martes, 21 de junio de 2016

A PIE POR SANTIAGO (CRONICAS DE LA CIUDAD)

HERMANO PATO
Mi hermano mayor Miguel Aliro Torrejón Gallardo al que todos le llamamos "Pato", sobrenombre puesto por mi papá Miguel (mi abuelo paterno) por que según él, comía como pato. Es decir, no conocía la saciedad. 
Era un niño muy creativo e inteligente, que escribía los guiones de las historietas que Carlos Saldes, un talentoso compañero de él, dibujaba con gran maestría en una hojas de papel de envolver que convertía en pequeñas revistas. Más tarde le copiaría con indisimulado descaro, cautivado por la originalidad de las historias. Era el tiempo de las revistas como forma de entretenimiento. Como todo niño provinciano de mediados de los sesenta ibamos a estos Cambios de Revistas, es decir locales donde uno concurría con sus ejemplares para cambiarlas por otras no leídas, y pagaba una pequeña cantidad de dinero. En esta transacción se consideraba el estado de la revista y su calidad editorial. Se le contaban las hojas y se revisaba su estado general. Estaban entre otras que recuerdo: El Conejo de la Suerte, Porky y sus amigos, Gene Autry (de vaqueros), Roy Rogers, Vidas Ejemplares (de corte religioso), Red Rider, Rip Kirby, El Fantasma, La Pequeña Lulú, El Llanero Solitario, Superman etc. Todas mexicanas ya sea de Editorial Novaro, o Editorial Sea. Siempre he pensado que esta época me vinculó definitivamente el hábito de la lectura. Los mayores leían El Pingüino, revista de humor súper blanco comparado con lo que se acostumbra en estos días, y que incluía fotografías de chicas posando en divertidos y arcaicos trajes de baño de lo más recatado, o desnudas detrás de un árbol donde prácticamente no mostraban nada. Igual se alucinaban los viejos. Nosotros íbamos al cambio de revistas "El Faro" de Coquimbo que estaba frente a la Iglesia de San Luis.
Además de guionista, mi hermano era un gran inventor. Fabricaba llamativos carritos de latas de sardina con ruedas de palo de escoba. Diseñaba intrincados caminos por donde circulaban estas pequeñas máquinas artesanales, manejadas de pie con un manubrio de alambre. Hizo increíbles presentaciones cinematográficas infantiles. Cine de siluetas que a veces lograban un efecto espectacular, valiéndose de un cajón ahuecado con una pantalla blanca delante y la cómplice luz de una vela de los iluminaba desde adentro. La figura articuladas se manejaban con unos alambres desde fuera de la caja. Habitualmente era una pelea de Box. Cassius Clay versus Sonny Liston en versión siluetas. Todo el barrio se cautivaba con este teatro de siluetas. También desarrolló un tocadiscos a pulso que funcionaba de lo más bien, articulando manualmente un lápiz de pasta que actuaba sobre un eje implementado en un simple cajón de tomates en desuso, un gran cono con una aguja en su vértice que hacía las veces de parlante artesanal. Detrás de todo esto estaba mi padre. Seguramente él había soplado como hacer esta maravillas a mi querido hermano, lo que no resta méritos a su indiscutida inteligencia. Una época bella donde la infancia no necesitaba Plays Stations ni computadores, ni ningún recurso extra para ser feliz. Bastaba con la inventiva infantil que podía convertir una simple caja de zapatos en una gran nave espacial donde ocurrían increíbles aventuras que gastaban nuestras horas de ocio. Mis hermanas se entretenían saltando una cuerda y podian pasar toda una tarde de verdadero y sano entretenimiento junto a otras niñas del barrio. O jugando a Las Naciones, o al Tombo. Tantos juegos infantiles hoy desaparecidos a merced de la tecnología, pero que valorizan aquella infancia sencilla que forjaron la mente de tantas generaciones pasadas.