La mañana se instaló luminosa y fresca en las
faldas del cerro de Renca. El macizo atalaya mira desde su silente verdor la
explanada donde viven varios centenares de renquinos. Un enjambre de pájaros
parapetados en el florido aromo, entonan su cristalino y desordenado trinar
matutino. ¿Han visto a mi tío Agustín? Parece silbar con palabras el inquieto
Chincol. A lo lejos una lechuza aletea y abre sus alas en la punta de un gran árbol,
mientras los gorriones arman una zalagarda de padre y madre en la copiosa copa
del árbol.
Mi vecino “El Baucha” detiene el barrido de la
vereda, se apoya en la escoba y alza levemente su rostro para escuchar con mayor atención el lenguaje
musical de las aves. Así permanece unos interminables segundos parando la oreja
para captar con mayor precisión toda esa bella
algarabía. Se acomoda el gorrito de lana celeste tirando a fucsia que
suele ponerse en los días más fríos, acomoda su bufanda del mismo color y
reanuda con lentitud su quehacer de aseo. En un pilar de madera de su pequeño
patio hay un pequeño espejo sujeto por una tachuelas y con una esquina quebrada
donde comienza la ceremonia el afeite diario. Trae su lavatorio, su jabonera,
su hisopo y la vieja máquina de afeitar que coloca sobre el improvisado
peinador. Se aferra una toalla al cinto tal como hacía con los sacos harineros
que usaba en su jornada de trabajo del Matadero de Santiago. No había podido
desterrar esa costumbre aún cuando su vida laboral de matarife había llegado a
su fin varios años a la fecha. Se afeita
con la parsimonia de sus años. Lentamente va rasurando su ajada piel. Tras la
liturgia cotidiana entra en su casa para salir después de una hora
flamantemente vestido de terno café claro, sus zapatos pulcramente lustrados y
su corbata con un vistoso chiche correctamente anudada. Su infaltable bolsita
que lo acompaña siempre. Con paso cansino se dirige al paradero de la 408. El
bus del Transantiago que lo dejará en la parada Cal y Canto de Mapocho. De ahí
a La Vega, su hábitat natural, hay sólo un paso. Es allí donde se siente a sus
anchas rodeado de sus amigos de antaño. Con ellos mata las tardes jugando
cartas y conversando de tiempos idos, cuando la destartalada micro “71 A” San
Pablo pasaba por Bandera hacia el norte y cruzaba el puente Independencia,
doblaba en Borgoño y luego tomaba la calle Maruri hasta Rivera, luego Vivaceta
y frente a calle Gamero tomaba la diagonal Salomón Sack en el corazón de la
Población Juan Antonio Ríos, hasta llegar al borde de la Panamericana Norte y
alcanzar Domingo Santa María. Siempre repletas de gente, recordaba cuando se
subía de un salto para regresar colgando a casa, trayendo víveres y frutas.
Era la época de andar cantando atarrados con el
Nano Núñez en La Viseca por allá por Chuchunco (Estación Central), en El
Matadero, en La Vega, y las interminables noches de “Casas de Tolerancia”
cantando junto al piano de la casa acariciado con destreza por el negro
Palominos. De allí, de esos lugares salió el material que se plasmaron en las
cuecas que escribió con grandes letrones en su cuaderno de composición. Recordaba
con sus amigos aquellos días cuando cantaba en Peñaflor bajo soleados emparronados
bebiendo los deliciosos arreglados de durazno que “El Buey” preparaba con tanto
cariño. Juergas interminables de vida y canto que fueron moldeando esa arcilla
chilenera que lo acompañó siempre…
No era de andar dando lecciones ni llenando de enseñanzas
a nadie, pero era un frondoso árbol que dejaba caer sin pretenderlo los
codiciados frutos de su sabiduría chilenera.