miércoles, 24 de diciembre de 2014

ARBOLES DE MI PATIO




Presidiendo el patio de la casa el fornido damasco cubrió su verde cielo veraniego de pequeños y carnosos soles que caen uno tras otro entregándonos con generosidad su sabrosa carne. Territorio indomable de un enjambre de alborotados y ruidosos pájaros este maravilloso árbol además de prodigar buena sombra que invita a la siesta placentera en la silla de playa, provee a su alado hábitat cantarino del alimento necesario para la subsistencia. En sus anidadas ramas los emplumados padres velan por el crecimiento de sus crías llevando de acá para allá los nutrientes gusanos que alimentan a pico abierto a los esmirriados y legañosos aspirantes a gorriones. El ciclo de la vida presenta un espectáculo maravilloso y perfecto en equilibrio natural. Con generosidad celestial este bello damasco deja caer sus maduros frutos sobre el silente patio, que son recogidos uno a uno como delicado pan pulposo. Más allá el perfume del limonero invade el ambiente con su astringente fragancia penetrante. El naranjo entrega su desapercibida presencia de luminoso fruto que canta con ganas en la chispeante chicha de septiembre. 

Siento un inmenso privilegio de disfrutar de la generosa naturaleza hogareña que en el pasado familiar llenó frascos de sabrosa mermelada derramada sobre la fresca y crujiente marraqueta mañanera. Los árboles tienen alma materna, incondicional, y generosa que acoge bajo su manta la inspiración guitarrera de su canción entonada al son del viento invernal que va desnudando su verde ropaje para recomenzar el ciclo vital.

jueves, 4 de diciembre de 2014

PADRINO CACHO




En la pretérita infancia sesentera coquimbana los días sábado por la tarde traían aparejadas una inusitada maratón de bautizos que se celebraban al amparo de la iglesia católica. La Iglesia San Luis de Coquimbo quebraba la quietud de las tardes sabatinas con su temprano tañir de campanas que llamaban a sus feligreses a ser testigos de la incorporación al mundo católico de un nuevo infante. Para los niños de esa época esto era sinónimo de asistir a la tradicional descarga de monedas que los “Padrinos cachos” aventaban al aire apenas terminada la ceremonia eclesiástica. Varias decenas de niños esperaban ansiosos el momento en que los padrinos de la criatura practicaban esta maravillosa y pagana tradición de bendecir su propia impronta de padres de segunda mano y aventaban puñados de monedas de baja denominación al grupo de niños que coreaba con insistencia el grito de “padrino cacho, padrino cacho”. La algarabía que esto provocaba era de marca mayor. Los niños se disputaban con fiereza la monedas que se resbalaban por los escalones del frontis de la iglesia.
Vestido de acólito miraba con corrosiva envidia como me perdía de ganarme algunas monedas para gastarlas en helados y dulces tal como lo hacía la mayoría de mis rapaces amigos. Siempre el padre Juan me convocaba para asistirlo en la ceremonia, y como gratificación recibía tan solo un par de desaliñados dulces que el reverendo almacenaba en grandes frascos de vidrio. Siempre llegaba tarde a la repartija. Entre sacarme la sotanilla blanca, doblarla y guardarla con aire santurrón en la cómoda de la sacristía, lavar la copa y guardar el vino se me iba todo el tiempo y cuando lograba salir de la capilla ya no había nada que recoger.
Refunfuñando de rabia regresaba a mi casa maldiciendo mi mala fortuna. Si bien ser un acólito era bien visto entre mis pares, no había reparado en esta desigual desventaja en la quedaba respecto a los otros. Otro sábado y otra vez perdiendo la paciencia con esta nominación infame que me despojaba de la posibilidad de disfrutar de golosinas.
Hasta que me aburrí de hacer toda la pega para que otros disfrutaran y con mi mejor caradura acompañé a los padrinos hasta la salida de la iglesia y sin ninguna vergüenza y sin decir palabra alguna tiré de la manga del padrino para decirle sin que se diera cuenta el padre Juan que yo también era niño y que merecía una legítima retribución por mi desempeño. El padrino se metió la mano al bolsillo y depositó en mis manos de puruña un grueso puñado de monedas. Tanto que no hallaba bolsillo donde meter tan ansiado tesoro. Pero no faltó el vivo que se dio cuenta de la maniobra y viviendo por detrás me pegó en el codo, lo que hizo que parte de mis monedas cayeran esparcidas por el suelo. Hirviendo de indignación cogí al maldito envidioso por el cuello y de propiné una seguidilla de puñetes en pleno rostro y rodamos por la escalera como dos animalillos enfurecidos y ciegos de ira. Yo más enardecido que el bromista vivaracho. Cuando me acordé que andaba con la sotanilla puesta, ya era demasiado tarde. Estaba revolcada entera y casi no se podía distinguir su color blanco. Hasta ahí llegó mi carrera clerical. Bajo la ácida reprimenda del padre Juan no volvería jamás a ser un monaguillo. Regresé a mi casa algo magullado, pero con el alma tranquila de haber sabido defender lo que me había ganado. No sé si hoy pervive esta vieja tradición de los padrinos cachos, pero aún pervive en los recuerdo de mi infancia porteña.

