martes, 19 de agosto de 2014

LA CALAHUALA



Cruzó con pasos paquidermos el umbral de la Quinta de Recreo vecina a su casa. Venía cansado después un largo día de trabajo en su pequeña bodeguita. Ese nefasto día su nieto había sido aplastado por el portón de su local que se había desprendido de su dintel sin ninguna explicación. Afortunadamente el niño no sufrió ningún daño en este episodio. En el lúgubre interior de la Quinta había uno que otro parroquiano bebiendo vino y mirando con desgano el espectáculo que se ofrecía. El olor a encierro rancio de vino avinagrado característico de ese sitio inundó su nariz. El piso de tierra parecía haber absorbido muchos derrames en los excesos cotidianos. Venía a este sórdido lugar de cuando en cuando a beber una botella de vino antes de regresar al casa. Se sentó junto a una mesa  ataviada de un manchado mantel cuadrillé rojo y blanco. Su figura regordeta, con suspensores y en mangas de camisa blanca arremangada, testimoniaban el fin de la jornada laboral. Su calva estaba perlada de  sudor. En el centro de la mesa había un vaso con servilletas de bordes recortados armoniosamente dispuestas en forma de cono, un pequeño salero, un dispensario para la mostaza y uno para el ají. Llamó al desaliñado mozo que vino con indiferencia a atenderlo. Le ordenó una botella de vino. El joven casi sin mirarlo y haciendo como que escribía en una mínima comanda se retiro a buscar el encargo. Regresó con una botella del mosto en una bandeja de aluminio redonda en cuya etiqueta podía verse la caricatura de un mozo de frac llevando la misma bandeja junto a la marca Santa Carolina. Tres estrellas coronaban el cielo de su envase. Traía además un chato y solitario vaso vinero.
Moviéndose por el pasillo que dejaban las corridas de mesas un artista muy amanerado gesticulaba entornando arabescas sus manos hacia el cielo, cantaba y giraba grácil de aquí para allá al son de la cansada guitarra y en sus torpes giros semi ocultaba de momento en momento su rostro con un abanico desplegado en todo su esplendor. Vestía un pantalón blanco ajustadísimo a su cuerpo, un camisón hawaiano de seda floreado anudado en su cintura y calzaba unos mocasines apache de gamuza de esos de media suela de badana color café mostaza. Se esforzaba en transmitir su energía al público asistente que miraba sin convencerse de la calidad del número. Mi papá Miguel recortó un pequeño trozo de servilleta y depositó en él una pizca de sal. Con maestría hizo un papelillo y tras cartón llamó al desorientado mozo. Le entregó el diminuto sobre con la orden de entregárselo al artista.

Cuando este lo abrió sus ojos se llenaron de indignación y dirigiéndose a mi abuelo lo increpó con dureza: ”¡cada uno hace lo que puede, viejo de mierda!”

lunes, 11 de agosto de 2014

EL QUESO DE CABRA



Tomó entre sus manos el raído tostador. La iluminada mañana porteña se filtraba por todos los recovecos del patio de la casa. Sentado en su banco de madera color celeste, golpeó la desvencijada lata contra el atormentado tronco del durazno que gobernaba silente el patio de luz. Los pequeños restos carbonizados adheridos a la lata se diseminaron instantáneos en el breve espacio. Una tenue y lechosa luz matinal iluminó su rostro en el amanecer del puerto. Los suspensores de cuero serpenteaban graciosos sobre la barriga de mi abuelo en la curvatura obligada ante brasero incandescente.
Cogió el menudo queso de cabra y con una delicadeza y una suavidad  sublime  cortó dos, tres,  o cuatro  gruesas y generosas láminas con su cortaplumas. Los depositó sobre el tostador  mientras  murmuraba entonadamente y en voz baja, una vieja canción victrolera de sus años de juventud … El pan se tostaba silente en la suave brasa machuelera, changa, portuaria y madrugadora.
La tetera en tanto , coronada por su hija pequeña, portaba el recién remojado té en ramas, silbaba dulcemente su natural y transparente alerta vaporosa en la fraternidad del tibio  brasero familiar invernal.
El maduro queso de cabra crepitaba lado y lado sobre el tostador. Mi abuelo lo manipulaba con gran   habilidad para dorarlo vuelta y vuelta, hasta llegar palpitante, glorioso  y chirriante al pan francés calientito recién abierto en dos caras humeantes para convertirse en el símbolo del desayuno coquimbano. Emparedado con la tostada enmantequillada , junto al bello tazón de cremopal que tiene estampada en letras doradas la palabra: “Felicidades” rebosante de té “Sultán” su marca preferida.
En otras ocasiones una buena taza de “cocho” semi espesa y humeante coronaba la mesa de esa identidad coquimbana.