martes, 19 de agosto de 2014

LA CALAHUALA



Cruzó con pasos paquidermos el umbral de la Quinta de Recreo vecina a su casa. Venía cansado después un largo día de trabajo en su pequeña bodeguita. Ese nefasto día su nieto había sido aplastado por el portón de su local que se había desprendido de su dintel sin ninguna explicación. Afortunadamente el niño no sufrió ningún daño en este episodio. En el lúgubre interior de la Quinta había uno que otro parroquiano bebiendo vino y mirando con desgano el espectáculo que se ofrecía. El olor a encierro rancio de vino avinagrado característico de ese sitio inundó su nariz. El piso de tierra parecía haber absorbido muchos derrames en los excesos cotidianos. Venía a este sórdido lugar de cuando en cuando a beber una botella de vino antes de regresar al casa. Se sentó junto a una mesa  ataviada de un manchado mantel cuadrillé rojo y blanco. Su figura regordeta, con suspensores y en mangas de camisa blanca arremangada, testimoniaban el fin de la jornada laboral. Su calva estaba perlada de  sudor. En el centro de la mesa había un vaso con servilletas de bordes recortados armoniosamente dispuestas en forma de cono, un pequeño salero, un dispensario para la mostaza y uno para el ají. Llamó al desaliñado mozo que vino con indiferencia a atenderlo. Le ordenó una botella de vino. El joven casi sin mirarlo y haciendo como que escribía en una mínima comanda se retiro a buscar el encargo. Regresó con una botella del mosto en una bandeja de aluminio redonda en cuya etiqueta podía verse la caricatura de un mozo de frac llevando la misma bandeja junto a la marca Santa Carolina. Tres estrellas coronaban el cielo de su envase. Traía además un chato y solitario vaso vinero.
Moviéndose por el pasillo que dejaban las corridas de mesas un artista muy amanerado gesticulaba entornando arabescas sus manos hacia el cielo, cantaba y giraba grácil de aquí para allá al son de la cansada guitarra y en sus torpes giros semi ocultaba de momento en momento su rostro con un abanico desplegado en todo su esplendor. Vestía un pantalón blanco ajustadísimo a su cuerpo, un camisón hawaiano de seda floreado anudado en su cintura y calzaba unos mocasines apache de gamuza de esos de media suela de badana color café mostaza. Se esforzaba en transmitir su energía al público asistente que miraba sin convencerse de la calidad del número. Mi papá Miguel recortó un pequeño trozo de servilleta y depositó en él una pizca de sal. Con maestría hizo un papelillo y tras cartón llamó al desorientado mozo. Le entregó el diminuto sobre con la orden de entregárselo al artista.

Cuando este lo abrió sus ojos se llenaron de indignación y dirigiéndose a mi abuelo lo increpó con dureza: ”¡cada uno hace lo que puede, viejo de mierda!”

No hay comentarios:

Publicar un comentario