TESOROS HUMANOS VIVOS
Una potente melodía quebró la siesta veraniega. Llegó el organillero con su instrumento autómata tubular y música de relojería. Todo se llenó de remolinos multicolores y matracas que al girar entonan su ronca melodía. De pelotas de colores vivos sujetas por un elástico, banderitas chilenas y uno que otro juguete plástico. Una hermosa catita me saca la suerte mediante un pequeño papel que sacó de una mínima cajita. Su dueño hace que se le suba a la mano y me la entregue. El papel miente y dice que me va a ir bien en el amor. Lo devuelvo con desgano. El Chinchinero amenaza con baile y golpea con su varilla con una goma en la punta el imponente tambor que carga a sus espaldas. Los platillos resuenan sincronizados al ritmo de su zapateo. Está que corta las huinchas para desatarse en una vertiginosa danza popular. De pronto salta al ruedo y comienza a golpear con fuerza el tambor que resuena en el corazón de los vecinos espectadores. Gira con un vértigo increible mientras sus pies juegan a entrelazarse pasando por entremedio del cordón que acciona los platillos. Los más pequeños miran hipnotizados el baile endemoniado del chinchinero. Tras cinco minutos de aeróbicos movimientos se detiene y extiende su pequeño sombrero al público para recibir el aporte con el que sobrevive. Algunos se retiran con discreción. Otro vecino los llama y comienza a sonar en el organillo esa melodía “el que tenga un amor, que lo cuide que lo cuide. La salud y la platita que no la tire, que no la tire”.
Ya queda poca gente y comienzan a retirarse estos tesoros humanos vivos con los que aún el pueblo disfruta de esta alegría transitoria en barrios citadinos que se niegan a dejar estas antiguas tradiciones.