viernes, 10 de octubre de 2014

MI AMIGO


Hurgando entre libros viejos tristemente abandonados en herméticas cajas de cartón cerradas y selladas como fuesen a ir a parar a otro recóndito rincón de la casa, me encuentro un pequeño libro de lectura de mi infancia. “Mi Amigo” de Roberto Vilches Acuña. Lo hojeo con cariño, casi con ternura mientras mi mente viaja hasta la Escuela Primaria Nº 5 de Coquimbo, donde conocí mis primeras letras. A sus amplios patios donde jugabámos las más increíbles pichangas, o las vertiginosas persecuciones jugando al Paco - ladrón. Las carreras desesperadas para evitar ser “pintado” y quedar congelado esperando el rescate de un compañero que aparece de la nada. Evoco mi banco de madera que tiene un orificio para poner un tintero, a pesar que a esa altura del siglo ya no se usaban estos contenedores de tinta. Recuerdo la polvorienta pizarra opaca de tanta almohadilla pasada sin sacudir. Como si estuviese viviendo esos días veo entrar a la sala de clases a un auxiliar que trae una inmensa tetera llena de leche y va banco por banco llenando los jarritos de aluminio dispuestos por cada niño en su lugar. Luego saca de una caja los duros galletones  que la escuela entrega como desayuno para todos.  Recorro las páginas del libro despacio, con la lentitud que se requiere para que los recuerdos no se atropellen en mi cabeza. Casi con asombro voy revisitando sus contendidos de quinta preparatoria cuando a la sazón tenía 10 años. Me encuentro con poesías de Amado Nervo, de Rabindranath Tagore, Lucía Condal, Juana de Ibarbourou, Juan Ramón Jiménez, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Carlos Pezoa Véliz  todas las poesías ilustradas con las bellas imágenes de Hernán Zamora Leverton. Cada página viene con sus ejercicios de comprensión de lectura poniendo énfasis en el correcto uso de la ortografía, ejemplificando cada uno de los pasos que requiere la buena y correcta lectura. Hay adivinanzas, relatos, historias…Pienso con tristeza ¿en que parte del camino mi país perdió el norte en la educación? ¿acaso estos no eran buenos contenidos? ¿no apuntaban a hacer una mejor persona? ¿Por qué no se fortalecieron estas instancia que dieron buenos resultados? Hoy parece que la formación de educandos está relegada al pragmatismo, a la inmediatez, al facilismo digital y cibernético de la rápida respuesta. ¿Sabrán los niños de hoy quienes son los personajes antes nombrados? Estamos en una época de oscuro embrutecimiento domiciliario estimulado por Plays Stations , video clips y redes sociales que a veces no dejan ver el bosque.

martes, 23 de septiembre de 2014

MI VECINO "EL BAUCHA"



