viernes, 27 de junio de 2014

COQUIMBO: DE TESOROS Y ENTIERROS



Coquimbo como todo puerto que se precie de tal tiene el aroma iracundo del océano, tiene personajes pintorescos casi nolevescos en algunos casos. Tiene barrios temibles de nombres intimidatorios como Anima del Quisco. Tiene esa hipocresía de doble vida que por las noches toma el rostro sórdido de los burdeles, con marineros fugaces en busca del placer carnal, con el humo de cigarrillos que jamás se apagan, con el irreverente eco de la risotada pintarrajeada de la prostituta, con el licor que emborracha el alma de los hombres de mar. Muchos crímenes ocurrieron en estas circunstancias y llenaron de letras rojas las crónicas de El Día, eterno periódico de la zona que sobrevive hasta el día de hoy.
Coquimbo además tiene historias de sórdidos y mitológicos contrabandistas que desembarcaban su botín en difíciles accesos costeros, de atroces crímenes y desbocadas pasiones, de mágicas leyendas de piratas y corsarios, de tesoros escondidos que arruinaron las esperanzas de decenas de crédulos e indocumentados.
En aquellas épocas de los tesoros (1578-1580) eran comunes estas escaramuzas marítimas que corsarios y piratas, súbditos de Inglaterra y Holanda - y por lo tanto naciones enemigas de España - emprendían en las costas de Pacífico saqueando puertos, sembrando el terror, y apoderándose por la fuerza de cuanto objeto de valor había. Cuando en el horizonte ondeaba la bandera negra con una calavera blanca cruzada por un par de tibias, el pavor se apoderaba de los aldeanos que sólo querían vivir en paz. Eran de religión protestantes y los españoles, que eran católicos, los llamaban "herejes", por eso las fechorías de los piratas eran consideradas un castigo divino desde el punto de vista de la religión. Aclaremos que corsarios son aquellos marinos que realizaban sus asaltos autorizados por sus gobiernos y piratas los que actuaban por cuenta propia.
El primero en arribar a nuestras costas fue el corsario Francis Drake. Entró por el estrecho en 1578 , y en Valparaíso se apoderó de un buque que estaba listo para zarpar hacia el puerto de Callao en Perú, con un cargamento de cueros y una apreciable cantidad de oro. Luego siguió viaje hacia La Serena.
Drake fue el marino que dio la segunda vuelta al mundo, y fue el único corsario al que la corona Inglesa, le otorgó el título de Sir.
El paso devastador de estos corsarios por nuestras costas generó la historia de los tesoros escondidos en las islas y diversos puntos de nuestro territorio. El pillaje al que se entregaron les habría hecho temer a ellos mismos de ser despojados de su botín, y de allí que anduvieran enterrando tesoros bajo tierra, con la esperanza de volver por ellos algún día. En Guayacán esta leyenda mezcla de mito y fantasía ha sido testigo de innumerables intentos de búsqueda del tesoro.
En fin hay diferentes opiniones y quizás si la más verdadera aunque no satisfaga los deseos de la masa, sea la de don Joaquín Edwards Bello que en su libro "Mitópolis" se refiere a la búsqueda del tesoro de Drake, esta vez en Valparaíso. 
Dice don Joaquín: "El marino en su regreso a Inglaterra sabía que una flota española le perseguía. El poder naval español en esa época era temible. La norma inseparable de Drake era: Antes que perder un gramo de mi tesoro prefiero perder la vida.
No podía esperar un regreso a la América Española, por lo dicho: la escuadra española era temible. La idea de que haya enterrado parte del tesoro es absurda por donde se le mire".
En dichas circunstancias y en su tiempo, Drake hacia el papel de audaz burlador de escuadras todopoderosas. Antes de llegar a Inglaterra, en mares europeos lo sorprendió un violento temporal. Drake hizo arrojar al agua mucha carga, y hasta víveres, pero ni un gramo de oro de su tesoro, cuyo valor era de más de trescientas mil libras esterlinas. El viaje de Inglaterra hasta nuestros mares ida y vuelta duró tres años, de 1577 a 1580. Su empresa estuvo marcada por el sello comercial. Drake fue uno de los fundadores del Banco de Inglaterra, de la compañía Lloyds, y en fin de todo el gigantesco depósito portuario de la isla pobre, pero dueña del océano. Léase Londres. Quién iba a imaginar que la base económica de Inglaterra se hubiera logrado sobre el delito, el robo, el asalto a sangre y fuego. Una vez dueños del botín se convierten en recalcitrantes defensores de la propiedad privada y pautean al mundo para respetar estos intereses. Exijo una explicación diría Condorito.
Así son los antecedentes históricos por lo que resulta asombroso que se siga buscando un tesoro que existe sólo en la leyenda y la imaginación del pueblo. En la búsqueda del tesoro en Valparaíso varios personajes de la vida social porteña perdieron tiempo y fortuna. Ricardo Latcham, padre del célebre escritor chileno de la época de la mítica Federación de Estudiantes de Chile, hizo lo propio en la búsqueda del tesoro de Guayacán, y hasta escribió un libro ("El Tesoro de los Piratas de Guayacán") que incluía toda clase de señas, mapas, descripciones e interpretación geográfica del terreno, donde la roca de la serpiente indicaba el sitio exacto del botín, etc. Pero nada se encontró. Solo queda el halo de misterio que le otorga a Coquimbo esta impronta mágica y surrealista.

