lunes, 24 de octubre de 2016

ANTILEN


LA PEÑA ANTILEN

Nada como caminar por la Alameda en una noche de lluvia hacia la Peña Antilén. Los alucinantes reflejos del agua en las veredas daba a la noche una visualidad única y fantasmagórica. Íbamos de poncho que era un símbolo invisible de rebeldía a la autoridad miope que imperaba. Que no se daba cuenta que soñábamos amaneceres diferentes. Nuestra querida Peña era el refugio de aquellos años grises que nos tocó vivir. El gran pequeño espacio donde se conjugaban los sueños nuevos. Era la tibieza de un vino invernal que iluminaba las eternas madrugadas de canto, conversa, y fraterna farra inolvidable. Antes de bajar a la peña misma había una antesala, una suerte de “previa” que casi siempre resultaba intensa, maravillosa, donde hasta el silencio se valoraba para escuchar a los más sabios. Al profe Jack le gustaba ser escuchado y practicaba ese inconmensurable don de la transmisión oral. Venia de vuelta de los desengaños, pero su vasta experiencia hacia ver sus contenidos como un apreciable fruto de sabiduría musical. A veces la jornada terminaba cuando los primeros rayos de sol del nuevo día se filtraba por todos los recodos de la silente avenida. Antilén era el crisol de artistas emergentes, con opinión y decisión. Veo a Chago Cavieres ese humilde poeta solidario que estuvo siempre con nosotros, hasta su prematura partida. A Fernando Aguirre que deslumbraba con la potencia de su canto, al viejo “Toco” con su blanca barba de guerillero perdido en la ciudad. Con su voz pausada, de profunda realidad latinoamericana. Disfrutábamos a concho de su incorregible mitomanía. Dicen que los lugares y las calles tienen alma. Antilén tenía su impronta, su identidad propia que era la vida de sus visitantes. Veo a Giovanni Vacani afinando su guitarra, al Chico Palacios siempre embriagado de vida y juventud.
De vuelta a casa la parada irrenunciable en Alameda con Santa Rosa, donde nos hartábamos de empanadas fritas, sopaipillas y otra deliciosas y malignas exquisiteces para soportar el hambre del trasnoche. Los recuerdo acosan la mente y el corazón. Mientras pasan los años el recuerdo de la Peña Antilén parece agrandarse en el alma de quienes alguna vez entramos a esa alma mater donde tantos y tantos amigos y amigas aprendimos a crecer al calor de la inolvidable Peña Antilén.

jueves, 15 de septiembre de 2016

A PIE POR SANTIAGO (CRONICAS DE LA CIUDAD)

DE CANTOR A MATARIFE
Ese día El Baucha se levantó feliz. Tomó su máquina de afeitar y le puso con todo cuidado la “Gillette”. Se afeitó contento, tarareando las mismas canciones que la noche anterior le había cantado a la directiva del Matadero de Santiago. Su emocionante actuación había calado hondo entre los rudos dirigentes, que terminaron ofreciéndole trabajo, para tenerlo a la mano cuando vengan las fiestas. Cogió el frasco de Brillantina Atkinson y luego de diseminar un poco de la crema en sus manos se la aplicó despacito, con calma. Peinó sus cabellos con delicadeza para quedar parecido a Carlitos Gardel. Después de vestir de flamante terno café, su color favorito, se dirige a sellar su nuevo destino: El Matadero de Santiago.
Por aquellos años (fines de los 40) la bohemia santiaguina vive su apogeo y esplendor con toda su fuerza. Los restaurantes y locales de baile de toda la ciudad lucen repletos de entusiastas bailarines espontáneos. La Quinta El Rosedal, allá por Gran Avenida es un verdadero referente para los cuequeros como él, y muchos artistas locales consideran que cantar ahí es la consagración definitiva. Vienen a la Quinta artistas de talla internacional como la Orquesta de Armando Nonasco que estuvo de manera estable y llenó de música y bailes de ensoñación, muchas primaverales y tibias noches santiaguinas. Alberto Castillo, tanguero argentino el cantor de los 100 barrios porteños también fue artista estable de la quinta. Para pasarlo bien había de todo. Solo había que tener los recursos para disfrutar. Embobado en sus pensamientos recorría con su mirada el tramo que lo separaba del Matadero a bordo de la Vivaceta – Yarur – Matadero, mientras recordada su infancia cantando boleros, tonadas, valses y cuecas encaramado en los carros repletos de Sandías que su padre vendía allá en Chuchunco, cerca de la animita de Romualdito. 
La reunión con la directiva del Matadero salió a pedir de boca. Desde el lunes tendría un nuevo oficio: Iba a ser matarife, pero en su corazón cuequero no se resigna y sigue latiendo al ritmo de un pandero chinganero, popular, arrabalero.
Donde “La Carlina” ese fin de semana el prostíbulo ardía. Llegaban los cuequeros a celebrar el acontecimiento. El Baucha se haría matarife y había que echar la casa por la ventana. El Negro Palominos parecía hacer hablar al piano. Caía en un prolongado trance, una especie de éxtasis o en una cataléptica borrachera que lo hacía tocar sin parar una cueca tras otra. El Baucha detestaba cantar en casas de remolienda, pero sus compañeros eran asiduos visitantes y de esta visita no tendría escapatoria. El Nano tañaba los platillos con gracia y se desgañitaba cantando. El Perico hacia lo suyo dando al ambiente un aire de desenfrenado golgorio chinganero, chivatero y desenfrenado. All Baucha no le quedó otra que aperrar. En los espejos se reflejan las niñas de la casa, de ardientes labios rojos y generosos escotes. La casa está llena de gente que se divierte. El humo del cigarrillo forma una neblina que se puede cortar con el cuchillo que los choros guardaban entre sus ropas . Las risotadas de las féminas, el cristalino sonar de los vasos, son la música del desbande. El piano derrama su armónico martilleo y las cuecas estremecen el corazón de los presentes. La clientela esta extraviada extasiada y alucinada en el séptimo cielo farrero. Las pecadoras más provocativas botan deliberadamente el trago de los parroquianos para que pidan más. El homosexual que sirve de regente cuando no está la cabrona, da órdenes y manda al campanillero a que vuelva a su puesto de la esquina, atento por si viene la Comisión de Alcoholes. Por la mañana pasará puerta por puerta de las asiladas alertándolas con el agudo sonar de su campanilla, para que echen al parroquiano que pasó la noche con ellas. Esa era su función. Aparte de ser junto a las residentes de la casa el consuelo para la cabrona cuando su cafiche sale de juerga, cuando anda en “leva”. En las mejores épocas estas fiestas duraban hasta tres días, con el debido recambio, y uno que otro jale.
Después de la bacanal había que enfrentar la nueva faena. Una vertiginosa y febril actividad comenzaba apenas se sentía la campana que daba inicio a la jornada nocturna: el astil listo para afilar los cuchillos, el punto y un saco harinero al cinto, a pie descalzo chapoteando en sangre fresca traqueteo de allá para acá, animales descuartizados al hombro aún palpitantes después de su sacrificio. El galpón era un hervidero de actividad. Cuando se vio descalzo listo para comenzar echando agua en el descuartizado, se acercó la cuadrilla entera. Eran 18 hombres musculosos, pura fibra, con sus ropas manchadas de sangre fresca. 
Uno de ellos de acercó al Baucha y extendiéndole un gran vaso y lo hizo tomar de un solo sorbo esa mezcla de sangre de toro con un poco de aguardiente. La mítica bebida de los matarifes. Esa bebida lo haría un poderoso semental, capaz de soportar cualquier enfermedad. ¿no quería ser matarife pues?. Bebió ese tibio líquido con un gesto de asco y se estremeció. Sus compañeros se miraron cómplices y una sonora carcajada colectiva quebró el ambiente. Comprendió que para permanecer allí debía hacerse fuerte rápidamente. Por ahora era el que tiraba agua. Esa era la faena para comenzar tan apreciada carrera. Los hombres volvieron a trabajar afanosamente y a torso desnudo. Sacaron del corral con un lazo una vaquilla y uno de los muchachotes la sostuvo firme. Otro como un verdadero ritual empezó  a dar vueltas como una danza mortuoria alrededor del impaciente animal que presentía su destino. De pronto le descerrajó un golpe brutal en la nuca. Uno solo, preciso, mortal, definitivo. El animal cayó despaturrado al suelo. Casi instantáneamente otros le enterraron un cuchillo en el cuello para desangrarlo. Otros cuatro abrieron al inocente despostándolo y descuerándo de inmediato. los intestinos, las guatitas, el corazón quedaron en un sanguinolento canasto,. El animal fue partido por la mitad y elevado con ganchos. Apenas supo que le pasó. El Baucha quedó petrificado ante este dantesco espectáculo de sangre y muerte. Le habían dicho que para ser matarife había que ser choro, duro, gueno pal vino tinto y las mujeres tal como se lo dejó claro el Lalo Chico, uno de sus nuevos compañeros, que reía a carcajadas mientras engullía un feroz sanguche.

viernes, 22 de julio de 2016

RELATOS EN FAMILIA


El puerto de Coquimbo se abre a la mirada con una geografía desordenada y bella. Ubicado hacia la zona norte de nuestro territorio, a unos 450 a 500 kilómetros de Santiago, y casi cercado por el vasto Océano Pacífico, es uno de los parajes más hermosos de Chile. Los pescadores indígenas de la raza de los moluches, cuya procedencia se ignora, pero que poblaron el territorio chileno desde Copiapó hasta Chiloé, habían ubicado al sur de la actual ciudad de La Serena una caleta cuya características era  la quietud de sus aguas. De ahí procede el  nombre  de Coquimbo, que significa en idioma  indígena lugar de aguas tranquilas . Tanto Valdivia, cuando cruzó con su expedición hacia el sur, como Juan Bohón cuando recorrió sus costas para la fundación de La Serena, coincidieron en que allí había un lugar  ideal para un puerto. Hasta comienzos del siglo pasado Coquimbo era apenas un rancherío de pescadores, pero las fundiciones de cobre y los ferrocarriles que unieron los minerales al mar, le dieron una gran actividad. No olvidemos que toda la producción del mineral de Hierro de El Romeral, la de la mina de oro El Indio, y toda la producción agrícola del interior se embarcaban desde este puerto hacia el resto del país y hacia el extranjero. En 1850, durante el gobierno de Bulnes, se aprobaron definitivamente los planos de la ciudad  y, por ley de 28 de septiembre de 1864, durante la administración de José Joaquín Pérez, fue creado el departamento de Coquimbo. Su primer gobernador fue Francisco Antonio Varela Por una jugarreta del destino una calle del puerto de pecaminosa reputación lleva su nombre. Inimaginable destino para el nombre de un gran servidor público.
 La Comuna de Coquimbo fue creada el 5 de Mayo de 1867, siendo su primer alcalde don Joaquín Edwards. La calidad de ciudad se le otorgó en el gobierno de Anibal Pinto el 4 de septiembre de 1879.
Su mezcla de aridez, debido a eternas e impenitentes sequías, y su romance ancestral  con el mar lo convierten en un puerto muy sui generis, muy de realismo mágico.
Por sus praderas agrícolas otrora grandes rebaños de ganado caprino pastaban juguetones quebrando el desértico silencio con sus bramidos que a veces se nos imaginaba como el llanto de un verdadero bebé recién nacido.
Hoy es solo un recuerdo que trashuma la mente y los rostros de los campesinos de antaño. Las añañucas, flores características de la zona y muy parecidas a  nuestro copihue en su esplendor y belleza, hoy son especies protegidas y es probable que los niños coquimbanos ni siquiera la conozcan.
Cuando la generosidad de la naturaleza prodiga muy de tarde en tarde algunas lluvias, estas resecas tierras renacen en todo su esplendor, y la manzanilla silvestre vuelve a ser el forraje predilecto para el ganado que todavía subsiste. Pero esto es un fenómeno y si mal no lo recuerdo creo que en todo el norte se llama "desierto florido", por la increíble vegetación que surge como por arte de magia. Es como si la tierra  hubiese esperado ansiosa y pacientemente este vital elemento para decirnos que siempre tuvo guardada en sus entrañas toda esa vida maravillosa llena de color  y energía.
A unos 30 o 40  kilómetros de Coquimbo, por la carretera que lleva a Ovalle (la carretera D-43) se ubica un caserío llamado Las Barrancas. Allí viven un puñado de campesinos que trabajan la escasa agricultura, y que se rehúsan a abandonar su terruño aunque la pobreza les haya arrebatado hasta los buenos recuerdos y más de alguna tradición. Ellos aún confían en recuperar el pasado esplendor que quizás, nunca existió. El progreso y la modernidad siempre los dejó de lado y a pesar de todo aún conservan su dulzura y la picardía. Entre ellos mi tía Yorga, cuyo parentesco directo es un misterio para mi, pero no  para mi corazón. Generosa y honesta , trabajadora y luchadora como nadie, mi luminosa tía acarrea el agua de la noria en baldes, y conoce el brasero y el secreto del horno de barro. Sabe de historias mate con malicia en mano, y meta y meta cigarrillo. Mirar su cara es mirar la árida geografía que la rodea. Y a pesar de los pesares todavía guarda en su corazón esa rebeldía de ser los mejores y esa chispa inextinguible de la esperanza.
En este solitario y seco lugar parece nacer el apellido Torrejón. Según el Gran Diccionario Enciclopédico Ilustrado Grijalbo, Torrejón significa torre pequeña hecha sin esmero. En España este apellido es tan popular como los González o los Pérez en Chile, según  me contara el tío de mi amigo de la infancia José Diez, el guatón pepe, cuyos padres eran vecinos del barrio Independencia, en calle  Rivera, de Santiago,  y que trabajaban como distribuidores de línea blanca y también en el calzado. También existe en España, como una comuna de Madrid, la localidad de Torrejón de Ardóz, y que es un Centro Industrial alrededor de la Base Aérea Española. Desde allí despegaron los aviones que se unieron a los ataques contra Irak en la tristemente célebre "Guerra del Golfo", hablamos de la década de los noventa. Otro triste destino para nuestro apellido. Sin embargo la aparición de este apellido en Chile parece ser la Cuarta Región.
Desde aquí muchos de los integrantes del clan  emigraron hacia el puerto de Coquimbo y más tarde como buen provinciano, hacia Santiago, la capital como le llamaban antiguamente.