La mañana se instaló luminosa y fresca en las faldas del cerro de Renca. El macizo atalaya mira desde su silente verdor la explanada donde viven varios centenares de renquinos. Un enjambre de pájaros parapetados en el florido aromo, entonan su cristalino y desordenado trinar matutino. ¿Han visto a mi tío Agustín? Parece silbar con palabras el inquieto Chincol. A lo lejos una lechuza aletea y abre sus alas en la punta de un gran árbol, mientras los gorriones arman una zalagarda de padre y madre en la copiosa copa del árbol.
Mi vecino “El Baucha” detiene el barrido de la vereda, se apoya en la escoba y alza levemente su rostro  para escuchar con mayor atención el lenguaje musical de las aves. Así permanece unos interminables segundos parando la oreja para captar con mayor precisión toda esa bella  algarabía. Se acomoda el gorrito de lana celeste tirando a fucsia que suele ponerse en los días más fríos, acomoda su bufanda del mismo color y reanuda con lentitud su quehacer de aseo. En un pilar de madera de su pequeño patio hay un pequeño espejo sujeto por una tachuelas y con una esquina quebrada donde comienza la ceremonia el afeite diario. Trae su lavatorio, su jabonera, su hisopo y la vieja máquina de afeitar que coloca sobre el improvisado peinador. Se aferra una toalla al cinto tal como hacía con los sacos harineros que usaba en su jornada de trabajo del Matadero de Santiago. No había podido desterrar esa costumbre aún cuando su vida laboral de matarife había llegado a su fin varios años a la fecha.  Se afeita con la parsimonia de sus años. Lentamente va rasurando su ajada piel. Tras la liturgia cotidiana entra en su casa para salir después de una hora flamantemente vestido de terno café claro, sus zapatos pulcramente lustrados y su corbata con un vistoso chiche correctamente anudada. Su infaltable bolsita que lo acompaña siempre. Con paso cansino se dirige al paradero de la 408. El bus del Transantiago que lo dejará en la parada Cal y Canto de Mapocho. De ahí a La Vega, su hábitat natural, hay sólo un paso. Es allí donde se siente a sus anchas rodeado de sus amigos de antaño. Con ellos mata las tardes jugando cartas y conversando de tiempos idos, cuando la destartalada micro “71 A” San Pablo pasaba por Bandera hacia el norte y cruzaba el puente Independencia, doblaba en Borgoño y luego tomaba la calle Maruri hasta Rivera, luego Vivaceta y frente a calle Gamero tomaba la diagonal Salomón Sack en el corazón de la Población Juan Antonio Ríos, hasta llegar al borde de la Panamericana Norte y alcanzar Domingo Santa María. Siempre repletas de gente, recordaba cuando se subía de un salto para regresar colgando a casa, trayendo víveres y frutas.
Era la época de andar cantando atarrados con el Nano Núñez en La Viseca por allá por Chuchunco (Estación Central), en El Matadero, en La Vega, y las interminables noches de “Casas de Tolerancia” cantando junto al piano de la casa acariciado con destreza por el negro Palominos. De allí, de esos lugares salió el material que se plasmaron en las cuecas que escribió con grandes letrones en su cuaderno de composición. Recordaba con sus amigos aquellos días cuando cantaba en Peñaflor bajo soleados emparronados bebiendo los deliciosos arreglados de durazno que “El Buey” preparaba con tanto cariño. Juergas interminables de vida y canto que fueron moldeando esa arcilla chilenera que lo acompañó siempre…

No era de andar dando lecciones ni llenando de enseñanzas a nadie, pero era un frondoso árbol que dejaba caer sin pretenderlo los codiciados frutos de su sabiduría chilenera.

lunes, 8 de septiembre de 2014

EL RUISEÑOR CANTA HASTA MORIR


(HOMENAJE A LUIS HERNAN ARANEDA ORELLANA, “EL BAUCHA”)


