El puerto de Coquimbo se abre a la
mirada con una geografía desordenada y bella. Ubicado hacia la zona norte de
nuestro territorio, a unos 450 a 500 kilómetros de Santiago, y casi cercado por
el vasto Océano Pacífico, es uno de los parajes más hermosos de Chile. Los
pescadores indígenas de la raza de los moluches, cuya procedencia se ignora,
pero que poblaron el territorio chileno desde Copiapó hasta Chiloé, habían
ubicado al sur de la actual ciudad de La Serena una caleta cuya características
era la quietud de sus aguas. De ahí
procede el nombre de Coquimbo, que significa en idioma indígena lugar de
aguas tranquilas . Tanto Valdivia, cuando cruzó con su
expedición hacia el sur, como Juan Bohón cuando recorrió sus costas para la
fundación de La Serena, coincidieron en que allí había un lugar ideal para un puerto. Hasta comienzos del
siglo pasado Coquimbo era apenas un rancherío de pescadores, pero las
fundiciones de cobre y los ferrocarriles que unieron los minerales al mar, le
dieron una gran actividad. No olvidemos que toda la producción del mineral de
Hierro de El Romeral, la de la mina de oro El Indio, y toda la producción
agrícola del interior se embarcaban desde este puerto hacia el resto del país y
hacia el extranjero. En 1850, durante el gobierno de Bulnes, se aprobaron
definitivamente los planos de la ciudad
y, por ley de 28 de septiembre de 1864, durante la administración de
José Joaquín Pérez, fue creado el departamento de Coquimbo. Su primer
gobernador fue Francisco Antonio Varela Por una jugarreta del destino una calle
del puerto de pecaminosa reputación lleva su nombre. Inimaginable destino para
el nombre de un gran servidor público.
La Comuna de
Coquimbo fue creada el 5 de Mayo de 1867, siendo su primer alcalde don Joaquín
Edwards. La calidad de ciudad se le otorgó en el gobierno de Anibal Pinto el 4
de septiembre de 1879.
Su mezcla de aridez, debido a eternas e
impenitentes sequías, y su romance ancestral
con el mar lo convierten en un puerto muy sui generis, muy de realismo
mágico.
Por sus praderas agrícolas otrora grandes rebaños
de ganado caprino pastaban juguetones quebrando el desértico silencio con sus
bramidos que a veces se nos imaginaba como el llanto de un verdadero bebé
recién nacido.
Hoy es solo un recuerdo que trashuma la mente y los
rostros de los campesinos de antaño. Las añañucas, flores características de la
zona y muy parecidas a nuestro copihue
en su esplendor y belleza, hoy son especies protegidas y es probable que los
niños coquimbanos ni siquiera la conozcan.
Cuando la generosidad de la naturaleza prodiga muy
de tarde en tarde algunas lluvias, estas resecas tierras renacen en todo su
esplendor, y la manzanilla silvestre vuelve a ser el forraje predilecto para el
ganado que todavía subsiste. Pero esto es un fenómeno y si mal no lo recuerdo
creo que en todo el norte se llama "desierto florido", por la
increíble vegetación que surge como por arte de magia. Es como si la
tierra hubiese esperado ansiosa y
pacientemente este vital elemento para decirnos que siempre tuvo guardada en
sus entrañas toda esa vida maravillosa llena de color y energía.
A unos 30 o 40
kilómetros de Coquimbo, por la carretera que lleva a Ovalle (la
carretera D-43) se ubica un caserío llamado Las Barrancas. Allí viven un puñado
de campesinos que trabajan la escasa agricultura, y que se rehúsan a abandonar
su terruño aunque la pobreza les haya arrebatado hasta los buenos recuerdos y
más de alguna tradición. Ellos aún confían en recuperar el pasado esplendor que
quizás, nunca existió. El progreso y la modernidad siempre los dejó de lado y a
pesar de todo aún conservan su dulzura y la picardía. Entre ellos mi tía Yorga,
cuyo parentesco directo es un misterio para mi, pero no para mi corazón. Generosa y honesta , trabajadora
y luchadora como nadie, mi luminosa tía acarrea el agua de la noria en baldes,
y conoce el brasero y el secreto del horno de barro. Sabe de historias mate con
malicia en mano, y meta y meta cigarrillo. Mirar su cara es mirar la árida
geografía que la rodea. Y a pesar de los pesares todavía guarda en su corazón
esa rebeldía de ser los mejores y esa chispa inextinguible de la esperanza.
En este solitario y seco lugar parece nacer el
apellido Torrejón. Según el Gran Diccionario Enciclopédico Ilustrado Grijalbo,
Torrejón significa torre pequeña hecha sin esmero. En España este apellido es
tan popular como los González o los Pérez en Chile, según me contara el tío de mi amigo de la infancia
José Diez, el guatón pepe, cuyos padres eran vecinos del barrio Independencia,
en calle Rivera, de Santiago, y que trabajaban como distribuidores de línea
blanca y también en el calzado. También existe en España, como una comuna de
Madrid, la localidad de Torrejón de Ardóz, y que es un Centro Industrial
alrededor de la Base Aérea Española. Desde allí despegaron los aviones que se
unieron a los ataques contra Irak en la tristemente célebre "Guerra del
Golfo", hablamos de la década de los noventa. Otro triste destino para
nuestro apellido. Sin embargo la aparición de este apellido en Chile parece ser
la Cuarta Región.
Desde aquí muchos de los integrantes del clan emigraron hacia el puerto de Coquimbo y más
tarde como buen provinciano, hacia Santiago, la capital como le llamaban
antiguamente.
Coquimbo como todo puerto que se precie de tal
tiene el aroma iracundo del océano, tiene personajes pintorescos casi
nolevescos en algunos casos. Tiene barrios temibles de nombres intimidatorios
como Anima del Quisco. Tiene esa hipocresía de doble vida que por las noches
toma el rostro sórdido de los burdeles al son del eterno bolero trágico, con
marineros fugaces en busca del placer carnal, con el humo de cigarrillos que
jamás se apagan, con el irreverente eco de la risotada pintarrajeada de la prostituta , con el licor que emborracha
el alma de los hombres de mar. Muchos crímenes ocurrieron en estas
circunstancias y llenaron de letras rojas las crónicas de El Día, eterno
periódico de la zona que sobrevive hasta el día de hoy.
Su mercado, otro sitio de placer terrenal, es un
recinto pequeño por allá por Melgarejo abajo, pero con gran ebullición
comercial y puede encontrarse allí desde una típica empanada de mariscos ,
pasando por charquis y papayas
confitadas, hasta una apetitosa Carbonada de Lapas. En medio de trasnochadores
y caseras, se puede apreciar esa fruta casi en extinción y prima hermana de la
sandía, que es la alcayota. Yo recuerdo
que mi mamá Adela (en rigor mi abuela paterna) hacía dulce de alcayota. Era una
especie de mermelada fibrosa y dulzona a la que se le agregaban nueces. Era una
exquisito bocado para nuestros ávidos paladares. Hoy en este mercado existen instalaciones mejor dotadas y capaces de satisfacer los apetitos
gastronómico turísticos de todas las nacionalidades imaginables. Dicen los
entendidos en materia gastronómica, que en la Cuarta Región el cordero arvejado
es algo así como un plato muy arraigado y representativo de esta zona. Su
preparación es simple: Se lava la carne, de preferencia Espaldilla de Cordero y
se corta en trozos de regular tamaño. Se pelan papas ( 1 kilo) y se cortan en cuatro cascos. Se pelan las 2
zanahorias y se cortan en rodajas como monedas, igual que las cebollas. En algo
de aceite se fríen los trozos de cordero junto a los aliños, la cebolla y la
zanahoria. Cuando estén dorándose agregue harina seca y cocine unos minutos,
luego agregue un vaso de vino tinto y 1 kilo de arvejas desgranadas, incorpore
las papas deje cocer a fuego lentito en una olla tapada. Después sírvalo con un
buen vino tinto y a disfrutar. Yo pienso que el cabrito es más representativo,
pero si lo dicen los entendidos... Lo que si no tiene duda alguna es la
paternidad del Pisco Sour. Pero Coquimbo además tiene historias de sórdidos y
mitológicos contrabandistas que desembarcaban su botín en difíciles accesos
costeros, de atroces crímenes y desbocadas pasiones, de mágicas leyendas de
piratas y corsarios, de tesoros escondidos que arruinaron las esperanzas de
decenas de crédulos e indocumentados.