Coquimbo como todo puerto que se precie de tal tiene el aroma iracundo del océano, tiene personajes pintorescos casi nolevescos en algunos casos. Tiene barrios temibles de nombres intimidatorios como Anima del Quisco. Tiene esa hipocresía de doble vida que por las noches toma el rostro sórdido de los burdeles al son del eterno bolero trágico, con marineros fugaces en busca del placer carnal, con el humo de cigarrillos que jamás se apagan, con el irreverente eco de la risotada pintarrajeada  de la prostituta , con el licor que emborracha el alma de los hombres de mar. Muchos crímenes ocurrieron en estas circunstancias y llenaron de letras rojas las crónicas de El Día, eterno periódico de la zona que sobrevive hasta el día de hoy.
Su mercado, otro sitio de placer terrenal, es un recinto pequeño por allá por Melgarejo abajo, pero con gran ebullición comercial y puede encontrarse allí desde una típica empanada de mariscos , pasando por charquis y  papayas confitadas, hasta una apetitosa Carbonada de Lapas. En medio de trasnochadores y caseras, se puede apreciar esa fruta casi en extinción y prima hermana de la sandía,  que es la alcayota. Yo recuerdo que mi mamá Adela (en rigor mi abuela paterna) hacía dulce de alcayota. Era una especie de mermelada fibrosa y dulzona a la que se le agregaban nueces. Era una exquisito bocado para nuestros ávidos paladares. Hoy en este mercado  existen instalaciones mejor dotadas y  capaces de satisfacer los apetitos gastronómico turísticos de todas las nacionalidades imaginables. Dicen los entendidos en materia gastronómica, que en la Cuarta Región el cordero arvejado es algo así como un plato muy arraigado y representativo de esta zona. Su preparación es simple: Se lava la carne, de preferencia Espaldilla de Cordero y se corta en trozos de regular tamaño. Se pelan papas ( 1 kilo)  y se cortan en cuatro cascos. Se pelan las 2 zanahorias y se cortan en rodajas como monedas, igual que las cebollas. En algo de aceite se fríen los trozos de cordero junto a los aliños, la cebolla y la zanahoria. Cuando estén dorándose agregue harina seca y cocine unos minutos, luego agregue un vaso de vino tinto y 1 kilo de arvejas desgranadas, incorpore las papas deje cocer a fuego lentito en una olla tapada. Después sírvalo con un buen vino tinto y a disfrutar. Yo pienso que el cabrito es más representativo, pero si lo dicen los entendidos... Lo que si no tiene duda alguna es la paternidad del Pisco Sour. Pero Coquimbo además tiene historias de sórdidos y mitológicos contrabandistas que desembarcaban su botín en difíciles accesos costeros, de atroces crímenes y desbocadas pasiones, de mágicas leyendas de piratas y corsarios, de tesoros escondidos que arruinaron las esperanzas de decenas de crédulos e indocumentados.

En aquellas épocas de los tesoros (1578-1580) eran comunes estas escaramuzas marítimas que corsarios y piratas, súbditos de Inglaterra y Holanda - y por lo tanto naciones enemigas de España -  emprendían en las costas de Pacífico saqueando puertos, sembrando el terror, y apoderándose por la fuerza de cuanto objeto de valor había. Cuando en el horizonte ondeaba la bandera negra con una calavera blanca cruzada por un par de tibias, el pavor se apoderaba de los aldeanos que sólo querían vivir en paz. Eran de religión protestantes y los españoles, que eran católicos, los llamaban "herejes", por eso las fechorías de los piratas eran consideradas un castigo divino desde el punto de vista de la religión. Aclaremos que corsarios son aquellos marinos que realizaban sus asaltos autorizados por sus gobiernos y piratas los que actuaban por cuenta propia.
El primero en arribar a nuestras costas fue el corsario Francis Drake. Entró por el estrecho en 1578 , y en Valparaíso se apoderó de un buque que estaba listo para zarpar hacia el puerto de Callao en Perú, con un cargamento de cueros y una apreciable cantidad de oro. Luego siguió viaje hacia La Serena.
Drake fue el marino que dio la segunda vuelta al mundo, y fue el único corsario  al que la corona Inglesa, le otorgó el título de Sir.
El paso devastador de estos corsarios por nuestras costas generó la historia de los tesoros escondidos en las islas y diversos puntos de nuestro territorio. El pillaje al que se entregaron les habría hecho temer a ellos mismos de ser despojados de su botín, y de allí que anduvieran enterrando tesoros bajo tierra, con la esperanza de volver por ellos algún día. En Guayacán esta leyenda mezcla de mito y fantasía ha sido testigo de innumerables intentos de búsqueda del tesoro. Guayacán es un puerto creado exclusivamente para los embarques de cobre del mineral cuprífero de Tamaya de propiedad de don José Tomás Urmeneta, a quien apodaban "El loco del burro" debido a que pasó 15 años a lomo de este noble animal buscando el cobre, que a la  larga descubriera y que lo convirtió en uno de los hombres más ricos de Latinoamérica. Allí funcionó en su tiempo, la refinería de cobre más grande del mundo. Don José Tomás Urmeneta nunca se apartó de su espíritu solidario, y financió grandes obras de carácter filantrópico y de bien público como la ornamentación del Cerro de Santa Lucia, y la construcción de la iglesia de Guayacán, un par de escuelas y un lazareto en Limache, y la mantención del Hospital San Vicente de Paul, hoy José Joaquín Aguirre. También fundó la Casa de Orates junto a Fermín Vivaceta.
La  iglesia de Guayacán, fue diseñada por Gustavo Eiffel y su carillón realizado en la década del sesenta por el padre Juan van Hecke, que estuvo muy cercano a mi familia y que ayudara a mi tío Daniel a integrarse a la congregación seminarista de la Sagrada Familia. A veces nos visitaba en nuestra casa de calle Carrera montado en su cómica bicimoto. De nacionalidad holandesa, tenia un divertido acento que cambiaba las palabras castellanas. "Rodríguez come cebolla" exclamó una vez que sorprendió a mi hermano menor Rodrigo, con sus pequeños dientes incrustados en una cebolla recién pelada tal como en el estremecedor poema de Miguel Hernández ("Nanas de la cebolla") y que mi madre disponía para la cazuela de ese día.
En la búsqueda del tesoro de Guayacán se  dice que algunos se arruinaron en el intento, en tanto que otros enloquecieron. En fin hay diferentes opiniones y quizás si la más verdadera aunque no satisfaga los deseos de la masa, sea la de don Joaquín Edwards Bello que en su libro "Mitópolis" se refiere a la búsqueda del tesoro de Drake, esta vez en Valparaíso.
Dice don Joaquín: "El marino en su regreso a Inglaterra sabía que una flota española le perseguía. El poder naval español en esa época era temible. La norma inseparable de Drake era: Antes que perder un gramo de mi tesoro prefiero perder la vida.
No podía esperar un regreso a la América Española, por lo dicho: la escuadra española era temible. La idea de que haya enterrado parte del tesoro es absurda por donde se le mire".
En dichas circunstancias y en su tiempo, Drake hacia el papel de audaz burlador de escuadras todopoderosas. Antes de llegar a Inglaterra, en mares europeos lo sorprendió un violento temporal. Drake hizo arrojar al agua mucha carga, y hasta víveres, pero ni un gramo de oro de su  tesoro, cuyo valor era de más de trescientas mil libras esterlinas. El viaje de Inglaterra hasta nuestros mares ida y vuelta duró tres años, de 1577 a 1580. Su empresa estuvo marcada por el sello comercial. Drake fue uno de los fundadores del Banco de Inglaterra, de la  compañía Lloyds, de los Docks del Mincing Lane, y en fin de todo el gigantesco depósito portuario de la  isla pobre, pero dueña del  océano. Léase Londres. Quién iba a imaginar que la base económica de Inglaterra se hubiera logrado sobre el delito, el robo, el asalto. A sangre y fuego. Una vez dueños del botín se convierten en recalcitrantes defensores de la propiedad privada y pautean al mundo para respetar estos intereses. Exijo una explicación diría Condorito.
Así son los antecedentes históricos por lo que resulta asombroso que se siga buscando un tesoro que  existe sólo en la leyenda y la imaginación del pueblo. En la búsqueda del tesoro en  Valparaíso   varios personajes de la vida social porteña perdieron tiempo y fortuna. Ricardo Latcham, padre del célebre escritor chileno de la época de la mítica Federación de Estudiantes de Chile, hizo lo propio en la búsqueda del tesoro de Guayacán, y hasta escribió un libro ("El Tesoro de los Piratas de Guayacán") que incluía toda clase de señas, mapas, descripciones e interpretación geográfica del terreno, donde la roca de la serpiente indicaba el sitio exacto del botín, etc. Pero nada se encontró. Después vienen los episodios de isla Juan Fernández.

Hoy las calles de Coquimbo ven pasar el progreso al son de su bucólica vida provinciana. En el  pasado reciente los vendedores callejeros de pescado, crucificados por una gruesa  vara de la que colgaban sartas de pescada, de pejesapos, de sierras, de lenguados, sartas de cientos de pejerreyes y otros productos del generoso litoral, voceaban su mercadería en los atardeceres por las zigzagueantes calles de las barriadas populares que se empinan hacia los cerros del puerto. Los gritos cantaditos  de "Macha y luche"  eran una campanada de alerta para las dueñas de casa que salían prontamente al encuentro del casero para aprovisionarse de sus ricos productos del mar. También eran habituales los puestos ambulantes de Sierra ahumada. Estéticamente, Coquimbo es como un Valparaíso más chico, miseria incluida.

Hoy el corazón evoca con nostalgia aquel aroma de pan recién salido de "La Espiga de Oro", tradicional panadería hoy inexistente, cuando salíamos de clases de la Escuela Nº 5 de Coquimbo, donde conocimos nuestras primeras letras. También casi enfrente de la escuela estaba la heladería La Alhambra donde los sabores  de canela y bocado eran los preferidos de los sedientos niños. Cuando la sirena del Cuerpo de Bomberos allá en calle Garriga marcaba el mediodía la  panadería La Francesa ofrecía sus "Palitos" especie de baguette muy delgado , largo y crujiente que eran muy apetecidos como tentempié antes del almuerzo. Curiosamente el recuerdo más nítido de la infancia es mi primer día de clases en el Kindergarten de esa escuela. Recuerdo que mi profesora se llamaba Dalila.

La calle Aldunate que ha visto de bonanzas y pobrezas es  la principal arteria del puerto. En ella estaban las casas comerciales más tradicionales, como La Competidora, el Hotel Ovalle, el Club Radical, La Radio Riquelme, el  Bar Santiago, la Farmacia Vera, Rendich Hnos., La Elegante, Oliver, Allen, la zapatería Rex,  la Ferretería Silva,  cuyas estanterías hiciera mi padre y que se conservan hasta estos días, el Teatro Nacional, donde por los años sesenta todavía se conservaba esa vieja tradición de las seriales, es decir una película a la que había que seguir semana a semana. Era el esplendor de los nostálgicos años felices. Nosotros íbamos y hablábamos con  "El Gato", un amigo de farra de mi papá seguramente, que nos dejaba pasar a Galería. Allí vi El Cid, película que marcó mi mente por muchos años, y que ya mayor he vuelto a ver sin rescatar esa magia de ayer.  También era el  lugar de presentación de connotados artistas de la Nueva Ola, movimiento musical chilensis de la época. Este movimiento  no deja de tener sus curiosidades y chascarros. Una de ellas era que todos nuestros cantantes adoptaron nombres en inglés. Así estaba Danny Chilean, Larry Wilson, Pat Henry y Los Diablos Azules, Ferrán Alabert, Alan  y sus Bates, Sussy Vecchy, Nadia Milton, Alex Alexander, Los Blue Splendors, Peter Rock etc.. Lo gracioso era que por muy gringos que fuesen los nombres, la cara de autóctonos se les notaba, y en algunos casos era tragicómico. El público tenía verdadero fervor por ellos, y su presencia eran sinónimos de conmoción pública. Cuando algún muchachón corría poco o andaba desganado le ponían de sobrenombre Pat Henry, que era una deformación verbal  de "pajero", en alusión a que era bueno para masturbarse.  Era la época de las "Calcetineras", de los "Coléricos", de los zapatos de color amarillo,   con hebilla y punta cuadrada. De la Revista Rincón Juvenil, con la plástica sonrisa de Enrique Guzmán en la engominada portada. Era la época en blanco y negro tan nostálgica y bella.
Uno de los más memorables chascarros de esa época es el que les tocó vivir a Los Red Juniors. Estaba el Teatro Nacional lleno de bote a bote y hasta un perro se había colado a la platea. En eso uno de los integrantes, canta una estrofa donde la nota se alargaba con un caprino por varios segundos, y el perro se ponía a aullar como si llorara amargamente. Cada vez que llegaban a la mentada estrofa, el perro aullaba con más vehemencia. Hasta que de la galera no faltó el chango ingenioso que  gritó: ¡Cántate una que no se sepa el perro..!. Risotada general y hasta ahí no más llegó el tema, porque hasta los Red Juniors se rieron con ganas.