MIGUEL TORREJON SANTIBAÑEZ (EL PATRIARCA DE LA FAMILIA)

MIGUEL TORREJÓN SANTIBAÑEZ
(Inolvidable abuelo, patriarca de la familia)


Dicen que mi papá Miguel (mi abuelo paterno) recorrió las calles del puerto de Coquimbo canasto al brazo vendiendo queso de cabra y huevos, junto a un compadre suyo al que llamaba León (nunca supe si era nombre o apellido). Más tarde se hizo "Pacotillero", especie de vendedor ambulante que llevaba y traía mercaderías desde y hacia el norte, actividad en la que le fue muy bien.
Así dio sus primeros pasos de comerciante que a la postre lo convertirían en el dueño de una bodeguita muy bien ubicada en el puerto, donde vendía frutas, carbón, leña, queso de cabra, huevos y leche que traía en grandes bidones de aluminio y que se vendía a granel, es decir de a litros, y se medía con un lechero enlozado de esa capacidad. Después la leche venia en gruesas y anchas botellas de vidrio, de estilo americano. De esas que en las películas dejan en la puerta de la casa. Traían una tapita de cartón, y en el gollete de la botella se juntaba una sabrosa capa de crema. 
Mi papá Miguel tenía una curiosa forma de llevar las cuentas de sus clientes a quienes fiaba pequeñas cosas. Mi madre, entre otros infinitos quehaceres ayudó a mi abuelo en su negocio, cuenta que en una ocasión debía anotar algunos productos entregados a un cliente y no sabía como hacerlo, porque en el cuaderno no aparecía el nombre del cliente, sino un sobrenombre o alias que mi abuelo les colocaba. No se le escapaba nadie.
Así se podía encontrar la cuenta del "Cara de gallo", el "Siete cabezas", el "Toro mocho" y otros singulares sobrenombres. Aunque sus clientes fueran varios, igual los identificaba con toda facilidad.
Entre otros recuerdos está también los del almacén que mi abuelo tuvo en la esquina de Pinto y Henríquez en el primer piso de una casa que tenía dos o tres, y donde vivíamos todos juntos me parece. Era de esos almacenes donde se vendía la azúcar a granel. La puruña se hundía en un cajón cuadrado semi inclinado y con tapa de madera terciada y todo se pesaba en una de esas romanas “Precisión Hispana”. 
Luego se armaba un paquete con gran maestría manual. Había unos enormes frascos llenos de dulces que tenían forma de pescado. Y el “Té Sultán” se envasaba en cajones de madera terciada resguardadas por un papel de aluminio. Las galletas Hucke venían en cajas de cartón y se disponían en un práctico dispensario - display metálico donde cabían doce cajas. Ver una de estas cajas repletas de galletas obleas era despertar un apetito sublime. El aceite de oliva en tarro marca "Olé" de colores rojo y amarillo y cuyo impreso mostraba a una bailaora de Jota, relucía en los escaparates.
Recuerdo la picardía de mi abuelo, sus bromas llenas de ingenio, el tango que tarareaba acompañándose del tañir de sus dedos sobre la mesa, con el propósito de ser una indirecta para quienes nos sentábamos a comer, tal como veníamos de jugar. "Carasucia, carasucia sinvergüenza, te has venido con la cara sin lavar..." cantaba con aire desentendido, pero lleno de intención.
Años después he escuchado por mera casualidad aquel antiguo tango, y no he podido dejar de recordar como si fuese ayer, esta escena. A veces cuando raramente mi abuelo dormía su siesta yo me instalaba a su lado con el único propósito de perturbarle el sueño. Le metía palitos en las orejas o pasaba mis diminutos dedos por un hoyito muy peculiar que mi papá Miguel tenía en su calva.
En la casa había un gran retrato de mi abuelo que tenía la particularidad que lo seguía a uno con la vista. Donde fuese que uno se ubicara, dentro del cuarto la mirada de mi abuelo siempre caía encima.
En una ocasión invitó a un amigo a cenar en su casa, cosa que mi abuela aborrecía porque a ella le gustaba prepararse para la ocasión. Previamente le comentó a mi abuela que su amigo era sordo, y por lo tanto cuando se dirigiese a él lo hiciera con un volumen de voz adecuado para que él pudiera escucharle.
Igual recomendación le hizo a su amigo, a quien dijo que la sorda era mi abuela.
Como es de esperarse la cena de desarrolló en medio de un griterío infernal de aquí para allá y de allá para acá, hasta que descubrieron al bromista, al que llenaron de palabrotas.
Otra célebre broma de mi abuelo fue la que le hiciera a la señora Pepita, especie de mucama que alguna vez sirvió en la casa. Se quejaba mi abuelo con teatralidad y logró que la señora Pepita prestara su atención un tanto alarmada por los gemidos de su patrón.
-¿Donde le duele Don Miguel?- preguntó presurosa a mi abuelo.
- Una cuarta mas abajo del *pupo - fue su pícara respuesta. La indignación de la señora no se hizo esperar y vociferando maldiciones salió de la habitación. 
A mi papá Miguel le gustaba el vino Santa Carolina tinto, cuya etiqueta mostraba la caricatura de un altivo mozo, vestido de Frac con una bandeja en la mano llevando una botella del mosto.
Para los dieciocho de Septiembre, infaltable el cabrito asado, las bebidas, los volantines. Como buen patriarca, mi papá Miguel reunía a toda la familia y partíamos para La Pampilla, sitio tradicional de encuentro del coquimbano para fiestas patrias. Centenares de carpas se armaban en la planicie , y el aire se llenaba de aromas, de colores, de música, de volantines, de ramadas, de ferias, de juegos infantiles, de olores a fritanga, de multitud. Era un paseo peregrino como lo sigue siendo hasta hoy. La gente recorre en familia todos los puestos, mira todas las ramadas, camina de aquí para allá para no perderse ningún detalle. Nosotros en cambio nos instalábamos en algún sitio estable. Recuerdo que había un lugar que era una especie de caverna de roca sólida a la que la gente llamaba la "Casa de Piedra". Era muy solicitado ese sitio, y las familias llegaban de madrugada en esos días festivos para instalarse en él. Además La Pampilla es vecina con el siempre agitado mar en el sector llamado Las Peñas. Según contó alguna vez mi padre, ese sector era muy peligroso para la navegación y más de alguna nave yace en el fondo del mar. Con él ibamos de paseo a ese bello sector de Coquimbo, al que tendré que volver algún día.
"La Consentida " que era una de las cuecas favoritas de mi papá Miguel, según lo que me contara mi querido tío Herman, retumbaba por los aires, y hacía hervir la sangre de los porteños que mostraban su chilenidad en cada zapateo de punta y taco.