En aquellas épocas de los tesoros (1578-1580) eran
comunes estas escaramuzas marítimas que corsarios y piratas, súbditos de
Inglaterra y Holanda - y por lo tanto naciones enemigas de España - emprendían en las costas de Pacífico
saqueando puertos, sembrando el terror, y apoderándose por la fuerza de cuanto
objeto de valor había. Cuando en el horizonte ondeaba la bandera negra con una
calavera blanca cruzada por un par de tibias, el pavor se apoderaba de los
aldeanos que sólo querían vivir en paz. Eran de religión protestantes y los
españoles, que eran católicos, los llamaban "herejes", por eso las
fechorías de los piratas eran consideradas un castigo divino desde el punto de
vista de la religión. Aclaremos que corsarios son aquellos marinos que
realizaban sus asaltos autorizados por sus gobiernos y piratas los que actuaban
por cuenta propia.
El primero en arribar a nuestras costas fue el
corsario Francis Drake. Entró por el estrecho en 1578 , y en Valparaíso se
apoderó de un buque que estaba listo para zarpar hacia el puerto de Callao en
Perú, con un cargamento de cueros y una apreciable cantidad de oro. Luego
siguió viaje hacia La Serena.
Drake fue el marino que dio la segunda vuelta al
mundo, y fue el único corsario al que la
corona Inglesa, le otorgó el título de Sir.
El paso devastador de estos corsarios por nuestras
costas generó la historia de los tesoros escondidos en las islas y diversos
puntos de nuestro territorio. El pillaje al que se entregaron les habría hecho
temer a ellos mismos de ser despojados de su botín, y de allí que anduvieran
enterrando tesoros bajo tierra, con la esperanza de volver por ellos algún día.
En Guayacán esta leyenda mezcla de mito y fantasía ha sido testigo de
innumerables intentos de búsqueda del tesoro. Guayacán es un puerto creado
exclusivamente para los embarques de cobre del mineral cuprífero de Tamaya de
propiedad de don José Tomás Urmeneta, a quien apodaban "El loco del
burro" debido a que pasó 15 años a lomo de este noble animal buscando el
cobre, que a la larga descubriera y que
lo convirtió en uno de los hombres más ricos de Latinoamérica. Allí funcionó en
su tiempo, la refinería de cobre más grande del mundo. Don José Tomás Urmeneta
nunca se apartó de su espíritu solidario, y financió grandes obras de carácter
filantrópico y de bien público como la ornamentación del Cerro de Santa Lucia,
y la construcción de la iglesia de Guayacán, un par de escuelas y un lazareto
en Limache, y la mantención del Hospital San Vicente de Paul, hoy José Joaquín
Aguirre. También fundó la Casa de Orates junto a Fermín Vivaceta.
La iglesia
de Guayacán, fue diseñada por Gustavo Eiffel y su carillón realizado en la
década del sesenta por el padre Juan van Hecke, que estuvo muy cercano a mi
familia y que ayudara a mi tío Daniel a integrarse a la congregación
seminarista de la Sagrada Familia. A veces nos visitaba en nuestra casa de
calle Carrera montado en su cómica bicimoto. De nacionalidad holandesa, tenia
un divertido acento que cambiaba las palabras castellanas. "Rodríguez come
cebolla" exclamó una vez que sorprendió a mi hermano menor Rodrigo, con
sus pequeños dientes incrustados en una cebolla recién pelada tal como en el
estremecedor poema de Miguel Hernández ("Nanas de la cebolla") y que
mi madre disponía para la cazuela de ese día.
En la búsqueda del tesoro de Guayacán se dice que algunos se arruinaron en el intento,
en tanto que otros enloquecieron. En fin hay diferentes opiniones y quizás si
la más verdadera aunque no satisfaga los deseos de la masa, sea la de don
Joaquín Edwards Bello que en su libro "Mitópolis" se refiere a la
búsqueda del tesoro de Drake, esta vez en Valparaíso.
Dice don Joaquín: "El marino en su regreso a
Inglaterra sabía que una flota española le perseguía. El poder naval español en
esa época era temible. La norma inseparable de Drake era: Antes que perder un
gramo de mi tesoro prefiero perder la vida.
No podía esperar un regreso a la América Española,
por lo dicho: la escuadra española era temible. La idea de que haya enterrado
parte del tesoro es absurda por donde se le mire".
En dichas circunstancias y en su tiempo, Drake
hacia el papel de audaz burlador de escuadras todopoderosas. Antes de llegar a
Inglaterra, en mares europeos lo sorprendió un violento temporal. Drake hizo
arrojar al agua mucha carga, y hasta víveres, pero ni un gramo de oro de
su tesoro, cuyo valor era de más de
trescientas mil libras esterlinas. El viaje de Inglaterra hasta nuestros mares
ida y vuelta duró tres años, de 1577 a 1580. Su empresa estuvo marcada por el
sello comercial. Drake fue uno de los fundadores del Banco de Inglaterra, de
la compañía Lloyds, de los Docks del
Mincing Lane, y en fin de todo el gigantesco depósito portuario de la isla pobre, pero dueña del océano. Léase Londres. Quién iba a imaginar
que la base económica de Inglaterra se hubiera logrado sobre el delito, el
robo, el asalto. A sangre y fuego. Una vez dueños del botín se convierten en
recalcitrantes defensores de la propiedad privada y pautean al mundo para
respetar estos intereses. Exijo una explicación diría Condorito.
Así son los antecedentes históricos por lo que
resulta asombroso que se siga buscando un tesoro que existe sólo en la leyenda y la imaginación
del pueblo. En la búsqueda del tesoro en
Valparaíso varios personajes de
la vida social porteña perdieron tiempo y fortuna. Ricardo Latcham, padre del
célebre escritor chileno de la época de la mítica Federación de Estudiantes de
Chile, hizo lo propio en la búsqueda del tesoro de Guayacán, y hasta escribió
un libro ("El Tesoro de los Piratas de Guayacán") que incluía toda
clase de señas, mapas, descripciones e interpretación geográfica del terreno,
donde la roca de la serpiente indicaba el sitio exacto del botín, etc. Pero
nada se encontró. Después vienen los episodios de isla Juan Fernández.
Hoy las calles de Coquimbo ven pasar el progreso al
son de su bucólica vida provinciana. En el
pasado reciente los vendedores callejeros de pescado, crucificados por
una gruesa vara de la que colgaban
sartas de pescada, de pejesapos, de sierras, de lenguados, sartas de cientos de
pejerreyes y otros productos del generoso litoral, voceaban su mercadería en
los atardeceres por las zigzagueantes calles de las barriadas populares que se
empinan hacia los cerros del puerto. Los gritos cantaditos de "Macha y luche" eran una campanada de alerta para las dueñas
de casa que salían prontamente al encuentro del casero para aprovisionarse de
sus ricos productos del mar. También eran habituales los puestos ambulantes de
Sierra ahumada. Estéticamente, Coquimbo es como un Valparaíso más chico,
miseria incluida.
Hoy el corazón evoca con nostalgia aquel aroma de
pan recién salido de "La Espiga de Oro", tradicional panadería hoy
inexistente, cuando salíamos de clases de la Escuela Nº 5 de Coquimbo, donde
conocimos nuestras primeras letras. También casi enfrente de la escuela estaba
la heladería La Alhambra donde los sabores
de canela y bocado eran los preferidos de los sedientos niños. Cuando la
sirena del Cuerpo de Bomberos allá en calle Garriga marcaba el mediodía la panadería La Francesa ofrecía sus
"Palitos" especie de baguette muy delgado , largo y crujiente que
eran muy apetecidos como tentempié antes del almuerzo. Curiosamente el recuerdo
más nítido de la infancia es mi primer día de clases en el Kindergarten de esa
escuela. Recuerdo que mi profesora se llamaba Dalila.
