lunes, 11 de agosto de 2014

EL QUESO DE CABRA



Tomó entre sus manos el raído tostador. La iluminada mañana porteña se filtraba por todos los recovecos del patio de la casa. Sentado en su banco de madera color celeste, golpeó la desvencijada lata contra el atormentado tronco del durazno que gobernaba silente el patio de luz. Los pequeños restos carbonizados adheridos a la lata se diseminaron instantáneos en el breve espacio. Una tenue y lechosa luz matinal iluminó su rostro en el amanecer del puerto. Los suspensores de cuero serpenteaban graciosos sobre la barriga de mi abuelo en la curvatura obligada ante brasero incandescente.
Cogió el menudo queso de cabra y con una delicadeza y una suavidad  sublime  cortó dos, tres,  o cuatro  gruesas y generosas láminas con su cortaplumas. Los depositó sobre el tostador  mientras  murmuraba entonadamente y en voz baja, una vieja canción victrolera de sus años de juventud … El pan se tostaba silente en la suave brasa machuelera, changa, portuaria y madrugadora.
La tetera en tanto , coronada por su hija pequeña, portaba el recién remojado té en ramas, silbaba dulcemente su natural y transparente alerta vaporosa en la fraternidad del tibio  brasero familiar invernal.
El maduro queso de cabra crepitaba lado y lado sobre el tostador. Mi abuelo lo manipulaba con gran   habilidad para dorarlo vuelta y vuelta, hasta llegar palpitante, glorioso  y chirriante al pan francés calientito recién abierto en dos caras humeantes para convertirse en el símbolo del desayuno coquimbano. Emparedado con la tostada enmantequillada , junto al bello tazón de cremopal que tiene estampada en letras doradas la palabra: “Felicidades” rebosante de té “Sultán” su marca preferida.
En otras ocasiones una buena taza de “cocho” semi espesa y humeante coronaba la mesa de esa identidad coquimbana.  


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