El sector de la ciudad donde hoy se ubica la calle Manuel Rodríguez, se llamó en los tiempos anteriores a la Independencia, Guanguali - murmullo de agua - Por aquellos andurriales, que en esos años eran los extramuros de Santiago, no se veía sino ranchitos pajizos y tendales de ropa. El olor a romero y arrayán y algunas acequias a tajo abierto, llenaban el aire de murmulleos cantarinos que hacian más soportable la vida del pobrerío que habitaba allí. Hasta que un día la mala ocurrencia de algún Señorón, hizo deshacer el encanto del arrabal y poner en la esquina norponiente donde termina la calle Agustinas un galpón de paja guarnecido por un altillo donde siviera de vivienda y caseta de vigilancia para los capataces, estableciéndo en ese lugar una venta de esclavos. Eran los tiempos en que se hablaba mucho de a protección al indio, y aceptada su igualdad en el cristianismo, los monarcas españoles para aliviar su servidumbre, instituyeron el tráfico de esclavos.
El Marqués de Casa Real afrontó este despreciable tráfico de ébano humano importándolos desde las costas africanas vía Buenos Aires y Mendoza para los ingenios del Perú, y las casonas aristocráticas de Santiago. Por la Cañada de San Lázaro (asi se llamaba antes de convertirse enla Alameda de las Delicias) entraban engrillados por los tobillos, en dolorosa y atroz peregrinación los infelices negros traídos a sangre y fuego, o transados por aguadierte en los Puertos de Embarque. Con paso cancino transitaban estas "novedosas piezas de servicio" hacia el galpón, no sin arrastrar penosas pestes que diezmaban el piño humano.
Hacía de mayoral de la casa un mulato de nombre Roque, el que ofrecía los negros por diversos precios. Desde 200 hasta 1.000 pesos. Los negros eran ofrecidos bien lavados con agua de las acequias y el mulato destacaba las cualidades de cada uno. Los compradores revisaban minuciosamente la mercadería. Los hacian levantar recios pesos, los hacían encorvarse, les revisaban los pies y la dentadura. Los negros apiñados en el galpón no veían otra salida a su desgracia, que el ser vendidos a alguna casa grande donde su vida pudiese tener algo de alivio. Por eso entre estos infelices había una frase común para llamar su atención: "Tócame Roque" gritaban con lángida esperanza de salir del atroz hacinamiento y mala vida. El pobrerío del llano bautizó el lugar como "La casa de tócame Roque". Se dice que un gran señor santiaguino hizo una fortuna con este depreciable comercio.
En los tiempos de la independencia La Casa de Tócame Roque seguía en pie, aunque desocupada desde el tráfico de los negreros.
Pero su lúgubre vida anterior había llenado de tal espanto al pueblo, que pasada las oraciones nadie se atrevía a transitar por esos andurriales. En las noches de tempestad se oían los lamentos guturales de los desdichados y el silbar de las rachas de viento imitaban el chasquido del rebenque, con que el capataz catigaba las carnes laceradas de los bozales negros.