La calle Aldunate que ha visto de bonanzas y
pobrezas es la principal arteria del
puerto. En ella estaban las casas comerciales más tradicionales, como La
Competidora, el Hotel Ovalle, el Club Radical, La Radio Riquelme, el Bar Santiago, la Farmacia Vera, Rendich
Hnos., La Elegante, Oliver, Allen, la zapatería Rex, la Ferretería Silva, cuyas estanterías hiciera mi padre y que se
conservan hasta estos días, el Teatro Nacional, donde por los años sesenta
todavía se conservaba esa vieja tradición de las seriales, es decir una
película a la que había que seguir semana a semana. Era el esplendor de los
nostálgicos años felices. Nosotros íbamos y hablábamos con "El Gato", un amigo de farra de mi
papá seguramente, que nos dejaba pasar a Galería. Allí vi El Cid, película que
marcó mi mente por muchos años, y que ya mayor he vuelto a ver sin rescatar esa
magia de ayer. También era el lugar de presentación de connotados artistas
de la Nueva Ola, movimiento musical chilensis de la época. Este movimiento no deja de tener sus curiosidades y
chascarros. Una de ellas era que todos nuestros cantantes adoptaron nombres en
inglés. Así estaba Danny Chilean, Larry Wilson, Pat Henry y Los Diablos Azules,
Ferrán Alabert, Alan y sus Bates, Sussy
Vecchy, Nadia Milton, Alex Alexander, Los Blue Splendors, Peter Rock etc.. Lo
gracioso era que por muy gringos que fuesen los nombres, la cara de autóctonos
se les notaba, y en algunos casos era tragicómico. El público tenía verdadero
fervor por ellos, y su presencia eran sinónimos de conmoción pública. Cuando
algún muchachón corría poco o andaba desganado le ponían de sobrenombre Pat
Henry, que era una deformación verbal de
"pajero", en alusión a que era bueno para masturbarse. Era la época de las "Calcetineras",
de los "Coléricos", de los zapatos de color amarillo, con hebilla y punta cuadrada. De la Revista
Rincón Juvenil, con la plástica sonrisa de Enrique Guzmán en la engominada
portada. Era la época en blanco y negro tan nostálgica y bella.
Uno de los más memorables chascarros de esa época
es el que les tocó vivir a Los Red Juniors. Estaba el Teatro Nacional lleno de
bote a bote y hasta un perro se había colado a la platea. En eso uno de los
integrantes, canta una estrofa donde la nota se alargaba con un caprino por
varios segundos, y el perro se ponía a aullar como si llorara amargamente. Cada
vez que llegaban a la mentada estrofa, el perro aullaba con más vehemencia.
Hasta que de la galera no faltó el chango ingenioso que gritó: ¡Cántate una que no se sepa el
perro..!. Risotada general y hasta ahí no más llegó el tema, porque hasta los
Red Juniors se rieron con ganas.
Por la tradicional Avenida
Aldunate desfilaron las farándulas y corsos estudiantiles clásicos de la
época con toda su desbordante magia y
alegría . Eran de esas que se hacían en enormes Colosos y se decoraban con gigantescas figuras, que
iban haciendo reverencias ante la gente que colmaba las veredas. También
recuerdo funciones de cine al aire libre en El Empalme. Por desgracia para
nosotros, cada vez que estas funciones se llevaban a cabo, mi mamá Adela nos obligaba
a tomar una cucharada de Jarabe de Bacalao, como requisito del permiso para ver
la función. Este jarabe debe ser una de las peores cosas que he conocido,
aunque se decía que era muy beneficioso para prevenir no se que enfermedades.
"El Club de la Juventud" era el programa radial juvenil de mayor
audiencia conducido por la legendaria figura radial coquimbana Juan Ramírez Portilla. En uno de sus
programas mi querida prima Angélica, se hizo merecedora a una distinción al
crear un poema sobre el Valle de Elqui y ganar legítimamente un concurso de
poesía.
Angélica tenía y tiene dotes poéticos innegables y
toda su dulzura adolescente se plasmaron en esas juveniles letras. Estoy
orgulloso de su capacidad de amar, porque alguna manera pintó los primeros trazos
de ternura en una familia desacostumbrada a tales emociones.
Más allá la Iglesia de San Luis con su cruz
inclinada debido a un crudo e inusitado invierno, por los años cincuenta,
dominaba con rostro serio las calles que atormentadas por sus accidentes geográficos,
llegan casi a las orillas del mar. Fui monaguillo de la iglesia y recorrí con
temor y curiosidad sus instalaciones
completamente, incluidos entretechos, campanario y cúpula. Fue una época de
inocencia . También fueron escenario de una infancia feliz la figura del
"Canilla Díaz" astros del Coquimbo Unido de gran popularidad por esos
días ya que el equipo estaba a punto de llenarse de gloria al ascender a la
Primera División del Fútbol Profesional. Así lo haría en medio del júbilo colectivo
por allá por los sesenta y tantos. Recuerdo que se le ganó al cuadro de Universidad Técnica del Estado por 1 a 0, y
Luis Gardella el arquero coquimbano tuvo una actuación sobresaliente.
El entrenador de ese equipo de la Universidad
Técnica era don Gracián Miño, que años más tarde sería mi propio director técnico cuando yo estudiaba Publicidad en dicha Universidad y cumplía con
mi crédito deportivo obligatorio.
"Cocoliche", era un tosco y pintarrajeado
muñeco gigante con cara de niño, que en
una ocasión se inclinó ante mi con una reverencia que me dejó paralizado, con
más espanto que felicidad, gozaba de gran popularidad. Este muñeco itinerante
llevaba la alegría a todos los niños de Chile, y su presencia en los
nostálgicos clásicos universitarios, ponía esa nota de magia infantil sana e
inocente.
Eran esos años
con Brenda Lee sonando en la radio con su éxito "Saltando el palo
de la escoba", de Paul Anka cantando sus relamidos y eternos éxitos, y que
viniera a Chile en medio de la conmoción femenina local, que desató un
escándalo de proporciones cuando en la Estación Mapocho, una calcetinera le
tiró un calzón al ídolo. Neil Sedaka también era un ídolo indiscutido de la
juventud de la época. Y en Chile Pat Henry y los diablos azules se adueñaba del
ranking local por varias semanas con su éxito "Poesía en movimiento",
que curiosamente la cantaba el ingles como su versión original.
Así se forjaba la fisonomía de este puerto, que
abandonado a su suerte a veces, ha sabido sobrellevar sus sopores junto con
todos sus hijos.
Coquimbo llegó a ser considerado un puerto de
extrema pobreza durante el régimen del nefasto general Pinochet. Si a eso
sumamos el hecho de que el coquimbano es
muy amigo de trabajar independiente, lo que a veces lo lleva a la franca
flojera es peor todavía. En Coquimbo el bartoleo es una institución regional.
Mi familia vivía en la calle Carrera Nº 1718, en
una barriada humilde de Coquimbo. Era una corta calle de tierra que terminaba
abruptamente en una pendiente que iba a dar a la no menos célebre Quebrada de
San Luis; mágico territorio donde bravos pistoleros imaginarios revolcaron las
aventuras copiadas de la matinée dominical del Teatro Nacional.
Las madres llenaban el aire de gritos reclamando la
presencia de sus hijos para encargarles algún pedido, al tiempo que arrojaban
sus lavazas a la tierra que adquiría ese rico olor que tiene la tierra mojada.
Era una barriada porteña popular colorida, que no sabía de pequeñeces ni
envidias.
Las Turcas y el almacén de Don Marcelino Jorquera
en la Avenida Ossandón eran el lugar
donde a diario concurríamos a comprar los clásicos "12 panes y un pedacito
de mantequilla". Esta última venía en una especie de papel vegetal y era
mantequilla legítima, no como estos remedos de mantequilla que existen hoy. En
esa época la margarina se usaba sólo para postres y no tenía predilección entre
la gente. Es curioso como van cambiando los gustos y valores domésticos. Antes
un pollo asado era sinónimo de celebración anual, por decir lo menos. En cambio
hoy es una solución de urgencia para los comensales siempre atrasados.
