sábado, 22 de febrero de 2014

LA MUERTE DE VIOLETA

Violeta tomó el revolver entre sus manos. Lo acarició como si fuera un dócil gatito que duerme entre sus pliegues. El peso de ese día hacía sentir un silencio absoluto. Apenas un lejano murmullo cantarino de aguas. Apenas un leve revolotear. Apenas un mínimo gorjeo de avecillas inquietas. La agobiante soledad de la carpa, que crujía de cuando en cuando como si fuera un inmenso barco quieto parecía la soledad de su alma. Su mente viajó lejos, a San Fabián de Alico, allá a San Carlos al caserón de puertas raídas y murallas descascaradas por la sempiterna lluvia sureña, a la hambrienta infancia descalza en perpetuo juego. Recordó el vestido que de algunos retazos multicolores le había hecho su madre como si fuera un hermoso arlequín femenino. Recordó la maldita viruela que sembró de diminutos granos su rostro para siempre, recordó a sus hermanos recorriendo el mercado de Chillán con la vieja guitarra que su padre tocaba en noches de farra pueblerina, cambiando canciones por comida. Viajó hasta El Tordo Azul, aquel difuso bar de calle Matucana en Santiago donde junto a su hermana colmó de versos y de cantos el corazón de los toscos trabajadores de la maestranza tranviaria. Allí conoció el amor. Cruzaron por su mente en un fugaz y vertiginoso segundo las imágenes de aquel teatro en Polonia atestado de gente con banderitas chilenas en sus manos saludando sus versos, la noches francesas de canto en L’escale, el Louvre de París abrigado con sus colosales arpilleras, Gilbert y su rostro pétreo en la llovizna parisina en medio de la plaza, que quedó grabado a perpetuidad en su alma. Se sucedieron vertiginosamente los rostros de sus hijos, padres, hermanos, la carpa casi sin público con sus mesas tristes con las sillas patas arriba, su grabadora, sus gordos cuadernos palpitantes de poesía, su guitarra que yacía junto a ella, la tetera que prodigó calor de mate insomne, el pequeño banco de madera que le acompañó en tantos viajes y tantas jornadas.
La amargura de la incomprensión irradió su alma de un cansancio devastador, como si fuera un cáncer definitivo y final. Atrás quedaban los inconclusos sueños de la Universidad del Folclor. La recopilación patiperra de versos desperdigados por los verdes campos chilenos. Un atronador disparo lleno de rabia quebró el lánguido silencio y una bandada de pájaros cristalinos escaparon alborotados y en desorden desde el pecho de Violeta y se fueron desvaneciendo hacia el cielo, junto a una brisa de mar, una blanca nieve cordillerana, una trilla a yegua, un racimo de uvas frescas, un metafísico pequén de cebollas, un pan amasado, un vaso de vino tinto, su imagen bailando una melancólica cueca sola, un pañuelo blanco que giró gracioso en el aire mientras centenares de copihues rojos entonaron una cueca larga y se elevaron hasta el infinito en una liturgia mágica y eterna.

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