Por la tradicional Avenida Aldunate desfilaron las farándulas y corsos estudiantiles clásicos de la época  con toda su desbordante magia y alegría . Eran de esas que se hacían en enormes Colosos  y se decoraban con gigantescas figuras, que iban haciendo reverencias ante la gente que colmaba las veredas. También recuerdo funciones de cine al aire libre en El Empalme. Por desgracia para nosotros, cada vez que estas funciones se llevaban a cabo, mi mamá Adela nos obligaba a tomar una cucharada de Jarabe de Bacalao, como requisito del permiso para ver la función. Este jarabe debe ser una de las peores cosas que he conocido, aunque se decía que era muy beneficioso para prevenir no se que enfermedades.
"El Club de la Juventud"  era el programa radial juvenil de mayor audiencia conducido por la legendaria figura radial coquimbana  Juan Ramírez Portilla. En uno de sus programas mi querida prima Angélica, se hizo merecedora a una distinción al crear un poema sobre el Valle de Elqui y ganar legítimamente un concurso de poesía.
Angélica tenía y tiene dotes poéticos innegables y toda su dulzura adolescente se plasmaron en esas juveniles letras. Estoy orgulloso de su capacidad de amar, porque alguna manera pintó los primeros trazos de ternura en una familia desacostumbrada a tales emociones.
Más allá la Iglesia de San Luis con su cruz inclinada debido a un crudo e inusitado invierno, por los años cincuenta, dominaba con rostro serio las calles que atormentadas por sus accidentes geográficos, llegan casi a las orillas del mar. Fui monaguillo de la iglesia y recorrí con temor  y curiosidad sus instalaciones completamente, incluidos entretechos, campanario y cúpula. Fue una época de inocencia . También fueron escenario de una infancia feliz la figura del "Canilla Díaz" astros del Coquimbo Unido de gran popularidad por esos días ya que el equipo estaba a punto de llenarse de gloria al ascender a la Primera División del Fútbol Profesional. Así lo haría en medio del júbilo colectivo por allá por los sesenta y tantos. Recuerdo que se le ganó al cuadro de  Universidad Técnica del Estado por 1 a 0, y Luis Gardella el arquero coquimbano tuvo una actuación sobresaliente.
El entrenador de ese equipo de la Universidad Técnica era don Gracián Miño, que años más tarde sería mi propio  director técnico cuando yo estudiaba  Publicidad en dicha Universidad y cumplía con mi crédito deportivo obligatorio.
"Cocoliche", era un tosco y pintarrajeado muñeco gigante con cara de niño,  que en una ocasión se inclinó ante mi con una reverencia que me dejó paralizado, con más espanto que felicidad, gozaba de gran popularidad. Este muñeco itinerante llevaba la alegría a todos los niños de Chile, y su presencia en los nostálgicos clásicos universitarios, ponía esa nota de magia infantil sana e inocente.
Eran esos años  con Brenda Lee sonando en la radio con su éxito "Saltando el palo de la escoba", de Paul Anka cantando sus relamidos y eternos éxitos, y que viniera a Chile en medio de la conmoción femenina local, que desató un escándalo de proporciones cuando en la Estación Mapocho, una calcetinera le tiró un calzón al ídolo. Neil Sedaka también era un ídolo indiscutido de la juventud de la época. Y en Chile Pat Henry y los diablos azules se adueñaba del ranking local por varias semanas con su éxito "Poesía en movimiento", que curiosamente la cantaba el ingles como su versión original.
Así se forjaba la fisonomía de este puerto, que abandonado a su suerte a veces, ha sabido sobrellevar sus sopores junto con todos sus hijos.
Coquimbo llegó a ser considerado un puerto de extrema pobreza durante el régimen del nefasto general Pinochet. Si a eso sumamos el hecho  de que el coquimbano es muy amigo de trabajar independiente, lo que a veces lo lleva a la franca flojera es peor todavía. En Coquimbo el bartoleo es una institución regional.

Mi familia vivía en la calle Carrera Nº 1718, en una barriada humilde de Coquimbo. Era una corta calle de tierra que terminaba abruptamente en una pendiente que iba a dar a la no menos célebre Quebrada de San Luis; mágico territorio donde bravos pistoleros imaginarios revolcaron las aventuras copiadas de la matinée dominical del Teatro Nacional.
Las madres llenaban el aire de gritos reclamando la presencia de sus hijos para encargarles algún pedido, al tiempo que arrojaban sus lavazas a la tierra que adquiría ese rico olor que tiene la tierra mojada. Era una barriada porteña popular colorida, que no sabía de pequeñeces ni envidias.
Las Turcas y el almacén de Don Marcelino Jorquera en la  Avenida Ossandón eran el lugar donde a diario concurríamos a comprar los clásicos "12 panes y un pedacito de mantequilla". Esta última venía en una especie de papel vegetal y era mantequilla legítima, no como estos remedos de mantequilla que existen hoy. En esa época la margarina se usaba sólo para postres y no tenía predilección entre la gente. Es curioso como van cambiando los gustos y valores domésticos. Antes un pollo asado era sinónimo de celebración anual, por decir lo menos. En cambio hoy es una solución de urgencia para los comensales siempre atrasados.
Una sabrosa anécdota de ese tiempo que recuerdo fue la que me tocó vivir con el guatón, un amigo de la vecindad que aborrecía el almacén de las turcas. Íbamos pasando por el almacén cuando gritó a todo pulmón: "¡Yo no compro donde estas turcas pillas!". Pero grande fue su sorpresa al comprobar que el almacén de Don Marcelino Jorquera, que estaba sólo unos pasos más allá estaba cerrado. Compungido me rogó que le hiciera la compra donde las turcas que acababa de insultar. Por la boca muere el pez, dice el refrán, y por algo lo dice.
También recuerdo que me aterrorizaban los perros, por chicos que fueran, y el que vivía en  la bajada que daba a la Quebrada de San Luis me tenía de casero. Me tenía para el soberano hueveo. Me hacía la vida imposible. Llegaba a mi casa llorando y presa de un pánico sobredimensionado por mí. Mi padre me recomendó que recogiera una buenas piedras, que lo dejara acercarse y cuando lo tuviera a suficientemente cerca le diera un peñascazo en la frente. Una receta perfecta pero decirlo era una cosa y hacerlo otra. Sin embargo seguí al pie de la letra su consejo y una tarde de vuelta del la escuela se presentó la ocasión. Me hice de una buenas y enormes piedras y dejé que el maldito perro se me viniera encima. Cuando estuvo cerca le puse el mejor y el más certero peñascazo en la frente con una precisión y serenidad increíble. El perro se revolcó un par de veces de dolor y cayó fulminantemente muerto. La dueña puso el grito en el cielo, pero hasta ahí no más llegó el maldito perro bravo.
Al volver a recorrer estas calles después de veinte años de ausencia , se llena el alma de nostalgias, de recuerdos, de anécdotas, de imágenes que a pesar de los años no abandonan el corazón.
Dicen que mi papá Miguel (mi abuelo paterno) recorrió estas calles canasto al brazo vendiendo queso de cabra y huevos, junto a un compadre suyo al que llamaba León (nunca supe si era nombre o apellido). Más tarde se hizo "Pacotillero", especie de vendedor ambulante que llevaba y traía mercaderías desde y hacia el norte, actividad en la que le fue muy bien.
Así dio sus primeros pasos de comerciante que a la postre lo convertirían en el dueño de una bodeguita muy bien ubicada en el puerto, donde vendía frutas, carbón, leña, queso de cabra, huevos y leche que traía en grandes bidones de aluminio y que se vendía a granel, es decir de a litros, y se medía con un lechero enlozado de esa capacidad. Después la leche venia en gruesas y anchas botellas de vidrio, de estilo americano. De esas que en las películas dejan en la puerta de la casa. Traían  una tapita de cartón, y en el gollete de la botella se juntaba una sabrosa capa de crema. En Santiago anda a dejar un par de botellas en una puerta…
Mi papá Miguel tenía una curiosa forma de llevar las cuentas de sus clientes a quienes fiaba pequeñas cosas. Mi madre,  entre otros infinitos quehaceres  ayudó a mi abuelo en su negocio, y cuenta  que en una ocasión debía anotar algunos productos entregados a un cliente y no sabía como hacerlo, porque en el cuaderno no aparecía el nombre del cliente, sino un sobrenombre o alias que mi abuelo les colocaba. No se le escapaba nadie.
Así se podía encontrar la cuenta del "Cara de gallo", el "Siete cabezas", el "Toro mocho" y otros singulares sobrenombres.  Aunque sus clientes fueran varios, igual los identificaba con toda facilidad.
A mí me tocó el apodo de "El canaca" seguramente debido al revuelo y conmoción pública que causó el caso del chacal de Nahueltoro, (este delincuente tenia este alias) y mis ojos achinados le habrían servido de inspiración.
A mi hermano Juan Carlos le llamaba Juan Minero, o Juan Soldado, nombre de un cerro de la región y que tiene una historia que pertenece a la más antigua leyenda chilena.
Alrededor del año 1680 llegó a La Serena un soldado que al parecer venía huyendo de la Justicia Militar. Había luchado bajo las órdenes de Juan de Austria II, el hijo de Felipe IV, y se había batido el Nápoles derrochando  fama de valiente y temerario. A poco de llegar a La Serena, ésta sufrió el ataque del pirata Bartolomé Sharp . Ante esto Juan Díaz, que era el nombre del soldado, luchó con extraordinaria valentía contra  los piratas, que terminaron por saquear e incendiar la ciudad, tras llevarse cuanto objeto de valor encontrasen en su camino. Cuenta la leyenda que un día Juan Díaz se negó a que en una taberna le cobraran más de lo justo por un cuartillo de aguardiente, y al ser increpado por un cabildero que se encontraba presente llamado Justo de Cepeda, lo retó a duelo enrostrándole su cobardía ante el ataque de Sharp. Por aquellos días vivía en La Serena un vanidoso marqués llamado Don Maria de la Peña a quien Juan Díaz le solicitó que fuese su padrino en este duelo con Justo de Cepeda. Como este se negara a acompañarlo en esta empresa, también le enrostró su cobardía y terminó desafiándolo a un duelo. Como resultado de estas ofensas ambos personajes lograron que el soldado fuese expulsado y excomulgado de La Serena. Juan Díaz se fue pero aseguró que esta afrenta no quedaría impune. Pasó un tiempo, y en una ocasión en que Don Justo de Cepeda y Don Maria de la Peña salían de un fandango, aparecieron muertos a puñaladas en plena calle.
Por ese tiempo los serenenses comenzaron a hablar con devoción de un santo anacoreta (ermitaño) que vivía en una cueva al norte de la ciudad.
Durante largos años el ermitaño llevó una vida de miseria entregado a la oración. La única noticia que los vecinos tenían de él eran las fogatas que encendía para dar alarma cuando se acercaba algún barco sospechoso en el horizonte. Un día vinieron a avisarle al corregidor Gregorio Cortés Monroy, que el anacoreta había muerto. Uno de los que lo acompañaban, que había sido compañero de Juan Díaz, reveló la verdadera personalidad del anciano. El corregidor mirando hacia el cerro donde éste había vivido, exclamo: "Ha expiado su crimen y desde luego yo no sólo lo perdono en nombre de Su Majestad, sino mando que desde hoy aquel cerro se llamará Cerro de Juan Soldado".

Entre otros recuerdos está también los del almacén que mi abuelo tuvo en la esquina de Pinto y Henríquez en el primer piso de una casa que tenía dos o tres, y donde vivíamos todos según me parece. Era de esos almacenes donde se vendía la azúcar a granel. La puruña se hundía en un cajón cuadrado semi inclinado y con tapa de madera terciada y todo se pesaba en una de esas romanas Precisión Hispana.
Luego se armaba un paquete con gran maestría manual. Había unos enormes frascos llenos de dulces que tenían forma de pescado. Y el Té Sultán se envasaba en cajones de madera terciada resguardadas por un papel de aluminio. Las galletas Hucke venían el cajas de cartón y se disponían en un práctico dispensario metálico. Ver una de estas cajas repletas de galletas obleas era  despertar un apetito sublime. El aceite de oliva en tarro marca "Olé" de colores rojo y amarillo y cuyo impreso mostraba a una bailaora de Jota, relucía en los escaparates. Pero en esa época debo haber estado muy niño.
Mi mama Adela tenia un almacén de frutas y mercaderías en calle Aldunate casi esquina de Henríquez y sabiamente había hecho enrejar los escaparates de las frutas con esas mallas que se usaban en la construcción de gallineros, para defender su mercadería , de la depredación infantil. Un día mi primo Miguel, subido en uno de los bordes del marco y puesto de espaldas para ocultar que estaba metiendo los dedos para robar unos nísperos, se vino de bruces hacia adelante. El hocicazo fue memorable, pero confirmó que las medidas tomadas por mi mamá Adela funcionaban de lo más bien.
Otra maña que teníamos era robar monedas del cajón de la plata para ir a pesarse donde Martín Peña y CIA. una especie de mini supermercado vecino a nuestra casa  de aquellos días. Nos encantaba ver como la báscula se movía de lado a lado, y con una moneda nos subíamos todos. Hasta que mi abuela mandó poner al cajón de la plata  una especie de alarma que sonaba con un sordo ring cada vez que la llave  era girada.   La primera vez que sufrimos esta experiencia, casi se nos sale el corazón por la boca. Hubo que huir despavoridos a la calle. Tonterías de niños.
Lo que si no fue ninguna tontería era una manía que habíamos adquirido de ir a gritar a la cochera de este mini supermercado, porque producía un eco muy sonoro. Molesta travesura de niños. Un día mi hermana Mónica y yo estábamos gritando en lo mejor, cuando llegó uno de los dueños, seguramente podrido con nuestra actitud y la agarró del pelo. Yo arranqué despavorido e informé a mi tío Herman con todo lujo de detalles , y de un dramatismo que ni Chalton Heston hubiera logrado.
Mi tío que era un poquito acelerado partió enfurecido  a buscar al coño, echando espuma por la boca  lo sacó en vilo de una de las cajas del supermercado donde se desempeñaba y sin decir agua va, le puso un buen par de charchazos.

Otra de las anécdotas más memorables la tuvo mi prima Angélica, que en esa época era una púber adolescente. Mi  mamá  Adela dejaba unos dulces a su proveedor de repostería  que eran unos cachitos rellenos con crema pastelera o algo así. Y estando presente mi prima le ordenó a su casero, que le dejara unos cuantos cachitos demás porque la niña le había salido muy cachera. El rubor se apoderó rápidamente de las mejillas de mi prima.

