(HOMENAJE A LUIS HERNAN ARANEDA ORELLANA, “EL BAUCHA”)
En el Santiago de los años treinta, en esa época casi desvanecida en la memoria colectiva de la capital se escuchaba a diario el trinar melodioso de un niño, de un pequeño ruiseñor, que encaramado en el carretón de su padre cantaba a pulmón batiente las canciones que acunaron su infancia. Al grito de: “Sandillas con canto” se promocionaba la venta al menudeo de esta típica delicia chilena por allá por Chuchunco, como se llamaba al sector de la Estación Central y sus alrededores. Los camiones cargados de sandías llegaban hasta la animita de Romualdito, un ícono trágico del barrio en la calle San Borja , y de allí se instalaban a vender la mercadería. “Sandillas con canto” voceaban los caseros mientras el pequeño Luis cantaba entonadamente un variopinto repertorio de tonadas y cuecas. Así fueron sus primeros pasos en el canto. Así creció con ese don único que la divina providencia le prodigó. No le dio riquezas, pero de dio el canto que a la postre le abriría muchas puertas y le daría muchas satisfacciones que le llenaron su corazón de alegría.
Por el canto y gracias a el, ingresó al mítico Matadero de Santiago a trabajar como matarife, profesión que por aquellos días era sólo para elegidos en la imaginería popular de esos tiempos. Era para hombres rudos, valientes y esforzados. La rudeza de las faenas chapoteando en sangre fresca los pies descalzos en las frías madrugadas donde los rudos matarifes cargaban sobre sus hombros la palpitante carne recién sacrificada y la llevaban al hombro de aquí para allá en una jornada febril, vigorosa, llena de un incesante y agotador quehacer que duraba hasta la media tarde. Después había que cumplir con los sagrados códigos de los hombres del Matadero. El mismo buen caldo de patas con ají de la madrugada, el vaso de vino tinto al seco para empezar a conversar, el pebre, la noble marraqueta o la rebanada de tortilla sumergida en el ají en pasta. El canto, la sandunga cotidiana y permanente era parte de la luminosa rutina ,
Una tarde cantando en El Rosedal, una mítica Quinta de Recreo de Gran Avenida se le acercó un hombre y le hizo ver que había perdido mucho tiempo. Que debía estampar su talento en los nostálgicos surcos de los mágicos vinilos de la época. Que lo llamara le dijo. Le dio una tarjeta que Luis guardó en el bolsillo de su paltó. Nunca lo llamó. hasta aquella tibia tarde de septiembre en que iba a la Plaza de Armas a ver al gran Humberto Campos, la primera guitarra de Chile, cuando se reencuentra a boca de jarro con el Sr. Neucelles, el hombre de la tarjeta que era un alto ejecutivo de una compañía disquera y lo insta a visitar en ese mismo momento los estudios de grabación de la empresa. Era la Odeón. Quedó deslumbrado ante tanta comodidad para cantar. Sin pensarlo dos veces reunió a sus compañeros de canto, los contagió de su entusiasmo y nacieron Los Chileneros que plasmaron en un disco el alma cuequera de un Chile auténtico, de lenocinios, veguino con alma de carrilano. Ese Chile atorrante pero genuino. Ese Chile capaz de ser feliz en la adversidad. Ese Chile que hizo sonar con gracia las cucharas, que hizo vistió de luz los diminutos platillos de café en el rítmico tañir cuequero, las sillas de madera terciada que sonaban bellas en la improvisación farrera y madrugadora de las noches de juerga prostibularia. En las sombras desvergonzadas y descaradas de la bohemia mapochina, arrabalera, de los bajos fondos donde la puñalada artera solía salir al baile en la embriaguez insensata. Así se fundía canto y vida en una mágica amalgama de chilenidad.
Después vinieron los desengaños, la inevitable soledad. Estaban solo él y su canto de cara al futuro. Y siguió su camino predestinado imposible de desterrar de su corazón. Nació para cantar cuecas. Era su sangre y su oxigeno. Su razón de vivir. Si no vivía del canto, no vivía sin el canto. Decidido a morir con las botas puestas recorrió un sinnúmero de escenarios derrochando su talento. Hoy su voz se va extinguiendo lentamente sin nada que se pueda hacer. Se aleja de nosotros de a pie. Con paso lento y silente como quien empieza a deshacer el camino andado. Siempre de riguroso terno. Con esa elegancia popular. Con las manos limpias y la mirada ancha con la que nos entregó un pedazo de patria pura y luminosa que destempla la voz en una cueca irrenunciable y fundida a fuego en su corazón renquino. El Baucha es Chile que canta y zapatea cuando quiere y como quiere en el corazón de la patria que lo acoge y lo inscribe con letras de oro en la historia de la música de Chile. Larga vida al gran maestro.
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