Una sabrosa anécdota de ese tiempo que recuerdo fue
la que me tocó vivir con el guatón, un amigo de la vecindad que aborrecía el
almacén de las turcas. Íbamos pasando por el almacén cuando gritó a todo pulmón:
"¡Yo no compro donde estas turcas pillas!". Pero grande fue su
sorpresa al comprobar que el almacén de Don Marcelino Jorquera, que estaba sólo
unos pasos más allá estaba cerrado. Compungido me rogó que le hiciera la compra
donde las turcas que acababa de insultar. Por la boca muere el pez, dice el
refrán, y por algo lo dice.
También recuerdo que me aterrorizaban los perros,
por chicos que fueran, y el que vivía en
la bajada que daba a la Quebrada de San Luis me tenía de casero. Me
tenía para el soberano hueveo. Me hacía la vida imposible. Llegaba a mi casa
llorando y presa de un pánico sobredimensionado por mí. Mi padre me recomendó
que recogiera una buenas piedras, que lo dejara acercarse y cuando lo tuviera a
suficientemente cerca le diera un peñascazo en la frente. Una receta perfecta
pero decirlo era una cosa y hacerlo otra. Sin embargo seguí al pie de la letra
su consejo y una tarde de vuelta del la escuela se presentó la ocasión. Me hice
de una buenas y enormes piedras y dejé que el maldito perro se me viniera
encima. Cuando estuvo cerca le puse el mejor y el más certero peñascazo en la
frente con una precisión y serenidad increíble. El perro se revolcó un par de
veces de dolor y cayó fulminantemente muerto. La dueña puso el grito en el
cielo, pero hasta ahí no más llegó el maldito perro bravo.
Al volver a recorrer estas calles después de veinte
años de ausencia , se llena el alma de nostalgias, de recuerdos, de anécdotas,
de imágenes que a pesar de los años no abandonan el corazón.
Dicen que mi papá Miguel (mi abuelo paterno)
recorrió estas calles canasto al brazo vendiendo queso de cabra y huevos, junto
a un compadre suyo al que llamaba León (nunca supe si era nombre o apellido).
Más tarde se hizo "Pacotillero", especie de vendedor ambulante que
llevaba y traía mercaderías desde y hacia el norte, actividad en la que le fue
muy bien.
Así dio sus primeros pasos de comerciante que a la
postre lo convertirían en el dueño de una bodeguita muy bien ubicada en el
puerto, donde vendía frutas, carbón, leña, queso de cabra, huevos y leche que
traía en grandes bidones de aluminio y que se vendía a granel, es decir de a
litros, y se medía con un lechero enlozado de esa capacidad. Después la leche
venia en gruesas y anchas botellas de vidrio, de estilo americano. De esas que
en las películas dejan en la puerta de la casa. Traían una tapita de cartón, y en el gollete de la
botella se juntaba una sabrosa capa de crema. En Santiago anda a dejar un par
de botellas en una puerta…
Mi papá Miguel tenía una curiosa forma de llevar
las cuentas de sus clientes a quienes fiaba pequeñas cosas. Mi madre, entre otros infinitos quehaceres ayudó a mi abuelo en su negocio, y cuenta que en una ocasión debía anotar algunos
productos entregados a un cliente y no sabía como hacerlo, porque en el
cuaderno no aparecía el nombre del cliente, sino un sobrenombre o alias que mi
abuelo les colocaba. No se le escapaba nadie.
Así se podía encontrar la cuenta del "Cara de
gallo", el "Siete cabezas", el "Toro mocho" y otros
singulares sobrenombres. Aunque sus
clientes fueran varios, igual los identificaba con toda facilidad.
A mí me tocó el apodo de "El canaca"
seguramente debido al revuelo y conmoción pública que causó el caso del chacal
de Nahueltoro, (este delincuente tenia este alias) y mis ojos achinados le
habrían servido de inspiración.
A mi hermano Juan Carlos le llamaba Juan Minero, o
Juan Soldado, nombre de un cerro de la región y que tiene una historia que
pertenece a la más antigua leyenda chilena.
Alrededor del año 1680 llegó a La Serena un soldado
que al parecer venía huyendo de la Justicia Militar. Había luchado bajo las
órdenes de Juan de Austria II, el hijo de Felipe IV, y se había batido el
Nápoles derrochando fama de valiente y
temerario. A poco de llegar a La Serena, ésta sufrió el ataque del pirata
Bartolomé Sharp . Ante esto Juan Díaz, que era el nombre del soldado, luchó con
extraordinaria valentía contra los
piratas, que terminaron por saquear e incendiar la ciudad, tras llevarse cuanto
objeto de valor encontrasen en su camino. Cuenta la leyenda que un día Juan
Díaz se negó a que en una taberna le cobraran más de lo justo por un cuartillo
de aguardiente, y al ser increpado por un cabildero que se encontraba presente
llamado Justo de Cepeda, lo retó a duelo enrostrándole su cobardía ante el
ataque de Sharp. Por aquellos días vivía en La Serena un vanidoso marqués
llamado Don Maria de la Peña a quien Juan Díaz le solicitó que fuese su padrino
en este duelo con Justo de Cepeda. Como este se negara a acompañarlo en esta
empresa, también le enrostró su cobardía y terminó desafiándolo a un duelo.
Como resultado de estas ofensas ambos personajes lograron que el soldado fuese
expulsado y excomulgado de La Serena. Juan Díaz se fue pero aseguró que esta
afrenta no quedaría impune. Pasó un tiempo, y en una ocasión en que Don Justo
de Cepeda y Don Maria de la Peña salían de un fandango, aparecieron muertos a
puñaladas en plena calle.
Por ese tiempo los serenenses comenzaron a hablar
con devoción de un santo anacoreta (ermitaño) que vivía en una cueva al norte
de la ciudad.
Durante largos años el ermitaño llevó una vida de
miseria entregado a la oración. La única noticia que los vecinos tenían de él
eran las fogatas que encendía para dar alarma cuando se acercaba algún barco
sospechoso en el horizonte. Un día vinieron a avisarle al corregidor Gregorio
Cortés Monroy, que el anacoreta había muerto. Uno de los que lo acompañaban,
que había sido compañero de Juan Díaz, reveló la verdadera personalidad del
anciano. El corregidor mirando hacia el cerro donde éste había vivido, exclamo:
"Ha expiado su crimen y desde luego yo no sólo lo perdono en nombre de
Su Majestad, sino mando que desde hoy aquel cerro se llamará Cerro de Juan
Soldado".
Entre otros recuerdos está también los del almacén
que mi abuelo tuvo en la esquina de Pinto y Henríquez en el primer piso de una
casa que tenía dos o tres, y donde vivíamos todos según me parece. Era de esos
almacenes donde se vendía la azúcar a granel. La puruña se hundía en un cajón
cuadrado semi inclinado y con tapa de madera terciada y todo se pesaba en una
de esas romanas Precisión Hispana.
Luego se armaba un paquete con gran maestría
manual. Había unos enormes frascos llenos de dulces que tenían forma de
pescado. Y el Té Sultán se envasaba en cajones de madera terciada resguardadas
por un papel de aluminio. Las galletas Hucke venían el cajas de cartón y se
disponían en un práctico dispensario metálico. Ver una de estas cajas repletas
de galletas obleas era despertar un
apetito sublime. El aceite de oliva en tarro marca "Olé" de colores
rojo y amarillo y cuyo impreso mostraba a una bailaora de Jota, relucía en los
escaparates. Pero en esa época debo haber estado muy niño.
Mi mama Adela tenia un almacén de frutas y
mercaderías en calle Aldunate casi esquina de Henríquez y sabiamente había
hecho enrejar los escaparates de las frutas con esas mallas que se usaban en la
construcción de gallineros, para defender su mercadería , de la depredación
infantil. Un día mi primo Miguel, subido en uno de los bordes del marco y
puesto de espaldas para ocultar que estaba metiendo los dedos para robar unos
nísperos, se vino de bruces hacia adelante. El hocicazo fue memorable, pero
confirmó que las medidas tomadas por mi mamá Adela funcionaban de lo más bien.