Recuerdo la  picardía de mis abuelos, sus bromas llenas de ingenio, el tango que tarareaba mi papá Miguel acompañándose del tañir de sus dedos sobre la mesa, con el propósito de ser una indirecta para quienes nos sentábamos a comer, tal como veníamos de jugar. "Carasucia, carasucia sinvergüenza, te has venido con la cara sin lavar..." cantaba con aire desentendido, pero lleno de intención.
Años después he escuchado por mera casualidad aquel antiguo tango, y no he podido dejar de recordar como si fuese ayer, esta escena. A veces cuando raramente mi abuelo dormía su siesta yo me instalaba a su lado  con el único propósito de perturbarle el sueño. Le metía palitos en las orejas o pasaba mis diminutos dedos por un hoyito muy peculiar que mi papá Miguel tenía en su calva.
En la casa había un gran retrato de mi abuelo que tenía la particularidad que lo seguía a uno con la vista. Donde fuese que uno se ubicara, dentro del cuarto la mirada de mi abuelo siempre caía encima.
En una ocasión mi abuelo invitó a un amigo a cenar en su casa, cosa que mi abuela aborrecía porque a ella le gustaba prepararse para la ocasión.  Previamente le comentó a mi abuela que su amigo era sordo, y por lo tanto cuando se dirigiese a él lo hiciera con un volumen de voz adecuado para que él pudiera escucharle.
Igual recomendación le hizo a su amigo, a quien dijo que la sorda era mi abuela.
Como es de esperarse la cena de desarrolló en medio de un griterío infernal  de aquí para allá y de allá para acá, hasta que descubrieron al bromista, al que llenaron de palabrotas.
Otra célebre broma de mi abuelo  fue la que le hiciera a la señora Pepita, especie de mucama que alguna vez  sirvió en la casa. Se quejaba mi abuelo con teatralidad y logró que la señora Pepita prestara su atención un tanto alarmada por los gemidos de su patrón.
-¿Donde le duele Don Miguel?- preguntó presurosa a mi abuelo.
- Una cuarta mas abajo del *pupo - fue su pícara respuesta. La indignación de la señora no se hizo esperar y vociferando maldiciones salió de la habitación.
A mi papá Miguel le gustaba el vino Santa Carolina tinto, cuya etiqueta mostraba la caricatura de un altivo mozo, vestido de Frac con una bandeja en la mano llevando una botella del mosto.
Para los dieciocho de Septiembre, infaltable el cabrito asado, las bebidas, los volantines. Como buen patriarca, mi papá Miguel reunía a toda la familia y partíamos para La Pampilla, sitio de tradicional encuentro del coquimbano para fiestas patrias. Centenares de carpas se armaban en la planicie , y el aire se llenaba de aromas, de color, de música, de volantines, de ramadas, de ferias, de juegos infantiles, de olores a fritanga, de multitud. Era un paseo peregrino como lo sigue siendo hasta hoy. La gente recorre en familia todos los puestos, mira todas las ramadas, camina de aquí para allá para no perderse ningún detalle. Nosotros en cambio nos instalábamos en algún sitio estable. Recuerdo que había un lugar que era una especie de caverna de roca sólida a la que la gente  llamaba la "Casa de Piedra". Era muy solicitado ese sitio, y las familias llegaban de madrugada en esos días festivos para instalarse en él. Además La Pampilla  es vecina con el siempre agitado mar en el sector llamado Las Peñas. Según contó alguna vez mi padre, ese sector era muy peligroso para la navegación y más de alguna nave yace en el fondo del mar. Con él fuimos de paseo  a ese bello sector de Coquimbo, al que tendré que volver algún día.
"La  Consentida " que era una de las cuecas favoritas de mi papá Miguel, según lo que me contara mi querido tío Herman, retumbaba por los aires, y hacía hervir la sangre de los porteños.
Otra de mi abuelo. Estando una vez bebiendo en una especie de Quinta de Recreo que quedaba a la vuelta de la casa, llamada "La Calahuala", se presentaba un artista muy amanerado que gesticulaba tocando la guitarra y cantando insinuante y cuya condición de homosexual se podía ver a la legua. Mi papá Miguel le mandó con el mozo un papelito con una pizca de sal. El amanerado reclamó indignado:¡Cada uno hace lo que puede!, en atención que mi abuelo le hubiese querido decir que era desabrido.
En Coquimbo el  fervor popular en Septiembre, abarca desde el 18 al 21 y hasta el 22. Antiguamente esta fecha era una verdadera bacanal colectiva de alcohol, festejos, y música que preocupó a más de alguna autoridad de la época, puesto que se producían una serie de hechos luctuosos que dejaban muertos y heridos como fatídico saldo de la celebraciones. Pero por los años sesenta el día de mayor celebración era el 21 de Septiembre.
Para explicar esto, hay razones históricas y otras populares. La más reconocida señala que esto se debe al atraso con que llegó (día 21) la noticia de la independencia al puerto.
Hay otra versión que dice que el tristemente célebre pirata Bartolomé Sharp, tuvo sitiado el puerto durante varios días, y que su alejamiento (el día 21 de Septiembre) provocó un verdadero jubilo popular, festejando siempre en esta fecha dicho acontecimiento patrio.
Según los historiadores esto ocurrió en el año 1680. Habiendo llegado los piratas a la bahía de Coquimbo, los españoles residentes de La Serena huyeron hacia Vicuña y los cerros cercanos quedando sólo el Corregidor para tratar con el pirata, que exigió el pago de cien mil pesos por el rescate de la ciudad. Como los vecinos no tenían esa cifra y la entrega se hizo demorosa, Sharp creyó que lo estaban engañando para ganar tiempo y decidió retirarse, no sin antes saquear la ciudad y llevarse cuanto objeto de valor había. Enseguida le prendió fuego a la desolada ciudad.
Los pescadores de Coquimbo estaban aterrorizados ante la presencia de Sharp- a quién llamaban "charqui" - Así nació el dicho: Llegó charqui a Coquimbo, cuando se refiere a una persona poco grata e inesperada. O sea un chanta.
Sin embargo leyendo la prensa, me entero que el municipio erigirá una estatua a Francis Drake. No se si esto se hace con genuina idiotez, si se es perfectamente ignorante, o si se hace con un maquiavélico afán de marketing turístico. Por que no se entiende homenajear de esta manera a este corsario que sólo sembró terror y desolación a su paso por estas tierras y relegar al olvido a Gabriela Mistral, por ejemplo, que debiera tener, no un monumento, sino una fundación de verdad que nos enseñe su legado y sentir con toda su fuerza el orgullo de ser hijo de la misma región que la musa.
Cosas de estos días. A esto se agrega otro sui generis proyecto de la Municipalidad porteña: La construcción de la "Cruz del Tercer Milenio", obra inútil cuyo presupuesto bien podría destinarse a la implementación de una Posta Rural absolutamente necesaria para la región, o unas buenas escuelas que por lo visto se hacen urgentes para que los futuros hijos de Coquimbo tengan una mente un poco más clara que la de sus actuales autoridades. Se dice que la mentada cruz estará dotada de estacionamientos subterráneos y buenos restoranes para degustar los platos típicos de la Cuarta Región. Como dice Violeta Parra en una de sus creaciones ¿Que dirá el Santo Padre que vive en Roma?
Como sea, Coquimbo es un puerto con identidad y valores propios. Tiene su surrealismo mágico, su sordidez, su desbande, su cobardía, su absurdo como ese registro en el Libro de Guinnes, por el Pisco Sour más grande del mundo. Insólita empresa que llevó a cabo la Alcaldía desoyendo importantes voces contrarias a la idea. Entre ellas la de la propia Iglesia. Mas vale figurar en el concierto internacional por obras más edificantes.

Mi mamá Adela (mi abuela paterna) venía de Vicuña, más propiamente de la localidad de El Tambo, en medio del valle del Elqui. Su nombre fue Adelina del Carmen Ortiz Geraldo. De apellidos de origen argentino según reza la leyenda familiar. Esto sorprende gratamente, y me lo reafirma con varias expresiones de mi abuela, algo trasandinas y campechanas.
Ella respondía a otra figura. Entregada a sus quehaceres domésticos, enérgica y austera siempre supo entregar su cariño a todos sus nietos. Tenía el temple que épocas como esa  requería y era muy capaz para salir adelante.
Aunque su cariño no tenía la misma expresión que el del abuelo, y hasta podía pasar por huraña, era de una gran generosidad y reto a reto iba enderezando la inquieta conducta de sus nietos.
Recuerdo que siendo yo un adolescente de algo así como 16 años, me mostró algo que ella había atesorado por años. Era una sencilla cara de payasito hecha sobre una ampolleta en desuso. Tenía una barba de algodón pegada con esa antigua goma "Canario" que venía en un diminuto envase de vidrio . La ampolleta estaba pintada de color rosado en su base. Ese trabajo, yo  lo había realizado cuando estaba en Kindergarten. Quedé sorprendido de que ella lo conservara. Luego lo volvió a guardar en una caja de madera, que hacia de costurero suyo.
Hasta hoy no entendí que lo que de verdad me estaba mostrando, era su irrenunciable cariño.
Jamás ha muerto en el corazón de su nieto que en estas humildes líneas rinde un homenaje filial a nuestra generosa mamá Adela.

Mi hermano mayor Miguel Aliro Torrejón Gallardo al que todos le llamamos "Pato", sobrenombre puesto por mi papá Miguel naturalmente, por que según él, comía como pato. Es decir, no conocía la saciedad. Con él y mi hermana Mónica vivimos un año o dos en un remoto pueblo del norte chico lleno de casas de deshabitadas como fantasmas de ruidosas puertas, en medio del silencio y la desolación. Era Inca de Oro. Pero como cruel paradoja, no pasaba nada con el oro, menos con el inca, y ni siquiera buen agua se podía beber, ya que la que había era un agua  salobre con  altos contenidos de cobre. El agua dulce, como se le llamaba al agua extraída de profundos pozos, que llamaban "Diques",  se traía en camiones  en tambores, y una vez a la semana se aseguraba la provisión. Nunca supe tras que derrotero fue mi padre que fuimos a parar por allá. Sueños de mejor vida y riqueza (¿?). De cualquier modo era un pueblo como arrancado de una página de García Márquez.
Tan mágico era que una rara ocasión en que mis padres fueron al cine y nos quedamos solos, estando acostados mi hermano Pato tuvo una visión de una calavera que lo aterrorizó y nos aterrorizó a todos. Huimos despavoridos donde una vecina.
En otra ocasión husmeando por los alrededores, me encontré con unos muchachos trabajadores, quienes bebían vino de una garrafa. Uno de ellos me ofreció una monedas, si yo me tomaba un tarro duraznero de vino. Acepté el desafío con catastróficas consecuencias, Tras beber el apocalíptico brebaje  caminé unos pasos antes de aterrizar bruscamente en el suelo. Y de las monedas nunca más supe.
Mi hermano Pato cursó en ese lugar el primer año de preparatoria, y según recuerdo era un pueblo de escasa población, con su pequeña iglesia, con su escuelita, con sus infaltables prostíbulos donde los mineros dejaban gran parte del dinero que se generaba en la zona, con un gran almacén o pulpería que era de propiedad de unos chinos, con trapiches (molino artesanal de tracción animal para procesar el mineral) abandonadas en las calles.
Luego de esta azarosa aventura familiar, volvimos a Coquimbo. Allí entramos a la escuela Nº 5 y retomamos la normalidad.
Mi hermano era un niño muy creativo e inteligente, que escribía los guiones de las historietas que Carlos Saldes, un talentoso compañero de él, dibujaba con gran maestría. Más tarde le copiaría con in disimulado descaro, cautivado por la originalidad de las historias. Era el tiempo de las revistas, como forma de entretenimiento. Siempre he pensado que esta época me vinculó definitivamente el hábito de la lectura. Había Cambios de Revistas, es decir locales donde uno concurría con sus revistas para cambiarlas por otras no leídas, y pagaba una pequeña de dinero. En esta transacción se consideraba el estado de la revista y su calidad editorial. Se le contaban las hojas y se revisaba su estado general.  Estaban entre otras que recuerdo:  El Conejo de la Suerte, Porky, y sus amigos, Gene Autry (de vaqueros), Roy Rogers, Vidas Ejemplares (de corte religioso), Red Rider, Rip Kirby, El Fantasma, La Pequeña Lulú, El Llanero Solitario, Superman etc. Todas mejicanas ya sea de Editorial Novaro, o Sea. Los mayores leían El Pingüino, revista de humor súper blanco comparado con estos días, y que incluía fotografías de chicas posando en divertidos y arcaicos trajes de baño de lo más recatado, o desnudas detrás de un árbol donde prácticamente no mostraban nada. Igual se alucinaban los viejos. Nosotros íbamos al cambio de revistas "El Faro" que estaba frente a la Iglesia de san Luis.
Además de guionista, mi hermano era un gran inventor. Fabricaba llamativos carritos con ruedas de palo de escoba, y una lata de sardinas; diseñaba intrincados caminos por donde circulaban estas pequeñas máquinas artesanales. Hizo increíbles presentaciones cinematográficas infantiles. Cine de siluetas que a veces lograban un efecto espectacular, valiéndose de un cajón ahuecado con una pantalla blanca delante y la cómplice luz de una vela de los iluminaba desde adentro. La figura articuladas se manejaban con unos alambres desde fuera de la caja.  También desarrolló un tocadiscos a pulso que funcionaba de lo más bien, articulando manualmente un lápiz de pasta que actuaba sobre un eje implementado en un simple cajón de tomates en desuso. Detrás de todo esto estaba el talento de mi padre que sin duda, lo  tenía. Seguramente él había soplado como hacer esta maravilla a mi  querido hermano, lo  que no resta méritos a su indiscutida inteligencia. Mi padre había atesorado algunos trabajos de estudiante en la Escuela de Minas de la Serena, (hoy Universidad de La Serena) que revelaban a un gran dibujante. En su pega, tenía gracia para desarrollar una cerrajería artística que si no alcanzaba para arte era simplemente porque no pudo captar ese concepto y usó su talento nada más para sobrevivir. Sólo para parar la olla. Pero talento había. Era dueño de una bella letra. Recuerdo haberlo escuchado recitar medio borracho,  más de un poema escrito por él. Tenía también un gran sentido del humor. Tenía  gracia para contar chistes. Esto lo heredó más de alguno de mis hermanos. También fue chofer de camiones, y recuerdo verlo llegar, tras larga ausencia con un camión repleto de sandías. A veces narraba sus aventuras al borde de la muerte, en un mítico camión Thames que alguna vez tuvo , y al que llamaba "Taca Taca", por el ruido que hacían sus válvulas cuando estaba en marcha. Sus colores eran como siempre en muchas cosas de su propiedad, los de la virgen de Lourdes, de la cual fue siempre devoto aunque de discutible conducta.

Nuestro barrio pobre de calle Carrera de Coquimbo fue testigo de insignes pichangas infantiles, en las que mi primo Miguel Juica era el célebre Jorge Toro y mi hermano era Misael Escuti (arquero titular de la legendaria selección del 62) del equipo y yo Manuel Astorga el digno arquero de reserva que nunca jugaba, porque el titular jamás se lesionó. Era una época linda a pesar de las necesidades.

