martes, 23 de septiembre de 2014

MI VECINO "EL BAUCHA"



La mañana se instaló luminosa y fresca en las faldas del cerro de Renca. El macizo atalaya mira desde su silente verdor la explanada donde viven varios centenares de renquinos. Un enjambre de pájaros parapetados en el florido aromo, entonan su cristalino y desordenado trinar matutino. ¿Han visto a mi tío Agustín? Parece silbar con palabras el inquieto Chincol. A lo lejos una lechuza aletea y abre sus alas en la punta de un gran árbol, mientras los gorriones arman una zalagarda de padre y madre en la copiosa copa del árbol.
Mi vecino “El Baucha” detiene el barrido de la vereda, se apoya en la escoba y alza levemente su rostro  para escuchar con mayor atención el lenguaje musical de las aves. Así permanece unos interminables segundos parando la oreja para captar con mayor precisión toda esa bella  algarabía. Se acomoda el gorrito de lana celeste tirando a fucsia que suele ponerse en los días más fríos, acomoda su bufanda del mismo color y reanuda con lentitud su quehacer de aseo. En un pilar de madera de su pequeño patio hay un pequeño espejo sujeto por una tachuelas y con una esquina quebrada donde comienza la ceremonia el afeite diario. Trae su lavatorio, su jabonera, su hisopo y la vieja máquina de afeitar que coloca sobre el improvisado peinador. Se aferra una toalla al cinto tal como hacía con los sacos harineros que usaba en su jornada de trabajo del Matadero de Santiago. No había podido desterrar esa costumbre aún cuando su vida laboral de matarife había llegado a su fin varios años a la fecha.  Se afeita con la parsimonia de sus años. Lentamente va rasurando su ajada piel. Tras la liturgia cotidiana entra en su casa para salir después de una hora flamantemente vestido de terno café claro, sus zapatos pulcramente lustrados y su corbata con un vistoso chiche correctamente anudada. Su infaltable bolsita que lo acompaña siempre. Con paso cansino se dirige al paradero de la 408. El bus del Transantiago que lo dejará en la parada Cal y Canto de Mapocho. De ahí a La Vega, su hábitat natural, hay sólo un paso. Es allí donde se siente a sus anchas rodeado de sus amigos de antaño. Con ellos mata las tardes jugando cartas y conversando de tiempos idos, cuando la destartalada micro “71 A” San Pablo pasaba por Bandera hacia el norte y cruzaba el puente Independencia, doblaba en Borgoño y luego tomaba la calle Maruri hasta Rivera, luego Vivaceta y frente a calle Gamero tomaba la diagonal Salomón Sack en el corazón de la Población Juan Antonio Ríos, hasta llegar al borde de la Panamericana Norte y alcanzar Domingo Santa María. Siempre repletas de gente, recordaba cuando se subía de un salto para regresar colgando a casa, trayendo víveres y frutas.
Era la época de andar cantando atarrados con el Nano Núñez en La Viseca por allá por Chuchunco (Estación Central), en El Matadero, en La Vega, y las interminables noches de “Casas de Tolerancia” cantando junto al piano de la casa acariciado con destreza por el negro Palominos. De allí, de esos lugares salió el material que se plasmaron en las cuecas que escribió con grandes letrones en su cuaderno de composición. Recordaba con sus amigos aquellos días cuando cantaba en Peñaflor bajo soleados emparronados bebiendo los deliciosos arreglados de durazno que “El Buey” preparaba con tanto cariño. Juergas interminables de vida y canto que fueron moldeando esa arcilla chilenera que lo acompañó siempre…

No era de andar dando lecciones ni llenando de enseñanzas a nadie, pero era un frondoso árbol que dejaba caer sin pretenderlo los codiciados frutos de su sabiduría chilenera.

lunes, 8 de septiembre de 2014

EL RUISEÑOR CANTA HASTA MORIR


(HOMENAJE A LUIS HERNAN ARANEDA ORELLANA, “EL BAUCHA”)