Otra maña que teníamos era robar monedas del cajón
de la plata para ir a pesarse donde Martín Peña y CIA. una especie de mini
supermercado vecino a nuestra casa de
aquellos días. Nos encantaba ver como la báscula se movía de lado a lado, y con
una moneda nos subíamos todos. Hasta que mi abuela mandó poner al cajón de la
plata una especie de alarma que sonaba
con un sordo ring cada vez que la llave
era girada. La primera vez que
sufrimos esta experiencia, casi se nos sale el corazón por la boca. Hubo que
huir despavoridos a la calle. Tonterías de niños.
Lo que si no fue ninguna tontería era una manía que
habíamos adquirido de ir a gritar a la cochera de este mini supermercado,
porque producía un eco muy sonoro. Molesta travesura de niños. Un día mi
hermana Mónica y yo estábamos gritando en lo mejor, cuando llegó uno de los
dueños, seguramente podrido con nuestra actitud y la agarró del pelo. Yo
arranqué despavorido e informé a mi tío Herman con todo lujo de detalles , y de
un dramatismo que ni Chalton Heston hubiera logrado.
Mi tío que era un poquito acelerado partió
enfurecido a buscar al coño, echando
espuma por la boca lo sacó en vilo de
una de las cajas del supermercado donde se desempeñaba y sin decir agua va, le
puso un buen par de charchazos.
Otra de las anécdotas más memorables la tuvo mi
prima Angélica, que en esa época era una púber adolescente. Mi mamá
Adela dejaba unos dulces a su proveedor de repostería que eran unos cachitos rellenos con crema
pastelera o algo así. Y estando presente mi prima le ordenó a su casero, que le
dejara unos cuantos cachitos demás porque la niña le había salido muy cachera.
El rubor se apoderó rápidamente de las mejillas de mi prima.
Recuerdo la
picardía de mis abuelos, sus bromas llenas de ingenio, el tango que
tarareaba mi papá Miguel acompañándose del tañir de sus dedos sobre la mesa,
con el propósito de ser una indirecta para quienes nos sentábamos a comer, tal
como veníamos de jugar. "Carasucia, carasucia sinvergüenza, te has venido
con la cara sin lavar..." cantaba con aire desentendido, pero lleno de
intención.
Años después he escuchado por mera casualidad aquel
antiguo tango, y no he podido dejar de recordar como si fuese ayer, esta
escena. A veces cuando raramente mi abuelo dormía su siesta yo me instalaba a
su lado con el único propósito de
perturbarle el sueño. Le metía palitos en las orejas o pasaba mis diminutos
dedos por un hoyito muy peculiar que mi papá Miguel tenía en su calva.
En la casa había un gran retrato de mi abuelo que
tenía la particularidad que lo seguía a uno con la vista. Donde fuese que uno
se ubicara, dentro del cuarto la mirada de mi abuelo siempre caía encima.
En una ocasión mi abuelo invitó a un amigo a cenar
en su casa, cosa que mi abuela aborrecía porque a ella le gustaba prepararse
para la ocasión. Previamente le comentó
a mi abuela que su amigo era sordo, y por lo tanto cuando se dirigiese a él lo
hiciera con un volumen de voz adecuado para que él pudiera escucharle.
Igual recomendación le hizo a su amigo, a quien
dijo que la sorda era mi abuela.
Como es de esperarse la cena de desarrolló en medio
de un griterío infernal de aquí para
allá y de allá para acá, hasta que descubrieron al bromista, al que llenaron de
palabrotas.
Otra célebre broma de mi abuelo fue la que le hiciera a la señora Pepita,
especie de mucama que alguna vez sirvió
en la casa. Se quejaba mi abuelo con teatralidad y logró que la señora Pepita
prestara su atención un tanto alarmada por los gemidos de su patrón.
-¿Donde le duele Don Miguel?- preguntó presurosa a
mi abuelo.
- Una cuarta mas abajo del *pupo - fue su pícara
respuesta. La indignación de la señora no se hizo esperar y vociferando
maldiciones salió de la habitación.
A mi papá Miguel le gustaba el vino Santa Carolina
tinto, cuya etiqueta mostraba la caricatura de un altivo mozo, vestido de Frac
con una bandeja en la mano llevando una botella del mosto.
Para los dieciocho de Septiembre, infaltable el
cabrito asado, las bebidas, los volantines. Como buen patriarca, mi papá Miguel
reunía a toda la familia y partíamos para La Pampilla, sitio de tradicional
encuentro del coquimbano para fiestas patrias. Centenares de carpas se armaban
en la planicie , y el aire se llenaba de aromas, de color, de música, de
volantines, de ramadas, de ferias, de juegos infantiles, de olores a fritanga,
de multitud. Era un paseo peregrino como lo sigue siendo hasta hoy. La gente
recorre en familia todos los puestos, mira todas las ramadas, camina de aquí
para allá para no perderse ningún detalle. Nosotros en cambio nos instalábamos
en algún sitio estable. Recuerdo que había un lugar que era una especie de
caverna de roca sólida a la que la gente
llamaba la "Casa de Piedra". Era muy solicitado ese sitio, y
las familias llegaban de madrugada en esos días festivos para instalarse en él.
Además La Pampilla es vecina con el
siempre agitado mar en el sector llamado Las Peñas. Según contó alguna vez mi
padre, ese sector era muy peligroso para la navegación y más de alguna nave
yace en el fondo del mar. Con él fuimos de paseo a ese bello sector de Coquimbo, al que tendré
que volver algún día.
"La
Consentida " que era una de las cuecas favoritas de mi papá Miguel,
según lo que me contara mi querido tío Herman, retumbaba por los aires, y hacía
hervir la sangre de los porteños.
Otra de mi abuelo. Estando una vez bebiendo en una
especie de Quinta de Recreo que quedaba a la vuelta de la casa, llamada
"La Calahuala", se presentaba un artista muy amanerado que
gesticulaba tocando la guitarra y cantando insinuante y cuya condición de
homosexual se podía ver a la legua. Mi papá Miguel le mandó con el mozo un
papelito con una pizca de sal. El amanerado reclamó indignado:¡Cada uno hace lo
que puede!, en atención que mi abuelo le hubiese querido decir que era
desabrido.
En Coquimbo el
fervor popular en Septiembre, abarca desde el 18 al 21 y hasta el 22.
Antiguamente esta fecha era una verdadera bacanal colectiva de alcohol,
festejos, y música que preocupó a más de alguna autoridad de la época, puesto
que se producían una serie de hechos luctuosos que dejaban muertos y heridos
como fatídico saldo de la celebraciones. Pero por los años sesenta el día de
mayor celebración era el 21 de Septiembre.
Para explicar esto, hay razones históricas y otras
populares. La más reconocida señala que esto se debe al atraso con que llegó
(día 21) la noticia de la independencia al puerto.
Hay otra versión que dice que el tristemente
célebre pirata Bartolomé Sharp, tuvo sitiado el puerto durante varios días, y
que su alejamiento (el día 21 de Septiembre) provocó un verdadero jubilo popular,
festejando siempre en esta fecha dicho acontecimiento patrio.
Según los historiadores esto ocurrió en el año
1680. Habiendo llegado los piratas a la bahía de Coquimbo, los españoles
residentes de La Serena huyeron hacia Vicuña y los cerros cercanos quedando
sólo el Corregidor para tratar con el pirata, que exigió el pago de cien mil
pesos por el rescate de la ciudad. Como los vecinos no tenían esa cifra y la
entrega se hizo demorosa, Sharp creyó que lo estaban engañando para ganar
tiempo y decidió retirarse, no sin antes saquear la ciudad y llevarse cuanto
objeto de valor había. Enseguida le prendió fuego a la desolada ciudad.
Los pescadores de Coquimbo estaban aterrorizados
ante la presencia de Sharp- a quién llamaban "charqui" - Así nació el
dicho: Llegó charqui a Coquimbo, cuando se refiere a una persona poco grata e
inesperada. O sea un chanta.
