En la pretérita infancia sesentera coquimbana los días sábado por la tarde traían aparejadas una inusitada maratón de bautizos que se celebraban al amparo de la iglesia católica. La Iglesia San Luis de Coquimbo quebraba la quietud de las tardes sabatinas con su temprano tañir de campanas que llamaban a sus feligreses a ser testigos de la incorporación al mundo católico de un nuevo infante. Para los niños de esa época esto era sinónimo de asistir a la tradicional descarga de monedas que los “Padrinos cachos” aventaban al aire apenas terminada la ceremonia eclesiástica. Varias decenas de niños esperaban ansiosos el momento en que los padrinos de la criatura practicaban esta maravillosa y pagana tradición de bendecir su propia impronta de padres de segunda mano y aventaban puñados de monedas de baja denominación al grupo de niños que coreaba con insistencia el grito de “padrino cacho, padrino cacho”. La algarabía que esto provocaba era de marca mayor. Los niños se disputaban con fiereza la monedas que se resbalaban por los escalones del frontis de la iglesia.
Vestido de acólito miraba con corrosiva envidia como me perdía de ganarme algunas monedas para gastarlas en helados y dulces tal como lo hacía la mayoría de mis rapaces amigos. Siempre el padre Juan me convocaba para asistirlo en la ceremonia, y como gratificación recibía tan solo un par de desaliñados dulces que el reverendo almacenaba en grandes frascos de vidrio. Siempre llegaba tarde a la repartija. Entre sacarme la sotanilla blanca, doblarla y guardarla con aire santurrón en la cómoda de la sacristía, lavar la copa y guardar el vino se me iba todo el tiempo y cuando lograba salir de la capilla ya no había nada que recoger.
Refunfuñando de rabia regresaba a mi casa maldiciendo mi mala fortuna. Si bien ser un acólito era bien visto entre mis pares, no había reparado en esta desigual desventaja en la quedaba respecto a los otros. Otro sábado y otra vez perdiendo la paciencia con esta nominación infame que me despojaba de la posibilidad de disfrutar de golosinas.
Hasta que me aburrí de hacer toda la pega para que otros disfrutaran y con mi mejor caradura acompañé a los padrinos hasta la salida de la iglesia y sin ninguna vergüenza y sin decir palabra alguna tiré de la manga del padrino para decirle sin que se diera cuenta el padre Juan que yo también era niño y que merecía una legítima retribución por mi desempeño. El padrino se metió la mano al bolsillo y depositó en mis manos de puruña un grueso puñado de monedas. Tanto que no hallaba bolsillo donde meter tan ansiado tesoro. Pero no faltó el vivo que se dio cuenta de la maniobra y viviendo por detrás me pegó en el codo, lo que hizo que parte de mis monedas cayeran esparcidas por el suelo. Hirviendo de indignación cogí al maldito envidioso por el cuello y de propiné una seguidilla de puñetes en pleno rostro y rodamos por la escalera como dos animalillos enfurecidos y ciegos de ira. Yo más enardecido que el bromista vivaracho. Cuando me acordé que andaba con la sotanilla puesta, ya era demasiado tarde. Estaba revolcada entera y casi no se podía distinguir su color blanco. Hasta ahí llegó mi carrera clerical. Bajo la ácida reprimenda del padre Juan no volvería jamás a ser un monaguillo. Regresé a mi casa algo magullado, pero con el alma tranquila de haber sabido defender lo que me había ganado. No sé si hoy pervive esta vieja tradición de los padrinos cachos, pero aún pervive en los recuerdo de mi infancia porteña.