En el Santiago de los años treinta, en esa época casi desvanecida en la memoria colectiva de la capital se escuchaba a diario el trinar melodioso de un niño, de un pequeño ruiseñor, que encaramado en el carretón de su padre cantaba a pulmón batiente las canciones que acunaron su infancia. Al grito de: “Sandillas con canto” se promocionaba la venta al menudeo de esta típica delicia chilena por allá por Chuchunco, como se llamaba al sector de la Estación Central y sus alrededores. Los camiones cargados de sandías llegaban hasta la animita de Romualdito, un ícono trágico del barrio en la calle San Borja , y de allí se instalaban a vender la mercadería. “Sandillas con canto” voceaban los caseros mientras el pequeño Luis cantaba entonadamente un variopinto repertorio de tonadas y cuecas. Así fueron sus primeros pasos en el canto. Así creció con ese don único que la divina providencia le prodigó. No le dio riquezas, pero de dio el canto que a la postre le abriría muchas puertas y le daría muchas satisfacciones que le llenaron su corazón de alegría.
Por el canto y gracias a el, ingresó al mítico Matadero de Santiago a trabajar como matarife, profesión que por aquellos días era sólo para elegidos en la imaginería popular de esos tiempos. Era para hombres rudos, valientes y esforzados. La rudeza de las faenas chapoteando en sangre fresca los pies descalzos en las frías madrugadas donde los rudos matarifes cargaban sobre sus hombros la palpitante carne recién sacrificada y la llevaban al hombro de aquí para allá en una jornada febril, vigorosa, llena de un incesante y agotador quehacer que duraba hasta la media tarde. Después había que cumplir con los sagrados códigos de los hombres del Matadero. El mismo buen caldo de patas con ají de la madrugada, el vaso de vino tinto al seco para empezar a conversar, el pebre, la noble marraqueta o la rebanada de tortilla sumergida en el ají en pasta. El canto, la sandunga cotidiana y permanente era parte de la luminosa rutina ,
Una tarde cantando en El Rosedal, una mítica Quinta de Recreo de Gran Avenida se le acercó un hombre y le hizo ver que había perdido mucho tiempo. Que debía estampar su talento en los nostálgicos surcos de los mágicos vinilos de la época. Que lo llamara le dijo. Le dio una tarjeta que Luis guardó en el bolsillo de su paltó. Nunca lo llamó. hasta aquella tibia tarde de septiembre en que iba a la Plaza de Armas a ver al gran Humberto Campos, la primera guitarra de Chile, cuando se reencuentra a boca de jarro con el Sr. Neucelles, el hombre de la tarjeta que era un alto ejecutivo de una compañía disquera y lo insta a visitar en ese mismo momento los estudios de grabación de la empresa. Era la Odeón. Quedó deslumbrado ante tanta comodidad para cantar. Sin pensarlo dos veces reunió a sus compañeros de canto, los contagió de su entusiasmo y nacieron Los Chileneros que plasmaron en un disco el alma cuequera de un Chile auténtico, de lenocinios, veguino con alma de carrilano. Ese Chile atorrante pero genuino. Ese Chile capaz de ser feliz en la adversidad. Ese Chile que hizo sonar con gracia las cucharas, que hizo vistió de luz los diminutos platillos de café en el rítmico tañir cuequero, las sillas de madera terciada que sonaban bellas en la improvisación farrera y madrugadora de las noches de juerga prostibularia. En las sombras desvergonzadas y descaradas de la bohemia mapochina, arrabalera, de los bajos fondos donde la puñalada artera solía salir al baile en la embriaguez insensata. Así se fundía canto y vida en una mágica amalgama de chilenidad.
Después vinieron los desengaños, la inevitable soledad. Estaban solo él y su canto de cara al futuro. Y siguió su camino predestinado imposible de desterrar de su corazón. Nació para cantar cuecas. Era su sangre y su oxigeno. Su razón de vivir. Si no vivía del canto, no vivía sin el canto. Decidido a morir con las botas puestas recorrió un sinnúmero de escenarios derrochando su talento. Hoy su voz se va extinguiendo lentamente sin nada que se pueda hacer. Se aleja de nosotros de a pie. Con paso lento y silente como quien empieza a deshacer el camino andado. Siempre de riguroso terno. Con esa elegancia popular. Con las manos limpias y la mirada ancha con la que nos entregó un pedazo de patria pura y luminosa que destempla la voz en una cueca irrenunciable y fundida a fuego en su corazón renquino. El Baucha es Chile que canta y zapatea cuando quiere y como quiere en el corazón de la patria que lo acoge y lo inscribe con letras de oro en la historia de la música de Chile. Larga vida al gran maestro.

