Presidiendo el patio de la casa el fornido damasco cubrió su verde cielo veraniego de pequeños y carnosos soles que caen uno tras otro entregándonos con generosidad su sabrosa carne. Territorio indomable de un enjambre de alborotados y ruidosos pájaros este maravilloso árbol además de prodigar buena sombra que invita a la siesta placentera en la silla de playa, provee a su alado hábitat cantarino del alimento necesario para la subsistencia. En sus anidadas ramas los emplumados padres velan por el crecimiento de sus crías llevando de acá para allá los nutrientes gusanos que alimentan a pico abierto a los esmirriados y legañosos aspirantes a gorriones. El ciclo de la vida presenta un espectáculo maravilloso y perfecto en equilibrio natural. Con generosidad celestial este bello damasco deja caer sus maduros frutos sobre el silente patio, que son recogidos uno a uno como delicado pan pulposo. Más allá el perfume del limonero invade el ambiente con su astringente fragancia penetrante. El naranjo entrega su desapercibida presencia de luminoso fruto que canta con ganas en la chispeante chicha de septiembre.
Siento un inmenso privilegio de disfrutar de la generosa naturaleza hogareña que en el pasado familiar llenó frascos de sabrosa mermelada derramada sobre la fresca y crujiente marraqueta mañanera. Los árboles tienen alma materna, incondicional, y generosa que acoge bajo su manta la inspiración guitarrera de su canción entonada al son del viento invernal que va desnudando su verde ropaje para recomenzar el ciclo vital.
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