Tomó entre sus manos el raído
tostador. La iluminada mañana porteña se filtraba por todos los recovecos del
patio de la casa. Sentado en su banco de madera color celeste, golpeó la
desvencijada lata contra el atormentado tronco del durazno que gobernaba
silente el patio de luz. Los pequeños restos carbonizados adheridos a la lata
se diseminaron instantáneos en el breve espacio. Una tenue y lechosa luz
matinal iluminó su rostro en el amanecer del puerto. Los suspensores de cuero
serpenteaban graciosos sobre la barriga de mi abuelo en la curvatura obligada ante
brasero incandescente.
Cogió el menudo queso de cabra y
con una delicadeza y una suavidad sublime cortó dos, tres, o cuatro gruesas y generosas láminas con su
cortaplumas. Los depositó sobre el tostador
mientras murmuraba entonadamente
y en voz baja, una vieja canción victrolera de sus años de juventud … El pan se
tostaba silente en la suave brasa machuelera, changa, portuaria y madrugadora.
La tetera en tanto , coronada
por su hija pequeña, portaba el recién remojado té en ramas, silbaba dulcemente
su natural y transparente alerta vaporosa en la fraternidad del tibio brasero familiar invernal.
El maduro queso de cabra crepitaba
lado y lado sobre el tostador. Mi abuelo lo manipulaba con gran habilidad para dorarlo vuelta y vuelta, hasta
llegar palpitante, glorioso y chirriante
al pan francés calientito recién abierto en dos caras humeantes para
convertirse en el símbolo del desayuno coquimbano. Emparedado con la tostada
enmantequillada , junto al bello tazón de cremopal que tiene estampada en
letras doradas la palabra: “Felicidades” rebosante de té “Sultán” su marca
preferida.
En otras ocasiones una buena
taza de “cocho” semi espesa y humeante coronaba la mesa de esa identidad
coquimbana.
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