Sin embargo leyendo la prensa, me entero que el
municipio erigirá una estatua a Francis Drake. No se si esto se hace con
genuina idiotez, si se es perfectamente ignorante, o si se hace con un
maquiavélico afán de marketing turístico. Por que no se entiende homenajear de
esta manera a este corsario que sólo sembró terror y desolación a su paso por
estas tierras y relegar al olvido a Gabriela Mistral, por ejemplo, que debiera
tener, no un monumento, sino una fundación de verdad que nos enseñe su legado y
sentir con toda su fuerza el orgullo de ser hijo de la misma región que la
musa.
Cosas de estos días. A esto se agrega otro sui
generis proyecto de la Municipalidad porteña: La construcción de la "Cruz
del Tercer Milenio", obra inútil cuyo presupuesto bien podría destinarse a
la implementación de una Posta Rural absolutamente necesaria para la región, o
unas buenas escuelas que por lo visto se hacen urgentes para que los futuros
hijos de Coquimbo tengan una mente un poco más clara que la de sus actuales
autoridades. Se dice que la mentada cruz estará dotada de estacionamientos
subterráneos y buenos restoranes para degustar los platos típicos de la Cuarta
Región. Como dice Violeta Parra en una de sus creaciones ¿Que dirá el Santo
Padre que vive en Roma?
Como sea, Coquimbo es un puerto con identidad y
valores propios. Tiene su surrealismo mágico, su sordidez, su desbande, su
cobardía, su absurdo como ese registro en el Libro de Guinnes, por el Pisco
Sour más grande del mundo. Insólita empresa que llevó a cabo la Alcaldía
desoyendo importantes voces contrarias a la idea. Entre ellas la de la propia
Iglesia. Mas vale figurar en el concierto internacional por obras más
edificantes.
Mi mamá Adela (mi abuela paterna) venía de Vicuña,
más propiamente de la localidad de El Tambo, en medio del valle del Elqui. Su
nombre fue Adelina del Carmen Ortiz Geraldo. De apellidos de origen argentino
según reza la leyenda familiar. Esto sorprende gratamente, y me lo reafirma con
varias expresiones de mi abuela, algo trasandinas y campechanas.
Ella respondía a otra figura. Entregada a sus
quehaceres domésticos, enérgica y austera siempre supo entregar su cariño a
todos sus nietos. Tenía el temple que épocas como esa requería y era muy capaz para salir adelante.
Aunque su cariño no tenía la misma expresión que el
del abuelo, y hasta podía pasar por huraña, era de una gran generosidad y reto
a reto iba enderezando la inquieta conducta de sus nietos.
Recuerdo que siendo yo un adolescente de algo así
como 16 años, me mostró algo que ella había atesorado por años. Era una
sencilla cara de payasito hecha sobre una ampolleta en desuso. Tenía una barba
de algodón pegada con esa antigua goma "Canario" que venía en un
diminuto envase de vidrio . La ampolleta estaba pintada de color rosado en su
base. Ese trabajo, yo lo había realizado
cuando estaba en Kindergarten. Quedé sorprendido de que ella lo conservara.
Luego lo volvió a guardar en una caja de madera, que hacia de costurero suyo.
Hasta hoy no entendí que lo que de verdad me estaba
mostrando, era su irrenunciable cariño.
Jamás ha muerto en el corazón de su nieto que en
estas humildes líneas rinde un homenaje filial a nuestra generosa mamá Adela.
Mi hermano mayor Miguel Aliro Torrejón Gallardo al
que todos le llamamos "Pato", sobrenombre puesto por mi papá Miguel
naturalmente, por que según él, comía como pato. Es decir, no conocía la
saciedad. Con él y mi hermana Mónica vivimos un año o dos en un remoto pueblo
del norte chico lleno de casas de deshabitadas como fantasmas de ruidosas
puertas, en medio del silencio y la desolación. Era Inca de Oro. Pero como
cruel paradoja, no pasaba nada con el oro, menos con el inca, y ni siquiera
buen agua se podía beber, ya que la que había era un agua salobre con
altos contenidos de cobre. El agua dulce, como se le llamaba al agua
extraída de profundos pozos, que llamaban "Diques", se traía en camiones en tambores, y una vez a la semana se
aseguraba la provisión. Nunca supe tras que derrotero fue mi padre que fuimos a
parar por allá. Sueños de mejor vida y riqueza (¿?). De cualquier modo era un
pueblo como arrancado de una página de García Márquez.
Tan mágico era que una rara ocasión en que mis
padres fueron al cine y nos quedamos solos, estando acostados mi hermano Pato
tuvo una visión de una calavera que lo aterrorizó y nos aterrorizó a todos.
Huimos despavoridos donde una vecina.
En otra ocasión husmeando por los alrededores, me
encontré con unos muchachos trabajadores, quienes bebían vino de una garrafa.
Uno de ellos me ofreció una monedas, si yo me tomaba un tarro duraznero de
vino. Acepté el desafío con catastróficas consecuencias, Tras beber el
apocalíptico brebaje caminé unos pasos
antes de aterrizar bruscamente en el suelo. Y de las monedas nunca más supe.
Mi hermano Pato cursó en ese lugar el primer año de
preparatoria, y según recuerdo era un pueblo de escasa población, con su
pequeña iglesia, con su escuelita, con sus infaltables prostíbulos donde los
mineros dejaban gran parte del dinero que se generaba en la zona, con un gran
almacén o pulpería que era de propiedad de unos chinos, con trapiches (molino
artesanal de tracción animal para procesar el mineral) abandonadas en las
calles.
Luego de esta azarosa aventura familiar, volvimos a
Coquimbo. Allí entramos a la escuela Nº 5 y retomamos la normalidad.
Mi hermano era un niño muy creativo e inteligente,
que escribía los guiones de las historietas que Carlos Saldes, un talentoso
compañero de él, dibujaba con gran maestría. Más tarde le copiaría con in
disimulado descaro, cautivado por la originalidad de las historias. Era el
tiempo de las revistas, como forma de entretenimiento. Siempre he pensado que
esta época me vinculó definitivamente el hábito de la lectura. Había Cambios de
Revistas, es decir locales donde uno concurría con sus revistas para cambiarlas
por otras no leídas, y pagaba una pequeña de dinero. En esta transacción se
consideraba el estado de la revista y su calidad editorial. Se le contaban las
hojas y se revisaba su estado general.
Estaban entre otras que recuerdo:
El Conejo de la Suerte, Porky, y sus amigos, Gene Autry (de vaqueros),
Roy Rogers, Vidas Ejemplares (de corte religioso), Red Rider, Rip Kirby, El
Fantasma, La Pequeña Lulú, El Llanero Solitario, Superman etc. Todas mejicanas
ya sea de Editorial Novaro, o Sea. Los mayores leían El Pingüino, revista de
humor súper blanco comparado con estos días, y que incluía fotografías de
chicas posando en divertidos y arcaicos trajes de baño de lo más recatado, o
desnudas detrás de un árbol donde prácticamente no mostraban nada. Igual se
alucinaban los viejos. Nosotros íbamos al cambio de revistas "El
Faro" que estaba frente a la Iglesia de san Luis.
Además de guionista, mi hermano era un gran
inventor. Fabricaba llamativos carritos con ruedas de palo de escoba, y una
lata de sardinas; diseñaba intrincados caminos por donde circulaban estas
pequeñas máquinas artesanales. Hizo increíbles presentaciones cinematográficas
infantiles. Cine de siluetas que a veces lograban un efecto espectacular,
valiéndose de un cajón ahuecado con una pantalla blanca delante y la cómplice
luz de una vela de los iluminaba desde adentro. La figura articuladas se
manejaban con unos alambres desde fuera de la caja. También desarrolló un tocadiscos a pulso que
funcionaba de lo más bien, articulando manualmente un lápiz de pasta que
actuaba sobre un eje implementado en un simple cajón de tomates en desuso.