lunes, 25 de agosto de 2014

COCOLICHE


Todo se llenó de colores. La calle Aldunate se vio atestada por una gran cantidad de gente. La esperada fiesta cayó de bruces por todos los rincones de Coquimbo. La challa llenaba las veredas con su nevada carga de alegría. Había pequeños estruendos de guatapiques, estrellitas, petardos y pulguitas. La algarabía era general. Los niños corrían por las aceras esquivando con destreza a las personas y aventando challa al prójimo para contagiarlos de esta felicidad colectiva. Era una fiesta pura. La gente se reunía por las noches en El Empalme en gran cantidad para presenciar una función de cine al aire libre. Un gran telón se había instalado en la terraza de Fala. Charles Chaplin en blanco y negro, hacia reír a carcajadas a la sana concurrencia provinciana que compartía sin exclusiones ni diferencias. No había distinciones. Para los niños de entonces las Fiestas de la primavera con sus maravillosas “farándulas” era el imperdible del año. Los desfiles uno tras uno de Colosos, que eran unos inmensos camiones que acogían en su acoplado la fantasía artística de la juventud expresada en bellas representaciones de hermosas reinas, sirenas, palmeras, y bellas musas saludando pausada y parsimoniosamente a su paso a la gente que colmaba las veredas y que saludaba con sus manos agitadas a los corsos. Un sano bullicio inundaba todo el ambiente. El Bar Santiago estaba repleto de parroquianos que conversaban animadamente las “Pilsen” . La Radio Riquelme transmitía de cuando en cuando y desde sus estudios ubicados al lado de El Empalme todos los pormenores de la tradicional fiesta coquimbana. El “Andes Mar Bus”, que provenía de Santiago tuvo muchas dificultades para estacionar el bus en su oficina - terminal de El Empalme. Carabineros tuvo que disponer de otro sitio para la llegada de los buses. El Club Radical tenia agotada su capacidad para recibir a los comensales que gustaban de la famosa cocina de la tienda política, rica en platos de autentica chilenidad como perniles con papas cocidas y ají rojo en pasta, plateadas a la olla, cocimientos, chupes y otras especialidades. Todo Coquimbo celebraba en las calles. Sin embargo yo había tenido que pagar un alto precio para estar allí. Debí beberme de un sorbo un asqueroso jarabe de bacalao, que mi abuela - mamá Adela aseguraba con toda certeza ser excelente para prevenir todas las enfermedades. Después nos hacia chupar una mitad de naranja para compensar y pasar este momento amargo. 
Procurando olvidar el sabor del bacalao, me metí entre las piernas de los de la primera fila. Estaba toda la gente espectante porque se había anunciado que el Coloso donde venía “Cocoliche” estaba próximo a llegar . Nosotros lo esperábamos con inquietud.
"Cocoliche", era un tosco y pintarrajeado muñeco gigante con cara de niño, y una estática sonrisa permanente, Este muñeco itinerante llevaba la alegría a todos los niños de Chile, y su presencia en los nostálgicos clásicos universitarios, ponía esa nota de magia infantil sana e inocente. 
Asomé mi cabeza por entre la gente, atento a cualquier maniobra. Pronto vi avanzar entres los Colosos al que traía a Cocoliche. Mis pequeñas manos transpiraban de emoción. Pronto Cocoliche pasaría frente a mi.
No había alcanzado a pensarlo cuando en una gran y calculada reverencia Cocoliche quedó a unos escasos centímetro de mi cara. Un terror inimaginable se apoderó de mi ante la extrema cercanía de esta monumental máscara pintarrajeada e inexpresiva con esa cara de cartón carente de emoción, y sin poder impedirlo salió de mi un monumental grito de horror que descolocó a mis tias que me sujetaban fuertemente de la mano. Después en la inevitable retrospectiva convengo que fue un acto de justicia. No se puede atentar contra la pureza de la infancia creando muñecos tan horripilantes como ese.

