viernes, 27 de junio de 2014

MIGUEL TORREJON SANTIBAÑEZ (EL PATRIARCA DE LA FAMILIA)

MIGUEL TORREJÓN SANTIBAÑEZ
(Inolvidable abuelo, patriarca de la familia)


Dicen que mi papá Miguel (mi abuelo paterno) recorrió las calles del puerto de Coquimbo canasto al brazo vendiendo queso de cabra y huevos, junto a un compadre suyo al que llamaba León (nunca supe si era nombre o apellido). Más tarde se hizo "Pacotillero", especie de vendedor ambulante que llevaba y traía mercaderías desde y hacia el norte, actividad en la que le fue muy bien.
Así dio sus primeros pasos de comerciante que a la postre lo convertirían en el dueño de una bodeguita muy bien ubicada en el puerto, donde vendía frutas, carbón, leña, queso de cabra, huevos y leche que traía en grandes bidones de aluminio y que se vendía a granel, es decir de a litros, y se medía con un lechero enlozado de esa capacidad. Después la leche venia en gruesas y anchas botellas de vidrio, de estilo americano. De esas que en las películas dejan en la puerta de la casa. Traían una tapita de cartón, y en el gollete de la botella se juntaba una sabrosa capa de crema. 
Mi papá Miguel tenía una curiosa forma de llevar las cuentas de sus clientes a quienes fiaba pequeñas cosas. Mi madre, entre otros infinitos quehaceres ayudó a mi abuelo en su negocio, cuenta que en una ocasión debía anotar algunos productos entregados a un cliente y no sabía como hacerlo, porque en el cuaderno no aparecía el nombre del cliente, sino un sobrenombre o alias que mi abuelo les colocaba. No se le escapaba nadie.
Así se podía encontrar la cuenta del "Cara de gallo", el "Siete cabezas", el "Toro mocho" y otros singulares sobrenombres. Aunque sus clientes fueran varios, igual los identificaba con toda facilidad.
Entre otros recuerdos está también los del almacén que mi abuelo tuvo en la esquina de Pinto y Henríquez en el primer piso de una casa que tenía dos o tres, y donde vivíamos todos juntos me parece. Era de esos almacenes donde se vendía la azúcar a granel. La puruña se hundía en un cajón cuadrado semi inclinado y con tapa de madera terciada y todo se pesaba en una de esas romanas “Precisión Hispana”. 
Luego se armaba un paquete con gran maestría manual. Había unos enormes frascos llenos de dulces que tenían forma de pescado. Y el “Té Sultán” se envasaba en cajones de madera terciada resguardadas por un papel de aluminio. Las galletas Hucke venían en cajas de cartón y se disponían en un práctico dispensario - display metálico donde cabían doce cajas. Ver una de estas cajas repletas de galletas obleas era despertar un apetito sublime. El aceite de oliva en tarro marca "Olé" de colores rojo y amarillo y cuyo impreso mostraba a una bailaora de Jota, relucía en los escaparates.
Recuerdo la picardía de mi abuelo, sus bromas llenas de ingenio, el tango que tarareaba acompañándose del tañir de sus dedos sobre la mesa, con el propósito de ser una indirecta para quienes nos sentábamos a comer, tal como veníamos de jugar. "Carasucia, carasucia sinvergüenza, te has venido con la cara sin lavar..." cantaba con aire desentendido, pero lleno de intención.
Años después he escuchado por mera casualidad aquel antiguo tango, y no he podido dejar de recordar como si fuese ayer, esta escena. A veces cuando raramente mi abuelo dormía su siesta yo me instalaba a su lado con el único propósito de perturbarle el sueño. Le metía palitos en las orejas o pasaba mis diminutos dedos por un hoyito muy peculiar que mi papá Miguel tenía en su calva.
En la casa había un gran retrato de mi abuelo que tenía la particularidad que lo seguía a uno con la vista. Donde fuese que uno se ubicara, dentro del cuarto la mirada de mi abuelo siempre caía encima.
En una ocasión invitó a un amigo a cenar en su casa, cosa que mi abuela aborrecía porque a ella le gustaba prepararse para la ocasión. Previamente le comentó a mi abuela que su amigo era sordo, y por lo tanto cuando se dirigiese a él lo hiciera con un volumen de voz adecuado para que él pudiera escucharle.
Igual recomendación le hizo a su amigo, a quien dijo que la sorda era mi abuela.
Como es de esperarse la cena de desarrolló en medio de un griterío infernal de aquí para allá y de allá para acá, hasta que descubrieron al bromista, al que llenaron de palabrotas.
Otra célebre broma de mi abuelo fue la que le hiciera a la señora Pepita, especie de mucama que alguna vez sirvió en la casa. Se quejaba mi abuelo con teatralidad y logró que la señora Pepita prestara su atención un tanto alarmada por los gemidos de su patrón.
-¿Donde le duele Don Miguel?- preguntó presurosa a mi abuelo.
- Una cuarta mas abajo del *pupo - fue su pícara respuesta. La indignación de la señora no se hizo esperar y vociferando maldiciones salió de la habitación. 
A mi papá Miguel le gustaba el vino Santa Carolina tinto, cuya etiqueta mostraba la caricatura de un altivo mozo, vestido de Frac con una bandeja en la mano llevando una botella del mosto.
Para los dieciocho de Septiembre, infaltable el cabrito asado, las bebidas, los volantines. Como buen patriarca, mi papá Miguel reunía a toda la familia y partíamos para La Pampilla, sitio tradicional de encuentro del coquimbano para fiestas patrias. Centenares de carpas se armaban en la planicie , y el aire se llenaba de aromas, de colores, de música, de volantines, de ramadas, de ferias, de juegos infantiles, de olores a fritanga, de multitud. Era un paseo peregrino como lo sigue siendo hasta hoy. La gente recorre en familia todos los puestos, mira todas las ramadas, camina de aquí para allá para no perderse ningún detalle. Nosotros en cambio nos instalábamos en algún sitio estable. Recuerdo que había un lugar que era una especie de caverna de roca sólida a la que la gente llamaba la "Casa de Piedra". Era muy solicitado ese sitio, y las familias llegaban de madrugada en esos días festivos para instalarse en él. Además La Pampilla es vecina con el siempre agitado mar en el sector llamado Las Peñas. Según contó alguna vez mi padre, ese sector era muy peligroso para la navegación y más de alguna nave yace en el fondo del mar. Con él ibamos de paseo a ese bello sector de Coquimbo, al que tendré que volver algún día.
"La Consentida " que era una de las cuecas favoritas de mi papá Miguel, según lo que me contara mi querido tío Herman, retumbaba por los aires, y hacía hervir la sangre de los porteños que mostraban su chilenidad en cada zapateo de punta y taco.

(*) Pupo: ombligo en el lenguaje porteño

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