Detrás de todo esto estaba el talento de mi padre que sin duda, lo tenía. Seguramente él había soplado como
hacer esta maravilla a mi querido
hermano, lo que no resta méritos a su
indiscutida inteligencia. Mi padre había atesorado algunos trabajos de
estudiante en la Escuela de Minas de la Serena, (hoy Universidad de La Serena)
que revelaban a un gran dibujante. En su pega, tenía gracia para desarrollar
una cerrajería artística que si no alcanzaba para arte era simplemente porque
no pudo captar ese concepto y usó su talento nada más para sobrevivir. Sólo
para parar la olla. Pero talento había. Era dueño de una bella letra. Recuerdo
haberlo escuchado recitar medio borracho,
más de un poema escrito por él. Tenía también un gran sentido del humor.
Tenía gracia para contar chistes. Esto
lo heredó más de alguno de mis hermanos. También fue chofer de camiones, y
recuerdo verlo llegar, tras larga ausencia con un camión repleto de sandías. A
veces narraba sus aventuras al borde de la muerte, en un mítico camión Thames
que alguna vez tuvo , y al que llamaba "Taca Taca", por el ruido que
hacían sus válvulas cuando estaba en marcha. Sus colores eran como siempre en
muchas cosas de su propiedad, los de la virgen de Lourdes, de la cual fue
siempre devoto aunque de discutible conducta.
Nuestro barrio pobre de calle Carrera de Coquimbo
fue testigo de insignes pichangas infantiles, en las que mi primo Miguel Juica
era el célebre Jorge Toro y mi hermano era Misael Escuti (arquero titular de la
legendaria selección del 62) del equipo y yo Manuel Astorga el digno arquero de
reserva que nunca jugaba, porque el titular jamás se lesionó. Era una época
linda a pesar de las necesidades.
Mi abuelita Rosa (abuela materna) vivía cerca de
nosotros. Atravesando el arenal cerca de la calle Manuel Rodríguez tirando para
la Pampilla.
Ir a verla era para nosotros sinónimo de hartarnos
con cachitos, singulares pastelitos rellenos con crema que guardaba en una
vitrina y que le servían de pequeña ayuda al sustento familiar. Un día mi
hermana Maritza que era una pipirigua de esas que se comía con gran habilidad
los bordes de las colchas de la cama, le dijo a mi abuelita con tono enérgico,
al momento que nos servía el té: "Abuelita... mi mamá todos los días nos
da dos panes a cada uno y con harrrta mantequilla... ". Pero que sabíamos
nosotros pequeños aprovechados de su gran corazón, si alguna vez la mantequilla
"por aquí pasó", fue porque no había más.
También lavó sin tregua ropa ajena, con la
prolijidad de su conciencia limpia. Sus planchas de fierro que calentaba en la
cocinilla a parafina marca Alma, eran sus fieles aliadas en la brega cotidiana.
De ella mi madre heredó los cánticos que fueron alimentando el afecto infantil.
Verdaderos himnos de su amor.
Hoy le hemos fallado con una desidia imperdonable,
aunque sé que en el fondo de su corazón me perdona y nos perdona tanta
ingratitud. Mis tíos Daniel y Luis lo eran nada más que técnicamente, porque en
edad andábamos por ahí no más. Con Luis fuimos grandes amigos. Nos fumamos
juntos los primeros pitos, nos tomamos juntos los primeros copetes, nos arrancábamos
para la playa todos los fines de semana, en plena época del hipismo criollo de
los setenta. Daniel en tanto sembraba pacientemente la inteligencia que
cosecharía después y que es su característica de la que me siento más orgulloso. El abuelo Aurelio
García era introvertido e inteligente. Me parece sentía alguna admiración por
la orden de los Rosacruz, especie de cofradía masónica internacional que
publicaba folletines periódicos y se jactaba de haber tenido entre sus filas a
Benjamín Franklin y otras celebridades. Recuerdo que en una ocasión, tras una
pelea entre Luis y Daniel los amarró a ambos y los dejó sobre una cama cara a
cara para "que se conocieran ". El construyó con sus propias manos la
casa donde vivían. Después Daniel hizo ampliaciones siguiendo la huella de su
inteligencia.
Cuando llegó el momento de la emigración de la
familia hacia Santiago, el primero en partir fui yo. Me vine a vivir a la casa
de mi tío Herman en un verano del sesenta y tanto. En Coquimbo quedaban el
resto de mis hermanos Miguel Aliro, Mónica, Maritza, Juan Carlos, Miguel
"El Bonche", y el benjamín de la familia Rodrigo.
Este tío siempre me dispensó un especial cariño y
más de alguna vez puso unas monedas de gratificación en mi mano.
No más llegamos me llevó al Cine Nilo a ver la
película "El niño y el toro" y nos hundimos en ese mundo popular que
es el sector Mapocho, bullente y vigoroso de incesante actividad. Recorrimos
rápidamente el centro de Santiago. De su mano veía boquiabierto los edificios
desconocidos en Coquimbo. Este tío nuestro es un raja diablos, algo fanfarrón,
casi rayano en lo cómico, pero gran persona. Cariñoso, generoso, amigo de la
buena mesa, y seco para el tinto, con un aguante que en sus buenas épocas podía
haberse inscrito el Guinnes Récords. Podía tomarse una garrafa solo si se le
antojaba. Como comía en gran cantidad, podía doblarse, pero muerto no caía
jamás.
Dice la
leyenda que fue un bravo parroquiano, que llegaba de regreso a casa con las manos zafadas de tanto pegarle a
los giles en los lenocinios de Coquimbo. Se aventuró a salir del país en un
barco mercante en calidad de cocinero, dicen algunos, y que le costó
innumerables bromas relacionadas con su virilidad. Pero le dio la malaria y
estuvo internado en un hospital de Colombia. Recuerdo haber visto como una
postales en blanco y negro de un par de lugares de Colombia en su casa.
Mentira, dicen otros mala leche. Como sea mi primo Toño heredó lo mejor de mi
tío Herman. Su generosidad, su amor por todos los suyos, su sentido filial de protección.
Grande mi primo hermano. Si hay algo que jamás me gustó de la relación de
hermanos entre tíos y tías era una especie de envidia entre ellos. Una
descalificación constante. Un motejarse continuamente de esto y de aquello.
Esto era enfermizo corrosivo y destructivo.
Aunque me consta que igual eran unidos. Era una forma muy extraña de
quererse. Gracias a Dios nosotros nunca nos dejamos seducir por este ejemplo.
El sector de Mapocho tirando para Independencia
era y es un barrio popular y en esas épocas
de verano el aroma de los duraznos
priscos y peludos apilados en carretones de mano inundaba los espíritus de la
gente. Los vendedores hacían cucuruchos de diario y lustraban sus frutas
colocando adelante las mejores y metiendo una que otra picada en el cucurucho
que llenaban con increíble rapidez.
En las noches había pequeños puestos que vendían
pescado frito a un costado del puente Independencia en medio de grandes
fogatas. Mi padre llegó más de alguna
vez con un paquete calentito de pescados fritos, los que comíamos con
entusiasmo y entre dormidos. También por el sector de Mapocho vendían
"pequenes", especie de empanada pobre, con un pino similar a la
empanada , pero sin carne. Una canción de Violeta Parra refleja muy bien esa
vivencia popular.
Por allí en otra época se construyó el famoso puente de Cal y Canto, maravillosa
obra colonial con que contó Santiago por poco más de un siglo. Estamos
hablando del año 1767. Estuvo ubicado
frente a la calle Puente y su obra se debió
al laborioso Corregidor de Santiago, Don Luis Manuel de Zañartu, en la
dirección de la obra que proyectara en ingeniero inglés Don José Luis Coo,
utilizándose en los trabajos a reos y condenados a presidio, a los que hay que
decirlo, maltrataba con increíble saña, debiendo enfrentar en reiteradas
ocasiones las críticas de la Iglesia por su trato con los caídos en desgracia.