(*) Pupo: ombligo en el lenguaje porteño

miércoles, 25 de junio de 2014

LA IGLESIA DE GUAYACAN


La iglesia de Guayacán, es un templo católico que durante en siglo XIX giró en torno a las labores de fundición de cobre de José Tomás Urmeneta. Guayacán es un puerto creado exclusivamente para los embarques de cobre del mineral cuprífero de Tamaya de propiedad del susodicho José Tomás, a quien apodaban "El loco del burro" debido a que pasó 15 años a lomo de este noble animal buscando el cobre, que a la larga descubriera y que lo convirtió en uno de los hombres más ricos de Latinoamérica. Allí funcionó en su tiempo, la refinería de cobre más grande del mundo. Don José Tomás Urmeneta nunca se apartó de su espíritu solidario, y financió grandes obras de carácter filantrópico y de bien público como la ornamentación del Cerro de Santa Lucia, y la construcción de la iglesia de Guayacán, un par de escuelas, un lazareto en Limache, y la mantención del Hospital San Vicente de Paul, hoy José Joaquín Aguirre. También fundó la Casa de Orates junto a Fermín Vivaceta.
Esta preciosa iglesia totalmente metálica diseñada por Gustavo Eiffel fue abandonada con el paso del tiempo hasta que el padre Juan van Hecke se instala en ella en 1966 reanudando los oficios religiosos e instala un reloj carrillón creado por él mismo y que fue una característica de los días posteriores de la costa cercana a Guayacán. El padre Juan estuvo muy cercano a mi familia y que ayudó a mi tío Daniel a integrarse a la congregación seminarista de la Sagrada Familia. A veces nos visitaba en nuestra casa de calle Carrera montado en su cómica bicimoto. De nacionalidad holandesa, tenia un divertido acento que cambiaba las palabras castellanas. "Rodríguez come cebolla" exclamó una vez que sorprendió a mi hermano menor Rodrigo, con sus pequeños dientes incrustados en una cebolla recién pelada tal como en el estremecedor poema de Miguel Hernández ("Nanas de la cebolla") y que mi madre disponía para la cazuela de ese día. 
Capítulo aparte es la leyenda, mezcla de mito y realidad del Tesoro de Guayacán que ha sido testigo de innumerables intentos de búsqueda Se dice que algunos se arruinaron en el intento, en tanto que otros enloquecieron.

