jueves, 15 de septiembre de 2016

A PIE POR SANTIAGO (CRONICAS DE LA CIUDAD)

DE CANTOR A MATARIFE
Ese día El Baucha se levantó feliz. Tomó su máquina de afeitar y le puso con todo cuidado la “Gillette”. Se afeitó contento, tarareando las mismas canciones que la noche anterior le había cantado a la directiva del Matadero de Santiago. Su emocionante actuación había calado hondo entre los rudos dirigentes, que terminaron ofreciéndole trabajo, para tenerlo a la mano cuando vengan las fiestas. Cogió el frasco de Brillantina Atkinson y luego de diseminar un poco de la crema en sus manos se la aplicó despacito, con calma. Peinó sus cabellos con delicadeza para quedar parecido a Carlitos Gardel. Después de vestir de flamante terno café, su color favorito, se dirige a sellar su nuevo destino: El Matadero de Santiago.
Por aquellos años (fines de los 40) la bohemia santiaguina vive su apogeo y esplendor con toda su fuerza. Los restaurantes y locales de baile de toda la ciudad lucen repletos de entusiastas bailarines espontáneos. La Quinta El Rosedal, allá por Gran Avenida es un verdadero referente para los cuequeros como él, y muchos artistas locales consideran que cantar ahí es la consagración definitiva. Vienen a la Quinta artistas de talla internacional como la Orquesta de Armando Nonasco que estuvo de manera estable y llenó de música y bailes de ensoñación, muchas primaverales y tibias noches santiaguinas. Alberto Castillo, tanguero argentino el cantor de los 100 barrios porteños también fue artista estable de la quinta. Para pasarlo bien había de todo. Solo había que tener los recursos para disfrutar. Embobado en sus pensamientos recorría con su mirada el tramo que lo separaba del Matadero a bordo de la Vivaceta – Yarur – Matadero, mientras recordada su infancia cantando boleros, tonadas, valses y cuecas encaramado en los carros repletos de Sandías que su padre vendía allá en Chuchunco, cerca de la animita de Romualdito. 
La reunión con la directiva del Matadero salió a pedir de boca. Desde el lunes tendría un nuevo oficio: Iba a ser matarife, pero en su corazón cuequero no se resigna y sigue latiendo al ritmo de un pandero chinganero, popular, arrabalero.
Donde “La Carlina” ese fin de semana el prostíbulo ardía. Llegaban los cuequeros a celebrar el acontecimiento. El Baucha se haría matarife y había que echar la casa por la ventana. El Negro Palominos parecía hacer hablar al piano. Caía en un prolongado trance, una especie de éxtasis o en una cataléptica borrachera que lo hacía tocar sin parar una cueca tras otra. El Baucha detestaba cantar en casas de remolienda, pero sus compañeros eran asiduos visitantes y de esta visita no tendría escapatoria. El Nano tañaba los platillos con gracia y se desgañitaba cantando. El Perico hacia lo suyo dando al ambiente un aire de desenfrenado golgorio chinganero, chivatero y desenfrenado. All Baucha no le quedó otra que aperrar. En los espejos se reflejan las niñas de la casa, de ardientes labios rojos y generosos escotes. La casa está llena de gente que se divierte. El humo del cigarrillo forma una neblina que se puede cortar con el cuchillo que los choros guardaban entre sus ropas . Las risotadas de las féminas, el cristalino sonar de los vasos, son la música del desbande. El piano derrama su armónico martilleo y las cuecas estremecen el corazón de los presentes. La clientela esta extraviada extasiada y alucinada en el séptimo cielo farrero. Las pecadoras más provocativas botan deliberadamente el trago de los parroquianos para que pidan más. El homosexual que sirve de regente cuando no está la cabrona, da órdenes y manda al campanillero a que vuelva a su puesto de la esquina, atento por si viene la Comisión de Alcoholes. Por la mañana pasará puerta por puerta de las asiladas alertándolas con el agudo sonar de su campanilla, para que echen al parroquiano que pasó la noche con ellas. Esa era su función. Aparte de ser junto a las residentes de la casa el consuelo para la cabrona cuando su cafiche sale de juerga, cuando anda en “leva”. En las mejores épocas estas fiestas duraban hasta tres días, con el debido recambio, y uno que otro jale.
Después de la bacanal había que enfrentar la nueva faena. Una vertiginosa y febril actividad comenzaba apenas se sentía la campana que daba inicio a la jornada nocturna: el astil listo para afilar los cuchillos, el punto y un saco harinero al cinto, a pie descalzo chapoteando en sangre fresca traqueteo de allá para acá, animales descuartizados al hombro aún palpitantes después de su sacrificio. El galpón era un hervidero de actividad. Cuando se vio descalzo listo para comenzar echando agua en el descuartizado, se acercó la cuadrilla entera. Eran 18 hombres musculosos, pura fibra, con sus ropas manchadas de sangre fresca. 
Uno de ellos de acercó al Baucha y extendiéndole un gran vaso y lo hizo tomar de un solo sorbo esa mezcla de sangre de toro con un poco de aguardiente. La mítica bebida de los matarifes. Esa bebida lo haría un poderoso semental, capaz de soportar cualquier enfermedad. ¿no quería ser matarife pues?. Bebió ese tibio líquido con un gesto de asco y se estremeció. Sus compañeros se miraron cómplices y una sonora carcajada colectiva quebró el ambiente. Comprendió que para permanecer allí debía hacerse fuerte rápidamente. Por ahora era el que tiraba agua. Esa era la faena para comenzar tan apreciada carrera. Los hombres volvieron a trabajar afanosamente y a torso desnudo. Sacaron del corral con un lazo una vaquilla y uno de los muchachotes la sostuvo firme. Otro como un verdadero ritual empezó  a dar vueltas como una danza mortuoria alrededor del impaciente animal que presentía su destino. De pronto le descerrajó un golpe brutal en la nuca. Uno solo, preciso, mortal, definitivo. El animal cayó despaturrado al suelo. Casi instantáneamente otros le enterraron un cuchillo en el cuello para desangrarlo. Otros cuatro abrieron al inocente despostándolo y descuerándo de inmediato. los intestinos, las guatitas, el corazón quedaron en un sanguinolento canasto,. El animal fue partido por la mitad y elevado con ganchos. Apenas supo que le pasó. El Baucha quedó petrificado ante este dantesco espectáculo de sangre y muerte. Le habían dicho que para ser matarife había que ser choro, duro, gueno pal vino tinto y las mujeres tal como se lo dejó claro el Lalo Chico, uno de sus nuevos compañeros, que reía a carcajadas mientras engullía un feroz sanguche.