Cruzó con pasos paquidermos el
umbral de la Quinta de Recreo vecina a su casa. Venía cansado después un largo
día de trabajo en su pequeña bodeguita. Ese nefasto día su nieto había sido
aplastado por el portón de su local que se había desprendido de su dintel sin
ninguna explicación. Afortunadamente el niño no sufrió ningún daño en este
episodio. En el lúgubre interior de la Quinta había uno que otro parroquiano
bebiendo vino y mirando con desgano el espectáculo que se ofrecía. El olor a
encierro rancio de vino avinagrado característico de ese sitio inundó su nariz.
El piso de tierra parecía haber absorbido muchos derrames en los excesos
cotidianos. Venía a este sórdido lugar de cuando en cuando a beber una botella
de vino antes de regresar al casa. Se sentó junto a una mesa ataviada de un manchado mantel cuadrillé rojo
y blanco. Su figura regordeta, con suspensores y en mangas de camisa blanca
arremangada, testimoniaban el fin de la jornada laboral. Su calva estaba
perlada de sudor. En el centro de la
mesa había un vaso con servilletas de bordes recortados armoniosamente
dispuestas en forma de cono, un pequeño salero, un dispensario para la mostaza
y uno para el ají. Llamó al desaliñado mozo que vino con indiferencia a
atenderlo. Le ordenó una botella de vino. El joven casi sin mirarlo y haciendo
como que escribía en una mínima comanda se retiro a buscar el encargo. Regresó
con una botella del mosto en una bandeja de aluminio redonda en cuya etiqueta
podía verse la caricatura de un mozo de frac llevando la misma bandeja junto a
la marca Santa Carolina. Tres estrellas coronaban el cielo de su envase. Traía además
un chato y solitario vaso vinero.
Moviéndose por el pasillo que
dejaban las corridas de mesas un artista muy amanerado gesticulaba entornando
arabescas sus manos hacia el cielo, cantaba y giraba grácil de aquí para allá
al son de la cansada guitarra y en sus torpes giros semi ocultaba de momento en
momento su rostro con un abanico desplegado en todo su esplendor. Vestía un
pantalón blanco ajustadísimo a su cuerpo, un camisón hawaiano de seda floreado
anudado en su cintura y calzaba unos mocasines apache de gamuza de esos de media
suela de badana color café mostaza. Se esforzaba en transmitir su energía al
público asistente que miraba sin convencerse de la calidad del número. Mi papá
Miguel recortó un pequeño trozo de servilleta y depositó en él una pizca de
sal. Con maestría hizo un papelillo y tras cartón llamó al desorientado mozo.
Le entregó el diminuto sobre con la orden de entregárselo al artista.
Cuando este lo abrió sus ojos se
llenaron de indignación y dirigiéndose a mi abuelo lo increpó con dureza: ”¡cada
uno hace lo que puede, viejo de mierda!”
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