lunes, 9 de junio de 2014

EL VIEJO COMUNISTA (Relato inspirado en la canción del mismo nombre de Manuel García


El viejo arrastró una silla hasta el ventanal, La lluvia golpeaba con fuerza en los cristales. Buscó entre sus ropas la cajetilla y tras esta breve liturgia encendió un cigarrillo y le dio un larga pitada. Eterna, furibunda, como si en ello se le fuese la vida. La brasa encendida avanzó rápida hacia sus labios mientras la música del agua danzaba en su cerebro. Su mirada viajó a un día lejano. Hasta la fría mañana de ese martes que traía aparejada una persistente y fria llovizna. Se vio joven, apurando el tranco. Venia la “27” Pila Cementerio doblando por Vivaceta hacia la Plaza San Luis. Era muy temprano y ya había gente haciendo una cola en la panadería. y en el local de venta de gas. Hacer una cola en esos días era casi un reflejo condicionado. La gente hacia cola para comprar casi irracionalmente cualquier cosa. Mezclado entre la gente de la micro pensaba en la exposición de afiches de una jornada que se denominó: ”Por la vida siempre” y que se inauguraría a las 11:00 a.m. de ese día. Hablaría el compañero presidente en el acto que se llevaría a cabo en el Foro Griego de la universidad. Se trataba de un encuentro vital, ya que se rumoreaba que pediría desde esa tribuna universitaria un plebiscito para que el pueblo reafirmara su decisión irrevocable de permanecer firme construyendo esta patria nueva.
Llegando a la universidad vio a Víctor Jara estacionando su Renoleta cerca del Patio de Las Rosas. El gran cantor con su guitarra en ristre se perdió por un pasillo de la casa Central. Era el artista invitado que pondría el marco musical acorde a la trascendencia de este encuentro contra el fascismo y la contra la Guerra Civil. Con sus 18 imberbes años se abría ante él este escenario con la fuerza avasalladora de la juventud revolucionaria, alegre, inquieta, feliz de ser el motor de este cambio único, irrepetible. La universidad era un hervidero de actividad día y noche. Los pasillos estaban repletos de afiches y rallados. Los magistrales debates en el Paraninfo concitaban un tremendo interés entre el alumnado que repletaba el recinto. Era el crisol de una delirante catarsis personal para prepararse a cambiar el mundo de un plumazo. Era el tiempo de los legítimos sueños. El recuerdo le estremeció su alma, ya que desde entonces nada volvió a ser lo mismo. Confirmado el golpe de estado a media mañana, salió presuroso de la facultad por la Quinta Normal. Los militares ya habían rodeado el recinto. De allí pasó de militar en militar hasta llegar el costado del río Mapocho en una triste peregrinación de regreso a casa. Todo había terminado. Desde la calle Bandera con General Mackenna vio pasar los Hawker Hunter con su carga criminal hacia La Moneda. Tras la evocación de ese momento sus lagrimas se sumaron a la lluvia y lloró profundamente, desde lo más recóndito de sus víceras con un colosal estertor de desahogo. Con un llanto guardado de años. Un llanto que ningún olvido ha podido derrotar y que lo hace presente, vigente y aunque derrotado por la fuerza de las armas se alza poderoso y rebelde con la fuerza de su lucha inconclusa. Pasó su mano por su rostro para secar sus lágrimas y vio sus plateados cabellos en el reflejo del vidrio. Sabe que la lucha continúa y aunque esté en el ocaso de su vida seguirá siendo comunista…que nada puede apagar el fuego de su rojo corazón, que morirá como vivió. Hasta la victoria siempre…