Mi abuelita Rosa (abuela materna) vivía cerca de nosotros. Atravesando el arenal cerca de la calle Manuel Rodríguez tirando para la Pampilla.
Ir a verla era para nosotros sinónimo de hartarnos con cachitos, singulares pastelitos rellenos con crema que guardaba en una vitrina y que le servían de pequeña ayuda al sustento familiar. Un día mi hermana Maritza que era una pipirigua de esas que se comía con gran habilidad los bordes de las colchas de la cama, le dijo a mi abuelita con tono enérgico, al momento que nos servía el té: "Abuelita... mi mamá todos los días nos da dos panes a cada uno y con harrrta mantequilla... ". Pero que sabíamos nosotros pequeños aprovechados de su gran corazón, si alguna vez la mantequilla "por aquí pasó", fue porque no había más.
También lavó sin tregua ropa ajena, con la prolijidad de su conciencia limpia. Sus planchas de fierro que calentaba en la cocinilla a parafina marca Alma, eran sus fieles aliadas en la brega cotidiana. De ella mi madre heredó los cánticos que fueron alimentando el afecto infantil. Verdaderos himnos de su amor.
Hoy le hemos fallado con una desidia imperdonable, aunque sé que en el fondo de su corazón me perdona y nos perdona tanta ingratitud. Mis tíos Daniel y Luis lo eran nada más que técnicamente, porque en edad andábamos por ahí no más. Con Luis fuimos grandes amigos. Nos fumamos juntos los primeros pitos, nos tomamos juntos los primeros copetes, nos arrancábamos para la playa todos los fines de semana, en plena época del hipismo criollo de los setenta. Daniel en tanto sembraba pacientemente la inteligencia que cosecharía después y que es su característica de la que  me siento más orgulloso. El abuelo Aurelio García era introvertido e inteligente. Me parece sentía alguna admiración por la orden de los Rosacruz, especie de cofradía masónica internacional que publicaba folletines periódicos y se jactaba de haber tenido entre sus filas a Benjamín Franklin y otras celebridades. Recuerdo que en una ocasión, tras una pelea entre Luis y Daniel los amarró a ambos y los dejó sobre una cama cara a cara para "que se conocieran ". El construyó con sus propias manos la casa donde vivían. Después Daniel hizo ampliaciones siguiendo la huella de su inteligencia.

Cuando llegó el momento de la emigración de la familia hacia Santiago, el primero en partir fui yo. Me vine a vivir a la casa de mi tío Herman en un verano del sesenta y tanto. En Coquimbo quedaban el resto de mis hermanos Miguel Aliro, Mónica, Maritza, Juan Carlos, Miguel "El Bonche", y el benjamín de la familia Rodrigo.
Este tío siempre me dispensó un especial cariño y más de alguna vez puso unas monedas de gratificación en mi mano.
No más llegamos me llevó al Cine Nilo a ver la película "El niño y el toro" y nos hundimos en ese mundo popular que es el sector Mapocho, bullente y vigoroso de incesante actividad. Recorrimos rápidamente el centro de Santiago. De su mano veía boquiabierto los edificios desconocidos en Coquimbo. Este tío nuestro es un raja diablos, algo fanfarrón, casi rayano en lo cómico, pero gran persona. Cariñoso, generoso, amigo de la buena mesa, y seco para el tinto, con un aguante que en sus buenas épocas podía haberse inscrito el Guinnes Récords. Podía tomarse una garrafa solo si se le antojaba. Como comía en gran cantidad, podía doblarse, pero muerto no caía jamás.
 Dice la leyenda que fue un bravo parroquiano, que llegaba de regreso a  casa con las manos zafadas de tanto pegarle a los giles en los lenocinios de Coquimbo. Se aventuró a salir del país en un barco mercante en calidad de cocinero, dicen algunos, y que le costó innumerables bromas relacionadas con su virilidad. Pero le dio la malaria y estuvo internado en un hospital de Colombia. Recuerdo haber visto como una postales en blanco y negro de un par de lugares de Colombia en su casa. Mentira, dicen otros mala leche. Como sea mi primo Toño heredó lo mejor de mi tío Herman. Su generosidad, su amor por todos los suyos, su sentido filial de protección. Grande mi primo hermano. Si hay algo que jamás me gustó de la relación de hermanos entre tíos y tías era una especie de envidia entre ellos. Una descalificación constante. Un motejarse continuamente de esto y de aquello. Esto era enfermizo corrosivo y destructivo.  Aunque me consta que igual eran unidos. Era una forma muy extraña de quererse. Gracias a Dios nosotros nunca nos dejamos seducir por este ejemplo.
El sector de Mapocho tirando para Independencia era  y es un barrio popular y en esas épocas de verano el  aroma de los duraznos priscos y peludos apilados en carretones de mano inundaba los espíritus de la gente. Los vendedores hacían cucuruchos de diario y lustraban sus frutas colocando adelante las mejores y metiendo una que otra picada en el cucurucho que llenaban con increíble rapidez.
En las noches había pequeños puestos que vendían pescado frito a un costado del puente Independencia en medio de grandes fogatas. Mi padre llegó más  de alguna vez con un paquete calentito de pescados fritos, los que comíamos con entusiasmo y entre dormidos. También por el sector de Mapocho vendían "pequenes", especie de empanada pobre, con un pino similar a la empanada , pero sin carne. Una canción de Violeta Parra refleja muy bien esa vivencia popular.
Por allí en otra época se construyó el  famoso puente de Cal y Canto, maravillosa obra colonial con que contó Santiago por poco más de un siglo. Estamos hablando  del año 1767. Estuvo ubicado frente a la calle Puente y su obra se debió  al laborioso Corregidor de Santiago, Don Luis Manuel de Zañartu, en la dirección de la obra que proyectara en ingeniero inglés Don José Luis Coo, utilizándose en los trabajos a reos y condenados a presidio, a los que hay que decirlo, maltrataba con increíble saña, debiendo enfrentar en reiteradas ocasiones las críticas de la Iglesia por su trato con los caídos en desgracia. Trece años demoró su construcción, y la proverbial tontería nacional lo hizo demoler bajo la administración del presidente Balmaceda. Por la época del puente de Cal  y Canto existía la leyenda de que el corregidor rondaba por las noches la ciudad, para corregir con mano de hierro los desmanes de rateros criminales que se negaban a trabajar. Sin embargo Don Luis Manuel de Zañartu se negó a recibir remuneración por su trabajo. Lo hacía por genuino servicio público. También fue el creador del convento del Carmen Bajo, en La Chimba, claustro donde internó para la contemplación a sus dos hijas. Bello barrio. En sus inmediaciones está también  "La Piojera" legendaria picada que según cuenta la leyenda ha sido visitada por ilustres ciudadanos como el otrora Presidente de la República Don Arturo Alessandri Palma a quién se atribuye el nombre del recinto. Al momento de entrar habría exclamado: ¡ y a esta Piojera me trajeron!. Del presidente Alessandri también se dice que después de los actos cívicos del Parque Cousiño, pasaba a la legendaria Confitería Torres ubicada en  Alameda y Dieciocho a tomarse una caña de chicha. "Estoy que me rajo de sed, ando con los fierros calientes", decía  al momento de ordenar su bebida.
En esta chichería conocida como La Piojera no había servicio de cocina, pero se facilitaban utensilios como cacerolas, platos y cuchillos  y la gente llegaba con sus provisiones de mariscos preferentemente, por la cercanía del Mercado Central. Bajo sus emparronado había pipas de chicha que servían de mesa a los improvisados comensales. Parado sobre una de estas pipas cantó en una ocasión el célebre tenor chileno Ramón Vinay, figura de la lírica mundial. El gran pintor chileno Arturo Pacheco Altamirano era otro de sus habituales parroquianos y llegó a tener mesa reservada en exclusiva para él. En la puerta  siempre había muchachos vendiendo mallas de limones, paisanos con canastos de huevos duros y tortillas amasadas, y otros pequeños delincuentes que hacían de bolsillos a los borrachos que salían bamboleándose del local. Se dice que La Piojera debe haber estado en pie para la Guerra del Pacífico. Son los barrios del cabaret Zeppelin en calle Bandera, el Hércules, La Antoñana, El Jote y otros sitios por donde desfiló una  bohemia de artistas, poetas y pintores, que en sus mejores años incluyó al inmortal Premio Nóbel de Chile, Pablo Neruda y a toda una generación de brillantes artistas, escritores, poetas y extraordinarios seres indefinibles que transitaban los días de un Santiago que se fue. En materia gastronómica célebres eran las picadas como "Don Boli" en la calle Grumete Bustos, donde se sospechaba que las parrilladas eran de perro. Los Puchos Lacios, por 14 de la Fama, lugar muy concurrido donde se comía muy buena comida chilena e internacional,  que tenía en su interior florida pérgola y privados para deleitarse a placer. Por Independencia con Echeverría estaba La Montaña, una clásica Hostería donde mi papá pasaba a tomarse el del estribo., cuando regresaba a casa después de haber estado bebiendo seguramente en El Mendoza, legendario restaurante de Independencia con Dávila. El Rancho Chico por el lado de Vivaceta, también era sitio predilecto para disfrutar de una de las tradiciones culinarias más apetecidas del sector: El pollo al coñac. Y por supuesto esa institución nacional que es el Mercado Central, donde generaciones y generaciones de chilenos han arreglado el cuerpo después de las pantagruélicas celebraciones. Este recinto cuya construcción estuvo a cargo de Fermín Vivaceta y Manuel Aldunate por encargo del gobierno de don José Joaquín Pérez (1868), estuvo listo para su uso a mediados del año 1872, habiéndose encargado su estructura a Inglaterra. El escultor Nicanor Plaza estuvo a cargo de su ornamentación. Antes de entregarse a sus funciones naturales, Benjamín Vicuña Mackenna decidió presentar allí una  gran Exposición de Artes e Industrias.

La vieja calle Vivaceta que alguna vez se llamó Hornillas, considerada fea por algunos. Está regentada como su Alma Mater por el Hipódromo Chile, y es casi natural ver caballos paseando por sus veredas guiados por diminutos aspirantes a jinetes. Allí se desvanece en el tiempo el mitológico cine Libertad donde dormimos más de alguna siesta veraniega. Frente al cine había una piscina de pura estirpe popular : La Piscina Libertad.  La Tía Carlina  era un  famoso prostíbulo donde la prostituta Carlina Morales Padilla, llegó a hacerse un cierto capital regentando un conocido lenocinio de travestís conocido como La Palmera . El Blue Ballet, grupo coreográfico de travestís, era una verdadera sensación de Santiago. Su primera figura era  Candí Dubios, nombre que adoptara después de sus veinte años en Europa donde actuaba bajo el nombre artístico de Candí Santiago. Su verdadero nombre fue Candelaria Patricia Manso Seguel. Nació el 24 de Agosto de 1942. Cuando niño imitaba a Barita Montt el y cantaba para los pescadores de la Caleta El Membrillo, en Valparaíso. De joven se integró al inédito o cuerpo de baile que formara Paco Mairena, su eterno tutor y padre adoptivo. Partió al extranjero (Francia) con un grupo de amigos bailarines y trabajó en Boites y Casinos. Regresó culta, refinada y casada, hablando fluidamente cinco idiomas. (inglés, francés alemán, italiano, y español) . Reina del transformismo chileno, cubrió con un halo de absoluto  misterio su especulada operación de cambio de sexo. Años después el under santiaguino rescataba el valor que tuvo para enfrentar esta situación tan difícil, como lo es ser homosexual en Chile. Incluso grupos  Rock como Los Tres, en su video clips de su trabajo "La espada y la pared" y La Ley se acercan a su estética y hasta filman los video clips  de sus éxitos en "Le Trianón" restaurante de corte francés de los años cincuenta, con cortinas de terciopelo, muy propio del esplendor de esa época, que se ubica por las inmediaciones del barrio Brasil. Candy llegó a ser la vedette más cotizada del under santiaguino. Murió el 21 de mayo de 1996 y de sus labios nunca salió el secreto a voces de su origen varonil. Se casó ante Dios y la Ley en Francia  y a  mediado de los ochenta regresó a Chile, hasta que el cáncer se metió en su cama y en un feroz estertor se la llevó al más allá. Hoy un video humorístico ("Los Años Dorados de la Tía Carlina") realizado por el humorista Ernesto Belloni "El Che Copete" del célebre espacio televisado "El Jappening con Ja" recuerda aquellos días.

También por estos barrios de La Chimba vivió en por los años veinte Pablo Neruda quién plasmó en su poema " Los crepúsculos de Maruri" de su primer libro: Crepusculario, su presencia en tan especial vecindad. El vivió en una casa de pensión (la primera desde su llegada de Temuco a la capital) que estaba ubicada en el número 517 de calle Maruri, esto es casi esquina Rivera y supo captar la intensa mezcla de pueblo y poesía de este barrio. Supo apreciar esa extraña mansedumbre de Maruri, ese atardecer melancólico, nostálgico  y ajeno al bullante pueblo que pasaba por sus veredas. Es una  calle lejana  y  distinta a sus vecinas circundantes, con arquitectura propia, y con una suerte de linaje diferente.
Volodia Teitelboim -  vecino de Maruri, en su época - la consideraba una calle anti poética. Dice que en esos tiempos era una calle gris , con olor a gas, a café de higos, que las pensiones eran habitadas por chinches. Eso me consta.
Por esas época todas las mañanas llamaba la atención una atractiva chica de boina calada que esperaba locomoción para ir a sus clases de Historia en la Universidad de Chile. Era Hortensia Bussi. Su conmovedora figura de Primera Dama errante, denunciando incansablemente el atropello que le tocó vivir llena el corazón de justa indignación.
Así es este barrio surrealista donde coexiste la  riqueza y la pobreza, la poesía, la alegría, el desamparo y la esperanza, lo sórdido y lo profundamente humano.
Así se daban los contrastes entre lo sórdido y el alto vuelo poético en éste bello barrio.

En la mañanas desde nuestra cama se podía escuchar el ronco pasar de carretones que venían con sus verduras de La Vega en madrugadas cuando la silente lluvia caía indiferente. Cuando pasaban más adentrado el día, se veían como en cámara lenta los pies de los bravos trabajadores que le ganaban a la adversidad. Más de alguna vez los vi caer alcanzados por algún vehículo.
La casa de mi tío, que más tarde fuera de mi familia, era una vieja casa en la calle Rivera llena de grietas, chinches  y goteras. Mi dulce y hermosa tía Teresa  tenía en ese tiempo un salón de belleza donde ayudaba con unos cuantos pesos al sustento de la casa. Mis primas Jessica, Jacqueline y Lisette Pilar heredaron su belleza tanto interior como exterior, y además son mis primas hermanas predilectas. Una anécdota de esos días  tuvo como protagonista a mi primo Toño, que en esa época debe haber tenido siete  u ocho años, al que instruimos con mi primo Miguel Juica  para que fuera a tocarle el culo a la Alejandra, la hija mayor de don Juan Grez, que en ese momento salía del salón de Belleza de mi tía. Mi primo partió como milico ciego  y de improviso le incrustó sus manitos en el  armonioso culo de la vecina. Esta se puso furiosa, y buscaba con la mirada echando chispas, a los responsables del desagradable chiste. Nosotros nos hicimos los huevones.