En el Santiago de los años treinta, en esa época casi desvanecida en la memoria colectiva de la capital se escuchaba a diario el trinar melodioso de un niño, de un pequeño ruiseñor, que encaramado en el carretón de su padre cantaba a pulmón batiente las canciones que acunaron su infancia. Al grito de: “Sandillas con canto” se promocionaba la venta al menudeo de esta típica delicia chilena por allá por Chuchunco, como se llamaba al sector de la Estación Central y sus alrededores. Los camiones cargados de sandías llegaban hasta la animita de Romualdito, un ícono trágico del barrio en la calle San Borja , y de allí se instalaban a vender la mercadería. “Sandillas con canto” voceaban los caseros mientras el pequeño Luis cantaba entonadamente un variopinto repertorio de tonadas y cuecas. Así fueron sus primeros pasos en el canto. Así creció con ese don único que la divina providencia le prodigó. No le dio riquezas, pero de dio el canto que a la postre le abriría muchas puertas y le daría muchas satisfacciones que le llenaron su corazón de alegría.
Por el canto y gracias a el, ingresó al mítico Matadero de Santiago a trabajar como matarife, profesión que por aquellos días era sólo para elegidos en la imaginería popular de esos tiempos. Era para hombres rudos, valientes y esforzados. La rudeza de las faenas chapoteando en sangre fresca los pies descalzos en las frías madrugadas donde los rudos matarifes cargaban sobre sus hombros la palpitante carne recién sacrificada y la llevaban al hombro de aquí para allá en una jornada febril, vigorosa, llena de un incesante y agotador quehacer que duraba hasta la media tarde. Después había que cumplir con los sagrados códigos de los hombres del Matadero. El mismo buen caldo de patas con ají de la madrugada, el vaso de vino tinto al seco para empezar a conversar, el pebre, la noble marraqueta o la rebanada de tortilla sumergida en el ají en pasta. El canto, la sandunga cotidiana y permanente era parte de la luminosa rutina ,
Una tarde cantando en El Rosedal, una mítica Quinta de Recreo de Gran Avenida se le acercó un hombre y le hizo ver que había perdido mucho tiempo. Que debía estampar su talento en los nostálgicos surcos de los mágicos vinilos de la época. Que lo llamara le dijo. Le dio una tarjeta que Luis guardó en el bolsillo de su paltó. Nunca lo llamó. hasta aquella tibia tarde de septiembre en que iba a la Plaza de Armas a ver al gran Humberto Campos, la primera guitarra de Chile, cuando se reencuentra a boca de jarro con el Sr. Neucelles, el hombre de la tarjeta que era un alto ejecutivo de una compañía disquera y lo insta a visitar en ese mismo momento los estudios de grabación de la empresa. Era la Odeón. Quedó deslumbrado ante tanta comodidad para cantar. Sin pensarlo dos veces reunió a sus compañeros de canto, los contagió de su entusiasmo y nacieron Los Chileneros que plasmaron en un disco el alma cuequera de un Chile auténtico, de lenocinios, veguino con alma de carrilano. Ese Chile atorrante pero genuino. Ese Chile capaz de ser feliz en la adversidad. Ese Chile que hizo sonar con gracia las cucharas, que hizo vistió de luz los diminutos platillos de café en el rítmico tañir cuequero, las sillas de madera terciada que sonaban bellas en la improvisación farrera y madrugadora de las noches de juerga prostibularia. En las sombras desvergonzadas y descaradas de la bohemia mapochina, arrabalera, de los bajos fondos donde la puñalada artera solía salir al baile en la embriaguez insensata. Así se fundía canto y vida en una mágica amalgama de chilenidad.
Después vinieron los desengaños, la inevitable soledad. Estaban solo él y su canto de cara al futuro. Y siguió su camino predestinado imposible de desterrar de su corazón. Nació para cantar cuecas. Era su sangre y su oxigeno. Su razón de vivir. Si no vivía del canto, no vivía sin el canto. Decidido a morir con las botas puestas recorrió un sinnúmero de escenarios derrochando su talento. Hoy su voz se va extinguiendo lentamente sin nada que se pueda hacer. Se aleja de nosotros de a pie. Con paso lento y silente como quien empieza a deshacer el camino andado. Siempre de riguroso terno. Con esa elegancia popular. Con las manos limpias y la mirada ancha con la que nos entregó un pedazo de patria pura y luminosa que destempla la voz en una cueca irrenunciable y fundida a fuego en su corazón renquino. El Baucha es Chile que canta y zapatea cuando quiere y como quiere en el corazón de la patria que lo acoge y lo inscribe con letras de oro en la historia de la música de Chile. Larga vida al gran maestro.