ALIRO TORREJON ORTIZ
Fue chofer de inmensos camiones con tolva que acarreaban minerales por allá en el difuso pueblo de Inca de Oro, escenario de una parte de mi infancia nortina. Iba hacia la mina “Linda Ester” por Copiapó al interior, donde la tierra es cobriza y el agua salobre por el alto contenido de cobre. Después venía en el mítico "Taca Taca", camión Thames llamado así por el sonido de las vávulas de su motor y pintado de celeste y blanco, los colores de la virgen de Lourdes, como muchas cosas de su propiedad. Vino manejando un camión Chevrolet Viking 60 cargado hasta las barandas con sandías de Paine. Tuvo un Taller de reparación de Radiadores en una de las calles centricas del puerto Coquimbo que servia de lugar de regadas reuniones de amigotes y colosales fritangas de sartas de pejerreyes. Retratado en blanco y negro en la farra juvenil alucinante en La Stanka, o en el Bogarín o en el Bar Santiago en El Empalme en medio de la porteña bacanal cervecera. Pendenciero, peleador a parejas con mi tio Herman en el Bar del Italiano Enrico Paris en la borrachera inconsciente. Puntual encorbatado devoto dominical de la Gruta de Lourdes. Josefino impenitente de dudosa consecuencia. Recitador ebrio de los versos de Rafaél de León:" Mira como se me pone la piel cada vez que te recuerdo...por la garganta me sube rio de sangre fresca que recorre parte a parte mi cuerpo. Tengo espadas en las manos y cuchillos en los dedos...Y en la sien una corona de alfileres negros...". Visitante matutino del antiguo Mercado Persa que estaba en las cercanías de la calle San Martín cerca de Mapocho.
Cerrajero artístico forjador de mesas de arrimo y creador de porta maceteros pintados de negro. Sus dedos doblaban una hoja de cuaderno donde depositaba la purpurina dorada que aplicaba soplando levemente a la recién pintada pieza terminada. Armador de largos paños de reja que ayudamos a pintar con infantiles manos de antioxido cafesoso.
En el sólido tornillo mecánico aprisionó las machinas donde dobló las platinas y fierros para ir haciendo grandes las “eses” que serian parte de las patas de la mesa de terraza que soldaba al arco con talento y gracia. Llegó alguna vez de las fritangas de pescado que se instalaban en la ribera del Mapocho, cerca de la estación, con un paquete de pescados fritos que comimos entredormidos. Conocedor del cautín y la soldadura de estaño. Candil de la calle hasta entrados sus años de madurez. En el umbral de la tercera edad partió un buen día de este mundo sin decirle nada a nadie, cuando su corazón no pudo más para volverse el recuerdo de su nombre tallado en una placa de mármol. Ven, hagamos las paces. Dame un abrazo. Ya no tengo nada que reprocharte. Yo moriré comunista y tu allá con tus convicciones. Prefiero mirarte con los ojos limpios de resentimientos. Hasta siempre padre…