Esta calle Rivera   lleva su nombre en recuerdo de un valeroso militar que se distinguió  activamente en las campañas que precedieron a la batalla de Maipú.
Juan de Dios Rivera fue ascendido a General de División en el año 1823. Seis años después fue Ministro de Guerra en el gobierno de Francisco Antonio Pinto.
Tengo la sospecha que el nombre de Anibal Pinto que hoy tiene una calle que viene después de Rivera, en realidad debiera llevar el de Francisco Antonio Pinto, puesto que las demás calles como Borgoño y Cruz corresponden a personajes de la misma época. Estoy seguro de que las autoridades edilicias no se tomaron la molestia de consultar con el Instituto de Conmemoración Histórica y le echaron para adelante no más.
También en esta calle Rivera se encuentra el monasterio del Buen Pastor , hermosa Iglesia con las dos torres consideradas en su época, las más bellas de Santiago. Fue construida por el notable arquitecto Italiano Eusebio Chelli, quien además diseñó el suntuoso templo de La Recoleta Dominica, y el Palacio Errázuriz, que es donde funciona desde hace décadas la embajada de Brasil, en Alameda a la altura de la calle Dieciocho. La iglesia de Buen Pastor fue declarada monumento nacional en el año  1972.
Como vemos es un barrio con historia que no conocemos y con belleza que ignoramos. 
Era un escenario distinto, que dejó todas sus huellas. Que me obligó a sufrir la dificultad de ser transplantado a una ciudad de mayor envergadura, donde mi acento provinciano algo cantadito se convirtió rápidamente en risa de mis nuevos amigos. Mi hermano Rodrigo estaba dando sus primeros pasos y era el centro de la atención y el cariño de la casa. Yo lo extrañaba mucho. Soñaba con Coquimbo a pesar de que mi tío siempre fue generoso y complaciente conmigo.
Era un nuevo escenario, con destartaladas micros San Pablo pasando por Rivera. Con el grifo abierto en el tórrido verano y el griterío infantil festivo de la tarde ardiente.
Es el barrio de Fray Andresito, hermano franciscano que murió con olor a santidad y cuya sangre , según cuenta la leyenda, permanece eternamente liquida. Dicen que es muy milagroso y el fervor popular da testimonio de esto,  a través de las placas que en agradecimiento por favores concedidos colocan sus devotos en gran cantidad.
Sus restos descansan en la iglesia de la Recoleta, donde es venerado por el pueblo. Insisto es un barrio lleno de valores que a veces no sabemos apreciar. Es la otra historia del barrio. La que circula subterránea. La que no vemos.
Como todo barrio popular, sus personajes colocan una nota desgarradora de pobreza, y la esperanza duerme la borrachera en la cuneta inmunda. Pero también llena de humanidad y calidez. Recordar el puente de Los Carros con su vitalidad y energía, o aquellos puestos donde vendían sólo condimentos con su iracundo olor, es penetrar por este mundo verdadero y vigoroso.
También por este sector existe una calle popular cerca de la Vega que lleva por nombre Salas. Don Manuel de Salas fue un gran filántropo protector de los desvalidos, al que el pueblo quiso mucho. "Tatita Salas" le llamaban los desvalidos. Su esposa, otra dama de la caridad y la compasión fue la fundadora del Convento del Buen Pastor, entre otras obras benéficas.
Pasó el verano y llegó el momento de estudiar. Para entonces vivía con mi tía Adela y mi primo Miguel. Mi tía siempre ha tenido una impagable generosidad con todos nosotros. Mi primo siempre  tuvo una rígida personalidad, que a veces caía en el capricho. Vivíamos en calle Gamero casi frente a calle López. Mi tía arrendaba allí una pieza. Tenía una peluquería que le permitía solventarse con suficiencia. Me matriculó en el colegio Santo Tomás de Aquino, que oficialmente se llamaba Miguel Rafael Prado. Allí hice el sexto año de preparatorias. Era un buen colegio dirigido por Monjas españolas del Amor de Dios. Había un par de hermanas jóvenes y bellas, con un acento español atrayente y curioso. No tuve mayores problemas y así no fracasé en los estudios. Las monjas eran bastante severas y cualquier falta  era castigada con un certero reglazo que había que recibir con la palma de la mano extendida y después sobarse para callado. Todos los primeros Viernes del mes había que ir a misa y comulgar. Eso significaba confesarse antes. Era divertido ver la cara de santurrones que ponían los más trasgresores del curso. Y cuando la hostia se te pegaba en el paladar, era porque no habías confesado todos los pecados. Después nos trasladamos a calle Olivos frente a lo que es hoy la Facultad de Química y Farmacia de la Universidad de Chile, y muy cerca del Templo de La Estampa. Otro bello templo que según cuenta la leyenda debe su nombre a un hecho de carácter histórico acontecido por el año 1786.
Cuenta que un pobre campesino creyente en dios  y las ánimas, paseaba por la Plaza de Armas de Santiago, cuando un comerciante de la época le ofreció una estampa impresa de la Virgen de Carmen. Después de mucho insistir el campesino se convenció y se dispuso a la compra. Grande fue su sorpresa que al momento de tomarla, la estampa voló por los aires a pesar de no correr ni una sola brisa y de intentar alcanzarla de varios modos. La estampa siguió volando, hasta detenerse en los terrenos donde más tarde se levantó primero una capilla y luego el templo de tres naves.
Allí el destino quiso que la familia diera su adiós filial a la mamá Adela y a mi padre. En torno al dolor volvimos a encontrarnos. Después del sepelio pasamos al Quitapenas y bebimos largas horas. Hicimos bromas a la muerte, y nos reímos de buena gana. Allí tratamos de ganarle, de salir fortalecidos.
Este Quitapenas en más de noventa años ha despedido con jarros de vino a miles de seres. Allí se han  olvidado del dolor y secado sus lágrimas cientos de miles de deudos. Con distintas ubicaciones pero siempre en la inmediaciones del cementerio, este bar se ha multiplicado por todo Chile, y me atrevería a decir que es parte de nuestro folclor urbano.
Volviendo a lo cotidiano de otros días, uno de los episodios que mas nos causa risa con mi primo Miguel Juica  cuando lo recordamos, es de aquella ocasión en que trajinando los rincones de la casa de calle Gamero, nos metimos en el dormitorio de uno de los miembros dueños de la casa que hacía vida apartada del resto de la familia.
Allí encontramos una gruesa colección de estampillas antiguas y nos llevamos de recuerdo una buena cantidad. Al rato vendimos los recuerdos a un anticuario de Avda. Recoleta y fuimos al Zoológico donde nos hartamos de bebidas y helados con el dinero del botín, además yo no conocía el zoológico y ese fue otro ingrediente nuevo.  Pero el crimen no paga dice el refrán y por algo lo dice. Igual nos descubrieron. Mi tía Alicia, otro arcángel de la generosidad, que le costó una lamentable ingratitud, tenía un restaurante en la calle Santos Dumont, frente al hospital José Joaquín Aguirre que los fines de semana se llenaba de visitantes , que pasaban a apagar su sed, allí  mitigaban sus dolores. Frecuentábamos a mi prima Maria Luz, que era  pícara y despierta y siempre tramaba alguna maldad. Por ejemplo: sacábamos unos rociadores de laca del salón de belleza de mi tía Adela, que deben ser algo así como los antepasados de los sprays de hoy, los llenábamos con agua y partíamos donde mi prima. Cuando faltaba media cuadra para llegar nos rociábamos la frente y llegábamos transpirados como si lloviera. La Mariluz decía: ...mira mamá como vienen de transpirados, pobrecitos.... Era tan insistente, majadera y convincente que lo más sano e inteligente era darnos la bebida o un helado. Con cualquiera de las dos alternativas quedábamos aperados. El que no actúa, no come.
El caso es que le regalamos unas cuantas estampillas del botín, y ella andaba para arriba y para abajo con los sellos. Lo que nosotros no sabíamos era que el morador del dormitorio misterioso era asiduo cliente del restaurante, y es posible que mi tía Adela haya arrendado la pieza a través del contacto con este caballero.
Así fue que un día llamo a la Mariluz y al revisar las estampillas tuvo un presentimiento atroz, que  confirmó más tarde poniendo el grito en el cielo, y la sacada de chucha a nosotros fue impostergable. Quedamos como seditas con mi primo. Mi tía tuvo que buscar otro sitio donde vivir. Pero no éramos malos ni perversos sino traviesos y vivarachos. La disciplina del colegio era más o menos exigente, y nos aplicábamos bien. Muchas veces vestí la ropa que mi primo no usaba. Miguel era a veces caprichoso y armaba berrinches porque mi tía le tejía unos suéteres crecedorcitos, y a veces se le pasaba la mano en el largo de las mangas. Esto irritaba sobremanera a mi primo que no estaba dispuesto a andar con las mangas recogidas como una gobucha. Entonces me lo ponía yo, que no podía andarme haciendo el lindo y  tenía muchos menos remilgos. Mi tía siempre estuvo regalándome zapatos, ropa etc. Creo que ayudó harto a mi padre. Más de lo que éste merecía.
Reinstalado con mi familia terminé el sexto de preparatorias y se vino el verano con todo el calor. En esa época había jardines en las calles llenos de una flores que se habrían con el sol; perritos creo que se llaman y que se contraen con la ausencia de la luz. Son muy aromáticas y bellas. Por las tardes Doña Emelina, una venerable anciana vecina de enfrente sacaba su silla y se sentaba a ver caer la tarde. Su marido, Don Pepe, maestro que reparaba todo y de todo, era un señor bajito con cara de alemán arrancado de la Segunda Guerra, silencioso e introvertido. La instalaba con toda parsimonia. Otro vecino, don José Reyes, también anciano ya, era dueño de una peluquería a la antigua. Sus escaparates estaban llenos de polveras de plaqué, rociadores de esos a los que había que apretarles una pera de goma y la típica suela donde se asentaba la navaja rítmicamente. Por las tardes salía a regar su jardín y luego se sentaba largamente en un banquito que se había hecho en medio de las flores. Sus ojos turbios se perdían en la tarde que caía silenciosamente. Dicen que don José fue guardaespaldas del presidente Alessandri en sus años mozos. Algunos comentarios del barrio afirmaban que fue detective, y otros un soplón.
Cuando el  verano se había instalado de frentón, y por las tardes nos manguereábamos, o alguien abría el grifo, y se desataba la fiesta. O íbamos al frigorífico G. Guglianno de calle Rivera casi al llegar a Avenida Independencia , frente al colegio de  las Teresianas San Gabriel donde estudiaban mis hermanas Mónica y Maritza, y siempre volvíamos con un trozo de hielo que era una insana delicia. A veces comprábamos en el Convento del Buen Pastor los restos de la masa con que se hacían las hostias. Por unos pesos nos daban unos grandes cucuruchos de restos de hostias que eran exquisitas. Palabras mayores era la pastelería del barrio La Nilo, donde se compraban unos berlines inmensos rebosantes de crema pastelera. Además estos berlines eran desconocidos para mi. En Coquimbo no recuerdo haberlos visto. Los helados de la  San Carlos eran un manjar que nadie podía perderse. Sobre todo el de sabor a bocado que era realmente rico. La Alhambra, otra  fábrica de helados, pero de los que se llaman  chupetes, y que en Coquimbo se les llama paletas, también eran como lugares predilectos. Mi papá a veces nos mandaba a comprar sus buenos 15 o 16 helados para tomarlos en la casa.

Allí, en la casa de calle Rivera, alguna vez nos visitó mi tío Carlos, un viejo campechano y Barranquino que además de ser hermano de mi papá Miguel era clon de mi  abuelo, sólo que mucho más pícaro. Era dueño de un ingenio increíble y era mágico en sus descaradas mentiras. Usaba los mismos calzoncillos largos que mi papá Miguel, de esos que le llaman "matapasiones", y se refregaba entre los dedos  con los calcetines, igual como lo hacía mi abuelo. Nos tenía embobados alrededor de su cama hasta las dos de la mañana contando una historias inverosímiles. Una vez contó que el médico le había recomendado pastar a la medianoche igual que las vacas, para mejorarse de  no sé que enfermedad. Así lo hice por tres meses- agregó - Nosotros le preguntamos ¿y qué pasó? - "Que me halla bajado leche niño por Dios"- respondió con una seriedad que nos reímos de buena gana. Llegaba con sus buenos quesos de cabra, un cabrito y golosinas para nosotros. Por ahí anda una fotografía donde mi tío se retrató en el Cerro San Cristóbal. Después llegó a Coquimbo contando que hasta "Chey" le tenían en Santiago. Inolvidable mi tío Carlos.