martes, 19 de agosto de 2014

LA CALAHUALA



Cruzó con pasos paquidermos el umbral de la Quinta de Recreo vecina a su casa. Venía cansado después un largo día de trabajo en su pequeña bodeguita. Ese nefasto día su nieto había sido aplastado por el portón de su local que se había desprendido de su dintel sin ninguna explicación. Afortunadamente el niño no sufrió ningún daño en este episodio. En el lúgubre interior de la Quinta había uno que otro parroquiano bebiendo vino y mirando con desgano el espectáculo que se ofrecía. El olor a encierro rancio de vino avinagrado característico de ese sitio inundó su nariz. El piso de tierra parecía haber absorbido muchos derrames en los excesos cotidianos. Venía a este sórdido lugar de cuando en cuando a beber una botella de vino antes de regresar al casa. Se sentó junto a una mesa  ataviada de un manchado mantel cuadrillé rojo y blanco. Su figura regordeta, con suspensores y en mangas de camisa blanca arremangada, testimoniaban el fin de la jornada laboral. Su calva estaba perlada de  sudor. En el centro de la mesa había un vaso con servilletas de bordes recortados armoniosamente dispuestas en forma de cono, un pequeño salero, un dispensario para la mostaza y uno para el ají. Llamó al desaliñado mozo que vino con indiferencia a atenderlo. Le ordenó una botella de vino. El joven casi sin mirarlo y haciendo como que escribía en una mínima comanda se retiro a buscar el encargo. Regresó con una botella del mosto en una bandeja de aluminio redonda en cuya etiqueta podía verse la caricatura de un mozo de frac llevando la misma bandeja junto a la marca Santa Carolina. Tres estrellas coronaban el cielo de su envase. Traía además un chato y solitario vaso vinero.
Moviéndose por el pasillo que dejaban las corridas de mesas un artista muy amanerado gesticulaba entornando arabescas sus manos hacia el cielo, cantaba y giraba grácil de aquí para allá al son de la cansada guitarra y en sus torpes giros semi ocultaba de momento en momento su rostro con un abanico desplegado en todo su esplendor. Vestía un pantalón blanco ajustadísimo a su cuerpo, un camisón hawaiano de seda floreado anudado en su cintura y calzaba unos mocasines apache de gamuza de esos de media suela de badana color café mostaza. Se esforzaba en transmitir su energía al público asistente que miraba sin convencerse de la calidad del número. Mi papá Miguel recortó un pequeño trozo de servilleta y depositó en él una pizca de sal. Con maestría hizo un papelillo y tras cartón llamó al desorientado mozo. Le entregó el diminuto sobre con la orden de entregárselo al artista.

Cuando este lo abrió sus ojos se llenaron de indignación y dirigiéndose a mi abuelo lo increpó con dureza: ”¡cada uno hace lo que puede, viejo de mierda!”

lunes, 11 de agosto de 2014

EL QUESO DE CABRA



Tomó entre sus manos el raído tostador. La iluminada mañana porteña se filtraba por todos los recovecos del patio de la casa. Sentado en su banco de madera color celeste, golpeó la desvencijada lata contra el atormentado tronco del durazno que gobernaba silente el patio de luz. Los pequeños restos carbonizados adheridos a la lata se diseminaron instantáneos en el breve espacio. Una tenue y lechosa luz matinal iluminó su rostro en el amanecer del puerto. Los suspensores de cuero serpenteaban graciosos sobre la barriga de mi abuelo en la curvatura obligada ante brasero incandescente.
Cogió el menudo queso de cabra y con una delicadeza y una suavidad  sublime  cortó dos, tres,  o cuatro  gruesas y generosas láminas con su cortaplumas. Los depositó sobre el tostador  mientras  murmuraba entonadamente y en voz baja, una vieja canción victrolera de sus años de juventud … El pan se tostaba silente en la suave brasa machuelera, changa, portuaria y madrugadora.
La tetera en tanto , coronada por su hija pequeña, portaba el recién remojado té en ramas, silbaba dulcemente su natural y transparente alerta vaporosa en la fraternidad del tibio  brasero familiar invernal.
El maduro queso de cabra crepitaba lado y lado sobre el tostador. Mi abuelo lo manipulaba con gran   habilidad para dorarlo vuelta y vuelta, hasta llegar palpitante, glorioso  y chirriante al pan francés calientito recién abierto en dos caras humeantes para convertirse en el símbolo del desayuno coquimbano. Emparedado con la tostada enmantequillada , junto al bello tazón de cremopal que tiene estampada en letras doradas la palabra: “Felicidades” rebosante de té “Sultán” su marca preferida.
En otras ocasiones una buena taza de “cocho” semi espesa y humeante coronaba la mesa de esa identidad coquimbana.