En esa casa también vi a mi madre trabajar codo a codo con mi papá. Ella cortaba fierro como un verdadero hombre para las rejas, que mi padre armaba. Después las pintaba de un antióxido cafesoso y cuando esta mano se secaba, se aplicaba la pintura final que generalmente era un esmalte negro. A mi me pedía que le pintara "los loros", que eran pequeños espacios de  fierros sin pintar que a ella se le pasaban. Se preocupaba del almuerzo, del colegio, lavaba, planchaba, cosía mi infatigable madre. De sus mágicas manos salieron las más creativas comidas. Es que mi madre es una mujer de otra estirpe. Es de las que con un simple tarro de salmón, hacia empanaditas fritas, tan exquisitas, tan fraternales, tan llenas de ese abrigo protector inconmensurable que es el cariño de una madre. Yo no me puedo quejar. A veces cuando yo regresaba del colegio, ella estaba friendo chicharrones, y pescaba media marraqueta, la llenaba de esta fritura maligna, y la comía con verdadero gozo. Cuando no eran cabezas de  ajo con aceite y sal. Siempre encontró la forma de salvarnos del hambre. Nos hacía ropa, nos tejía chalecos de lana, nos revisaba las orejas y nos mantenía a raya con las travesuras. Sus castigos también eran temibles, y cuando le bajaba el indio buscaba a "su compañera de las horas tranquilas" como le decía al cordón de la plancha o alguna correa que  tenía a mano para corregirnos. Tanto heredé de ella. Su genio, su ira, su irreverencia. A mi vieja nadie le viene con cuentos, y no cabe en estas páginas todo lo que aportó de su temperamento para moldear la personalidad de sus hijos. Según nos contó en alguna oportunidad, ella conoció a mi papá cuando trabajaba de cajera puertas adentro en la panadería La Campana, por el barrio Brasil. Recuerdo alguna foto de esas de estudio, donde sale con los labios pintados en una pose como de estrella de Hollywood. Lucía bella y joven con sus rasgos finos. Una vez, siendo niño le hice una típica pregunta: ¿mamá que es lo más rico que existe en el mundo?. El agua, fue su inteligente respuesta, aunque yo quede  con mis dudas respecto a lo que entendía por rico. Venía de Renca y por extraña coincidencia yo viví en calle Angamos que era la misma calle donde ella vivió, y que además visitamos en un viaje que hicimos desde Coquimbo, en unas vacaciones cuando solo estábamos mi hermano Pato y yo. Incluso en la misma casa en la que yo viví, y que era la de la familia de mi esposa Ximena Valenzuela, había vivido mi tío Eduardo Gallardo arrendando un  par de piezas en sus primeros años de casado. Mi madre lo es todo. Le seguimos debiendo.

Volviendo al barrio, calles como Rivera, Ibáñez López, Escanilla, Barnechea, todos nombres en recuerdo de ilustres personajes de nuestra historia, fueron testigos de una época feliz a pesar de todo. Era un país diferente. Por las tardes se armaban unas pichangas memorables, de esas de quince por lado y jugando a los quince goles. A veces podían durar tres horas sin ni arrugarse. Se daban verdaderos clásicos donde se dejaba todo en la cancha, quiero decir en la calle.
El más importante era Ibáñez v/s Barnechea. Había jugadores excelentes , de gran habilidad con la pelota y ningún vecino se despegaba de la puerta para presenciar el acontecimiento. A veces en pleno fragor de lucha llegaban los pacos y quedaba la arrancadera. No sé porque esta estampida, a lo mejor estaba prohibido jugar, cosa que sería una reverenda estupidez. No quedaba un alma a la vista, y cuando se iban los indeseables volvíamos a lo nuestro . A veces nos dábamos cuenta que los pacos se habían llevado la pelota y por aquí y por allá unas monedas y aparecía otra nueva. Cuando no el Cele, un trabajador oriundo de Puerto Saavedra que era demasiado brioso y vehemente la trancaba como si fuera de cuero y las reventaba. Lo dejaban sordo a chuchadas. O las tiraba arriba del techo. De repente en lo mejor del partido llegaba Manolito un anciano que arrendaba una piececilla en la casa del Rina, y que tenía unos pasitos de duende debido a su avanzada edad y a la evidente semi parálisis. Se paraba la pichanga para que Manolito llegara hasta su puerta, pero cuando la cosa estaba encendida la paciencia  duraba  hasta que un par  de los muchachos lo pescaban en vilo, y lo dejaban parado justo en la puerta de su casa, mientras Manolito echaba mil garabatos. Esperar que hiciera el trayecto con sus pasitos diminutos habría tomado 10 a 15 minutos. Ni cagando.
Nuestra rivalidad deportiva no nos apartaba de la amistad, aunque nos picábamos igual, ya que todos defendíamos una camiseta común en la Liga Independencia: la del Club Social y Deportivo Polo Sur.  Era un barrio solidario donde todos se saludaban y se conocían. Quizás la estrechez de sus calles era la mejor  condición para que ello ocurriera. La noches se alargaban hasta altas horas contando chistes en "El rincón", como le llamábamos a una casa semi abandonada por su dueño, que era una alcohólico inofensivo que sub arrendaba el resto de las piezas. En su frontis habíamos dibujado un arco donde practicábamos desde la mañana. El Bonche, que por esa época era muy niño todavía, mostraba sus talentos futbolísticos que se insinuaban positivos, pero que se desvanecieron con el tiempo.
Los veintiuno de mayo había que ir a ver a los marinos que llegaban desde Valparaíso a la  Estación  Mapocho. Era un espectáculo lleno de gallardía y a uno se le ponía la carne de gallina cuando veía marchar a estos hombres de mar al son de la Marcha de los Nibelungos.
Más tarde la distancia puesta por las instituciones armadas respecto de la  gente mató esta bella tradición. Uno iba a verlos, y  de vuelta pasábamos a la panadería Pinto y comprábamos unos bollitos dulces, conejitos y otras  delicias de la infancia.
En esa época eran muy pocos los que tenían  televisor, y en la calle Pinto la señora Laura cobraba un par de pesos y  te podías sentar toda una tarde a ver televisión. En tardes calurosas Don Jorge Núñez padre de Cristian y Susana, abría generosamente las ventanas de su casa para que  un grupo de chiquillos se agolparan a ver tele. Tenía un Westinhouse de 23 pulgada en blanco y negro, de esos que venían con un mueble. Era la época de Disneylandía en horario de matinée de Domingo, Los tres chiflados, Mi marciano favorito, Maverick, Batman, El agente de C.I.P.O.L., El conejo de la suerte, etc. Inolvidables series de la primera televisión. De los programas realizados en Chile recuerdo "Mientras otros duermen la siesta" que animaba Gabriela Velasco, "Clases Alegres" con Sergio Silva, "¿Quien soy yo?" con Enrique Bravo Menadier, algunos microprogramas como ¿Cuanto sabe Ud.? Con Justo Camacho, El Show del Tío Alejandro, con Alejandro Michel Talento,  ya fallecido. Era la época de Bonanza inmortal serie de Cow Boys  de la televisión mundial.
Don Jorge era un hombre de contextura gruesa, calvo e introvertido, dueño de una bodega de frutas en la calle Lastra cerca de la Vega, al que se le veía pasar con un diario bajo el brazo hacia su buena casa dotada de todo lo soñado por sus vecinos: Televisor, refrigerador, buena familia etc. Era colocolino furibundo y fue el quien me enseñó en silencio,  lo que es la gran institución alba. Nunca supe si Don Jorge sabía que el Colo Colo nació precisamente por estos barrios. En Abril de 1925, una división interna del club Magallanes  dio nacimiento a Colo Colo. Mientras caminaban los disidentes por Independencia hacia avenida Panteón, que hoy se llama avenida Zañartu y que es la calle que da al Cementerio General, se les hizo tarde para comer  y decidieron pasar a El Quitapenas a satisfacer su apetito. Allí fue donde se desarrolló la primera estrategia. Allí nació Colo Colo que tantas alegrías sabe, supo y sabrá darle a Chile. Recuerdo que uno de los mejores técnicos de fútbol que hubo  en el país, don Luis Alamos, "El  zorro", genial estratega que llevó al equipo a la disputa de Copa Libertadores de América en el año 1973, decía  que cuando Colo Colo ganaba el pan del desayuno a la mañana siguiente  era más sabroso y el té más dulce. Hermosa semblanza que capta plenamente el sentir  de un pueblo sufrido que puede ser feliz aunque sea  con una tacita de té y un pan, cuando su corazón está lleno de esta alegría entregada con garra y valor por su equipo. Desde entonces es el club  de mi predilección. Gracias don Jorge.  Yo me hice muy amigo de su hijo Cristián  y su hermana Susana llenó ese espacio de enamoramiento infantil que supongo todos pasamos. Este romance se limitaba a estar cerca , y acaso darnos la mano y sonreír,  y a pesar de eso nos embelesábamos de lo lindo. A veces pasaba tardes enteras teniendo su sonrisa como única reafirmación de mi cariño. Pero era algo absolutamente intenso que me podía hacer ver pajaritos todo el santo día sin atinar a nada. Recuerdo que en una ocasión que fuimos de vacaciones a Coquimbo, llegó a la  casa de mi abuelita Rosa una carta para mi,  de Susana , y  además me mandaba una  fotografía suya, de esas de carne escolar.  Estuve todos los días mirándola como idiota. Cristián era un tanto amanerado y contrastaba mucho con el resto de los rapaces del barrio. Seguramente el excesivo regaloneo había incubado e él un refinamiento infantil delicado e inocente. Su papá veía  con buenos ojos mi amistad con él, que era exactamente lo contrario. A lo mejor pensaba que mi junta influenciaría de forma correctiva en su hijo. Dicen que Cristian finalmente terminó homosexual, junto a Patricio Pavéz, mi primer amigo en el barrio, y que hoy viven juntos en Estados Unidos.

Don Jorge nos llevaba con Cristian al estadio, provistos de una buena cantidad de sándwiches de jamón y queso, la infaltable Coca Cola y el buen maní tostado. La pasábamos de primera. Gracias a él pude ver en vivo y en directo a jugadores de la talla de Pelé, Edú, cuando venían a participar en los famosos Hexagonales de verano con el Santos de Brasil, a Farkas que venía con el Vasas de Hungría, al negro Spencer figura del Peñarol de Montevideo. Recuerdo que por aquellos días se había dado el mito de que el único defensa posible para detener a Pelé, el extraordinario futbolista brasilero, era el "Chita Cruz", baluarte de la defensa colocolina. La verdad era que el "Chita" paraba al astro a patada limpia. Yo estuve en el Estadio Nacional cuando ocurrió un chascarro muy divertido. Jugaba Colo Colo contra el Santos de Brasil, y por supuesto se daba este duelo entre Pelé y el  Chita Cruz. El duelo se desarrolló dentro de lo esperado. El Chita, había anulado al gran astro del fútbol mundial. Se notaba que Pelé estaba ofuscado por este ridículo deportivo al que era sometido por este atrevido jugador. Para más cagarla, en una jugada en que le llega un centro a Pelé, y al momento del salto, el Chita le bajo los pantalones dejando casi a culo pelado a la estrella mundial, que reaccionó propinando un recio golpe de puño a nuestro con nacional. Ambos fueron expulsados, y posteriormente Pelé recordaba para algún programa de televisión este sabroso episodio. Época de grandes deportistas mundialmente reconocidos. Cuando don Jorge  veía que estaba en la ventana me hacía pasar y me instalaba delante del sillón de usaba para él. Yo quedaba a un metro de la pantalla en primera fila.

Otra bella época. La radio también marcaba uno de sus mejores momentos. Recuerdo que cuando volvía del colegio, no más me bajaba de la "11" Ñuñoa Vivaceta llegaba rápido a la casa para alcanzar justo el momento en que transmitían "Lo que cuenta el viento", en Radio del Pacífico, hoy desaparecida. Eran relatos de leyendas campesinas , de entierros y cosas sobrenaturales que estimulaban la imaginación. Luego recuerdo programas como "La bandita de Firulete" y más tarde  los sones del noticiero de Radio Portales, como a eso de la una de la tarde, después la emisión del programa cómico "Hogar Dulce Hogar", con Eduardo de Calixto y un equipo de actores radiales de renombre. El Malón 66 de Radio Chilena con Hernán Pereira que pasaba por su mejor momento de popularidad, y nadie se lo perdía. Se transmitía en las noches en un horario familiar, y era muy grato escuchar esa voz cautivadora de Hernán Pereira. Hoy es un locutor de una emisora FM y no ha perdido para nada ese don de cautivar con su gran condición de comunicador social. "La Tercera Oreja" cuya autoría pertenece al libretista Joaquín Amichatis, audición radio teatral  tradicional en radio Agricultura que  ensoñaba a los auditores entrada la noche santiaguina. Los relatos nocturnos del Siniestro Doctor Mortis eran escalofriantes y más de algún insomnio me robó. En una ocasión mi padre mandó un acróstico basado en el nombre "Puntito" que era un personaje que hacía Esteban Lob en un programa matinal de Radio Chilena, "Despertando el día" creo que se llamaba , y se ganó no sé cuantos paquete de Té Supremo. Quedamos chatos tomando té.
A mi padre le gustaba escuchar por las noches a Patricio Varela, versátil locutor de Radio Portales que se apasionaba con el tema ovnis, y que más tarde se inclinó hacia algunos médium de gran fama por esos días, como lo es el caso de Zé Arigó. De este médium brasilero se hablaba de sanación con sólo palpar con sus manos la parte afectada del paciente. También de complejas operaciones oculares a cuchillo cocinero pelado. Algo así como las prácticas filipinas de sanación, que consisten en la simulación de extirpaciones de órganos malignos. El curandero se empapa previamente las manos con sangre, sin que el paciente pueda verlo, y procede a masajear la parte afectada con teatralidad, hasta que aparenta sujetar entre sus manos el mal  que lo afecta . Algunos pacientes  aseguran haber sanado completamente, y es probable que así sea. Pero prueba además que muchas de las enfermedades humanas parten en la mente. Mens sana in corpore sano. Roberto Sáez otro legendario locutor nocturno tenía un programa en Radio Balmaceda donde invitaba de vez en cuando algunos artistas importantes del país. Allí me estremecí con los dolores de los hermanos Gastón y Eduardo Guzmán, "Quelentaro" que más tarde marcarían un símbolo de las peñas solidarias y clandestinas del tiempo de la dictadura de Pinochet, en las cuales participé con entusiasmo.

Don Viterbo Pavéz Ogáz, el almacenero del barrio por  decirlo de alguna manera, era todo un personaje. Su almacén era de poca monta y todas mañanas se montaba en su  triciclo y partía para la Vega con su clásico pinche en el botapié del pantalón y un lápiz de madera incrustado en la oreja, a buscar las exiguas verduras y el mote para atender los requerimientos de sus pobres caseras. Era muy bromista y en su almacén tenía un teléfono se esos que podía verse en la serie Los Intocables. Un día apareció con un perro tipo chiguagua de patas chuecas al que llamó "Chaplin". Este perro infame no más me veía se lanzaba a ladrarme hasta que desapareciera. Todo su encono se debió, me imagino, a un certero revistazo que le acomodé en la cabeza una vez que el perla quiso morderme. Ahí quedó.
Después de este episodio, quedé grabado a fuego en el cerebro del nefasto animal.

Nuestra pandilla, liderada por este humilde servidor, la integraba el guatón Julián, el guatón Pepe, el Pato Pavéz, El Pilo, el Tito, y otros que hacían méritos para ser aceptados. Las reuniones, que eran convocadas, a través de un silbido, el que al momento de escucharlo los miembros del clan acudían rápidamente. El árbol secreto, que era el punto de reunión está en la calle López, a un costado de la iglesia de la Veronicas, y siempre el guatón Julián se quedaba abajo, debido a su impericia para trepar además de su gordura. Un día se nos ablandó el corazón y entre cuatro logramos subirlo y dejarlo en la primera rama sólida del árbol. No habíamos terminado de jadear cuando uno de los otros chicos le grito: ¡Julián ahí viene tu papá!. El gordo se tiró del árbol y se quebró una pierna. Así con la mejor cara de huevónes le fuimos a contar la tragedia a la mamá de Julián, que nos escuchó sin armar gran alboroto. Estaba un poco ebria, como casi siempre.
Entre otras fechorías que cometíamos estaba cazar palomas para luego encúmbralas, esto es dejarlas volar y luego recogerles el hilo que la atrapaban con un lazo por las patas. También hacíamos plumillas con alfileres que podían ser peligrosas y las disparábamos escondidos en lo jardines, cuando doblaba por Rivera la San Pablo.


Don Juan Grez era un personaje muy pintoresco del barrio. Pequeño de estatura, regordete, de grueso bigote al estilo de los chefs italianos y su inseparable boina negra calada, era de esas personas  que el vulgo llama " potocos". No era tan sociable, pero para estas fiestas era todo gentileza. Propio de una película de Fellini. Tenía un taxi Essex del año 29 o algo así que se caracterizaba por un  taxímetro externo y antiguo, igual a los autos que aparecían en la serie televisiva en blanco y negro "Los Intocables". Don Juan era viudo y tenía cinco hijas y un hijo, una de ellas la Amanda era raja diablos a morirse. De las tres cocos que le llaman. Jugaba pichangas, peleaba, jugaba a las bolitas, luchaba, peleaba a los caballazos, en fin,  las hacía todas. Su padre desesperado por la conducta de su hija llegó a raparla para que no saliera a la calle, pero no había caso siempre se escapaba. Cuando la Amanda veía televisión con los demás en la ventana de don Jorge, el chivateo era fenomenal debido a los manoseos de que era objeto y los que la tenían sin mayor cuidado. No era ni tan fea.

Cuando el club del barrio, el Polo Sur celebraba sus aniversarios, don Juan era número artístico fijo en el show. Todos los años cantaba la misma canción: "En España bendita tierra... Donde puso su trono el amor... " y los muchachos del barrio la hacían blanco de sus bromas cambiando la letra  por una algo más procaz: "En España reinaba el peo... Pero puso su trono el mojón...". El juraba que la algarabía era debido a sus dotes, pero la verdad era otra. La chica Miriam en cambio, si tenía una bella voz y había participado en varios programas radiales y hasta en la televisión en una ocasión. Bella época de calles engalardonadas. Bello concepto social, ingenuo y esperanzador.

Entré a la enseñanza media en medio de un estruendoso resultado en la Prueba Nacional, especie de Prueba de Aptitud Académica chica que se daba al salir de Octavo Básico. La ensoñación sentimental me había alejado de los libros. Era la inevitable edad del pavo. Los posteriores años fueron mejores. A la fecha de rendir la Prueba de Aptitud Académica, la familia buscaba una nueva casa donde vivir. Nos trasladamos a la calle San Luis, Independencia abajo donde se recomenzó la convivencia. Por aquella época mi hermano Pato trabajaba en la Compañía de Teléfonos de Chile e ingresaba a la Universidad Técnica del Estado en jornada nocturna, a la carrera de Mantención Industrial o algo así. Aquella Alma Matar sería más tarde la mía, cuando ingresé a la carrera de Publicidad, en su departamento de Arte y Comunicaciones. La Universidad se me presenta bullante de actividad política. Con pasillos llenos de afiches de distintos candidatos, y con una incontenible energía en todas partes. Era una época que se preparaba para los cambios, ignorante del triste destino que tendría más tarde. La nueva forma de estudiar me hace dedicarme por entero en el no fracaso. Pero inevitablemente viene el encuentro de las vivencias, el descubrir, el diálogo, el crecimiento intelectual. La época donde tu opinión es válida, y en la cual están puestas todas las esperanzas. Jamás olvidaré mi época universitaria, tan reafirmativa, tan sólida, tan humana, tan decisiva en lo ideológico y tan vigente.

El Martes once de Septiembre de 1973, tenía clases de periodismo las dos primeras horas de esa nublada mañana y casualmente estaba temprano en el casino de La Pancha tomando un café con Carlos Carnevali, compañero de  carrera, y por esos días gran amigo. El ambiente estaba enrarecido por el presagio de golpe. La última elección constitucional había desnudado la posibilidad política de la  derecha,  y la posibilidad militar se podía oler en el ambiente. Precisamente ese día el Presidente Salvador Allende visitaría la Universidad desde donde anunciaría su  deseo de llamar a un plesbicito para zanjar las diarias acusaciones de la  oposición . En eso estábamos cuando nos enteramos de un atentado a la antena  de la radio de la universidad, y fuimos testigos oculares de la llegada de jeeps militares por la avenida Sur, hasta  el frontis de la Casa Central.
De repente aparece en el casino, uno de los dirigentes de la universidad a quienes apenas conocía y subido en una silla hizo una alocución para permanecer y defender nuestra casa de estudios. Comprendimos con Carlos la gravedad de la situación y decidimos  que era el momento de retirarse del lugar.  Lo hicimos por el sector de la Quinta Normal, y al salir un militar nos detuvo y nos obligó a transitar sólo en dirección norte. Así fuimos de militar en militar hasta llegar a las riberas del río Mapocho. Desde allí hacia el puente Independencia en una procesión triste, silente y  desconcertada. Llegamos a la casa de un tío de Carlos , que era un empresario del rubro de limpieza y Aseo Industrial,  por el Barrio Bellavista. Cuando llegamos , él estaba  de espaldas, sentado en un sillón bergere  giratorio, con un vaso de whisky y un gran puro en la mano. Estaba feliz de que los Jockers Hunters  se aprestaran a bombardear La Moneda. Para él Allende había sido un verdugo infame y manifestaba abierto apoyo al golpe. Era la patética confirmación de la anuencia empresarial al golpe de Estado. Decidí irme de inmediato a casa y con pánico crucé a pie acortando camino a través de La Vega, saliendo a  Avenida la Paz y  llegando a San Luis. Cuando llegué mi mamá quemaba unos libros míos en el patio. La pesadilla había comenzado. Solo un mes   después pude retomar mis estudios con normalidad, después de chequear mi nombre en una lista que disponía la custodia militar que se hizo cotidiana. Para ingresar al Campus  se retenía el Carné de Identidad en una suerte de portería de emergencia que los militares instalaron en cada entrada de la universidad. Se nos hizo entrega de una tarjeta con perforación IBM como esas con las que antiguamente se hacían las apuestas deportivas de Polla Gol, las que eran canjeadas por el  carné de identidad a la salida de clases.
No hubo vacaciones ese año, y muchos compañeros no pudieron retomar sus estudios. Otros permanecían en calidad de detenidos en el Estadio Nacional, junto a otros millares de compatriotas. Así me enteré que Víctor Jara el inmortal cantor popular que cantaría esa  mañana en que el presidente anunciaría su decisión, fue apresado, conducido al Estadio Chile junto a centenares de compañeros de universidad y luego muerto por torturas. También me enteré de la muerte del camarógrafo Hugo Araya  conocido  en la Facultad como "El Salvaje", por su aspecto de guerrillero permanente, con atuendo al estilo del che.
Todo se descompuso. Hubo reemplazo de profesores, nuevos y sospechosos compañeros, control aquí , control allá nos acostubramos a los bandos aturdidores que incitaban a la delación de cualquier situación sospechosa. Los lockers donde se guardaban materiales del departamento de Arte y Comunicaciones habían sido destrozados a punta de bayoneta en busca de las armas imaginarias. Allí quedó por algún tiempo la incomprensible mueca de violencia, expresada en el mobiliario de  nuestra sala de estudio.
La televisión también había muerto, e interrumpía la  letanía de su programación para acusar a fulano de tal, o poner precio a la cabeza de mengano. Así de grotesco e incivilizado. Después exigen respeto.
El hasta entonces el desconocido miedo fue el pan de cada día. Después era sencillamente terror. Diarios como El Mercurio que habían avivado la cueca aferrado a la libertad de prensa, publicaba a ocho columnas las treinta o más fotografías de los más buscados de entonces. Figura el hoy ministro Arrate, Anibal Palma y otras figuras públicas. Volver a ver la publicación es una bofetada cruel a la cobardía con que se actuó. Así cuando vi los Jockers Hunters dejar caer con precisión las infames bombas comprendí que mi juventud era destruida en un aspecto. Desde entonces fui tenaz opositor silencioso como el resto del país al ignorante y patético traidor que pasó a conducirnos. La figura de Augusto Pinochet marcaría desde entonces mi desprecio por estos militares obsecuentes con un infame traidor que se llena la boca con un honor que desconoce.
Vinieron los difíciles años de la dictadura. Los de las publicaciones clandestinas, de la música clandestina. Era la época del sobresalto cada vez que el la radio anunciaba que "El diario de Cooperativa está llamando" para dar a conocer la desgracia de turno. Las peñas folclóricas llenaron un gran espacio de libertad y junto al descubrimiento del canto se convirtió en una poderosa razón de existir. Junto a un par de amigos cantábamos con entusiasmo y descubrir la  cultura under de mi país fue apasionante. Yo recuerdo haber asistido a un recital de Quilapayún en la universidad, en que hablaba del asesinato de tres mil obreros chilenos en la pampa. Quedé desconcertado e incrédulo. Pero al revisar las páginas de la historia encontré esta  y mil muertes más pasando sin justicia y sin historia.  Leí y  descubrí al Neruda más allá de Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Me interesé en la guerra  civil española, y  comencé un largo camino de compromiso y simpatía por los personajes de mentalidad más avanzadas del país. Es un verdadero país aparte el de los artistas comprometidos con la verdadera cultura. Me interesó la historia de Chile no oficial y me topé con un ejercito de creadores que le ganaban día a día a los dictados del régimen. Comprendí que esta posición político-cultural sobrepasaba las fronteras, y que el dolor latinoamericano era igual al mío. Sosteníamos largas charlas bien regadas en la peña Antilén que estaba frente al cerro Santa Lucía. Después conocí a ese insigne arcángel de la cultura  popular que fue René Largo Farías, quién tras sostener una tenaz lucha contra la dictadura, logró hacer valer su derecho a vivir en Chile. En su "Chile Rie y Canta" nos atrincheramos en el canto y rompimos innumerables madrugadas a punta de guitarra y verso. René era un hombre muy disciplinado y no permitía que los cantores se quedaran bebiendo por beber en su local, así es que regresábamos caminando desde su casa de San Isidro y a veces nos deteníamos en Alameda y Santa Rosa, en uno de esos carritos de fritanga y nos saciábamos con empanadas de queso o sopaipillas. Después nos íbamos a tomar la copa del estribo al Iris, legendario café trasnochador de la bohemia santiaguina, tan descompuesta como el régimen que lo amparaba. O caíamos en la Fuente Holandesa que miraba sórdidamente desde Santa Rosa, con homosexuales ebrios, escandalosos borrachos en medio de la calle o prostitutas groseras y provocativas. La venerable Iglesia   de San Francisco es impunemente ocupada en sus puertas del lado de Alameda por vendedores de huevos duros, de "sanguches de potito", por  delincuentes y adolescentes procaces que ofrecen sexo barato. Toda una fauna noctámbula al estilo de la corte de los milagros. Si uno pasaba por el sector de San Antonio y Alameda, podía presenciar todo tipo de fechorías. Era una esquina peligrosa para los noctámbulo con unas copas de más.
Este ambiente degradado había reemplazado al de los intelectuales del Café Derby, o del Negro Bueno, o del Café Santos. La  calidad de la bohemia se había envilecido, había caído en la  depravación social. A veces se acercaba a nuestra mesa una niñita a  vendernos una escuálida rosa envuelta en un cucurucho de celofán. O venía una mujer a ofrecernos un gigantesco velero de madera a vil precio. En fin. Andaba la desolación y   la tristeza de vereda en vereda buscando el sustento en la generosidad de los transeúntes. Salía por las  noche el pueblo a buscar, como fuera, sobrevivir. Fue el tiempo de una legión de vendedores callejeros que se encaramaban ágilmente en las micros a vender inverosímiles productos taiwaneses. Era la lepra de sociedad de consumo que vendría después. La minúscula y grotesca forma de participar activamente en el mercado de capitales. Por aquella época trabajaba con Pato Muñoz cineasta y dibujante de comías y vecino algo agnóstico y nihilista. Una mezcla de Rosacruz y pro yanqui pero un hombre con el que crecí intelectualmente a lo que es  debate tras debate. Con él  hicimos algo así como sesenta comerciales para televisión en dibujos animados, y fuimos como pioneros de un arte que hoy tiene un desarrollo expectable en el país. Naturalmente de mi amigo supe cada día menos. Posteriormente trabajé en una imprenta en la que trabajaba Carlos Andrade que era el esposo de mi prima Maria Luz. Allí me encontré a poco de andar  con que había sido elegido por los trabajadores  como presidente del sindicato de trabajadores de dicha imprenta. Honor que asumí con todas mis fuerzas en una época que a la luz de los acontecimientos. Podía ser una peligrosa empresa.
Tras un breve período salí de la imprenta para instalarme con Wilfredo Valenzuela e Iván Cardemil en una pequeña oficina de Alameda y Arturo Prat en la que nos desempeñamos como diseñadores gráficos. Gráfica tres se llamaba. Hacíamos pequeños trabajos de dudosa calidad artística. Desde esos balcones vi las primeras manifestaciones de protesta del pueblo  contra la asfixiante dictadura. Con una ira corrosiva y autodestructiva experimenté la impotencia al ver a un carabinero golpear vilmente y arrastrar a una mujer en avanzado estado de gravidez. Un acto repulsivo de un minúsculo y sucio servil de la tiranía, que ni siquiera se lucraba con esta actitud indigna y de una bajeza e impunidad increíble. Más grande era mi odio y desprecio hacia los abusos del dictador. Con el tiempo asumimos el canto como una actividad oficial de fin de semana, y estuvimos presentes en muchas peñas poblacionales donde colaborábamos en solidarios.