Trece años demoró su construcción, y la proverbial tontería nacional lo hizo
demoler bajo la administración del presidente Balmaceda. Por la época del puente
de Cal y Canto existía la leyenda de que
el corregidor rondaba por las noches la ciudad, para corregir con mano de
hierro los desmanes de rateros criminales que se negaban a trabajar. Sin
embargo Don Luis Manuel de Zañartu se negó a recibir remuneración por su
trabajo. Lo hacía por genuino servicio público. También fue el creador del
convento del Carmen Bajo, en La Chimba, claustro donde internó para la
contemplación a sus dos hijas. Bello barrio. En sus inmediaciones está también "La Piojera" legendaria picada que
según cuenta la leyenda ha sido visitada por ilustres ciudadanos como el otrora
Presidente de la República Don Arturo Alessandri Palma a quién se atribuye el
nombre del recinto. Al momento de entrar habría exclamado: ¡ y a esta Piojera
me trajeron!. Del presidente Alessandri también se dice que después de los
actos cívicos del Parque Cousiño, pasaba a la legendaria Confitería Torres
ubicada en Alameda y Dieciocho a tomarse
una caña de chicha. "Estoy que me rajo de sed, ando con los fierros calientes",
decía al momento de ordenar su bebida.
En esta chichería conocida como La Piojera no había
servicio de cocina, pero se facilitaban utensilios como cacerolas, platos y
cuchillos y la gente llegaba con sus
provisiones de mariscos preferentemente, por la cercanía del Mercado Central.
Bajo sus emparronado había pipas de chicha que servían de mesa a los
improvisados comensales. Parado sobre una de estas pipas cantó en una ocasión
el célebre tenor chileno Ramón Vinay, figura de la lírica mundial. El gran
pintor chileno Arturo Pacheco Altamirano era otro de sus habituales
parroquianos y llegó a tener mesa reservada en exclusiva para él. En la
puerta siempre había muchachos vendiendo
mallas de limones, paisanos con canastos de huevos duros y tortillas amasadas,
y otros pequeños delincuentes que hacían de bolsillos a los borrachos que
salían bamboleándose del local. Se dice que La Piojera debe haber estado en pie
para la Guerra del Pacífico. Son los barrios del cabaret Zeppelin en calle
Bandera, el Hércules, La Antoñana, El Jote y otros sitios por donde desfiló
una bohemia de artistas, poetas y
pintores, que en sus mejores años incluyó al inmortal Premio Nóbel de Chile,
Pablo Neruda y a toda una generación de brillantes artistas, escritores, poetas
y extraordinarios seres indefinibles que transitaban los días de un Santiago
que se fue. En materia gastronómica célebres eran las picadas como "Don
Boli" en la calle Grumete Bustos, donde se sospechaba que las parrilladas
eran de perro. Los Puchos Lacios, por 14 de la Fama, lugar muy concurrido donde
se comía muy buena comida chilena e internacional, que tenía en su interior florida pérgola y
privados para deleitarse a placer. Por Independencia con Echeverría estaba La
Montaña, una clásica Hostería donde mi papá pasaba a tomarse el del estribo.,
cuando regresaba a casa después de haber estado bebiendo seguramente en El
Mendoza, legendario restaurante de Independencia con Dávila. El Rancho Chico
por el lado de Vivaceta, también era sitio predilecto para disfrutar de una de
las tradiciones culinarias más apetecidas del sector: El pollo al coñac. Y por
supuesto esa institución nacional que es el Mercado Central, donde generaciones
y generaciones de chilenos han arreglado el cuerpo después de las
pantagruélicas celebraciones. Este recinto cuya construcción estuvo a cargo de
Fermín Vivaceta y Manuel Aldunate por encargo del gobierno de don José Joaquín
Pérez (1868), estuvo listo para su uso a mediados del año 1872, habiéndose
encargado su estructura a Inglaterra. El escultor Nicanor Plaza estuvo a cargo
de su ornamentación. Antes de entregarse a sus funciones naturales, Benjamín
Vicuña Mackenna decidió presentar allí una
gran Exposición de Artes e Industrias.
La vieja calle Vivaceta que alguna vez se llamó
Hornillas, considerada fea por algunos. Está regentada como su Alma Mater por
el Hipódromo Chile, y es casi natural ver caballos paseando por sus veredas
guiados por diminutos aspirantes a jinetes. Allí se desvanece en el tiempo el
mitológico cine Libertad donde dormimos más de alguna siesta veraniega. Frente
al cine había una piscina de pura estirpe popular : La Piscina Libertad. La Tía Carlina era un
famoso prostíbulo donde la prostituta Carlina Morales Padilla, llegó a
hacerse un cierto capital regentando un conocido lenocinio de travestís
conocido como La Palmera . El Blue Ballet, grupo coreográfico de travestís, era
una verdadera sensación de Santiago. Su primera figura era Candí Dubios, nombre que adoptara después de
sus veinte años en Europa donde actuaba bajo el nombre artístico de Candí
Santiago. Su verdadero nombre fue Candelaria Patricia Manso Seguel. Nació el 24
de Agosto de 1942. Cuando niño imitaba a Barita Montt el y cantaba para los
pescadores de la Caleta El Membrillo, en Valparaíso. De joven se integró al
inédito o cuerpo de baile que formara Paco Mairena, su eterno tutor y padre
adoptivo. Partió al extranjero (Francia) con un grupo de amigos bailarines y
trabajó en Boites y Casinos. Regresó culta, refinada y casada, hablando
fluidamente cinco idiomas. (inglés, francés alemán, italiano, y español) .
Reina del transformismo chileno, cubrió con un halo de absoluto misterio su especulada operación de cambio de
sexo. Años después el under santiaguino rescataba el valor que tuvo para
enfrentar esta situación tan difícil, como lo es ser homosexual en Chile.
Incluso grupos Rock como Los Tres, en su
video clips de su trabajo "La espada y la pared" y La Ley se acercan
a su estética y hasta filman los video clips
de sus éxitos en "Le Trianón" restaurante de corte francés de
los años cincuenta, con cortinas de terciopelo, muy propio del esplendor de esa
época, que se ubica por las inmediaciones del barrio Brasil. Candy llegó a ser
la vedette más cotizada del under santiaguino. Murió el 21 de mayo de 1996 y de
sus labios nunca salió el secreto a voces de su origen varonil. Se casó ante
Dios y la Ley en Francia y a mediado de los ochenta regresó a Chile, hasta
que el cáncer se metió en su cama y en un feroz estertor se la llevó al más
allá. Hoy un video humorístico ("Los Años Dorados de la Tía Carlina")
realizado por el humorista Ernesto Belloni "El Che Copete" del
célebre espacio televisado "El Jappening con Ja" recuerda aquellos
días.
También por estos barrios de La Chimba vivió en por
los años veinte Pablo Neruda quién plasmó en su poema " Los crepúsculos de
Maruri" de su primer libro: Crepusculario, su presencia en tan especial
vecindad. El vivió en una casa de pensión (la primera desde su llegada de
Temuco a la capital) que estaba ubicada en el número 517 de calle Maruri, esto
es casi esquina Rivera y supo captar la intensa mezcla de pueblo y poesía de
este barrio. Supo apreciar esa extraña mansedumbre de Maruri, ese atardecer
melancólico, nostálgico y ajeno al bullante
pueblo que pasaba por sus veredas. Es una
calle lejana y distinta a sus vecinas circundantes, con
arquitectura propia, y con una suerte de linaje diferente.
Volodia Teitelboim - vecino de Maruri, en su época - la
consideraba una calle anti poética. Dice que en esos tiempos era una calle gris
, con olor a gas, a café de higos, que las pensiones eran habitadas por
chinches. Eso me consta.
Por esas época todas las mañanas llamaba la
atención una atractiva chica de boina calada que esperaba locomoción para ir a
sus clases de Historia en la Universidad de Chile. Era Hortensia Bussi. Su
conmovedora figura de Primera Dama errante, denunciando incansablemente el
atropello que le tocó vivir llena el corazón de justa indignación.
Así es este barrio surrealista donde coexiste
la riqueza y la pobreza, la poesía, la
alegría, el desamparo y la esperanza, lo sórdido y lo profundamente humano.
Así se daban los contrastes entre lo sórdido y el
alto vuelo poético en éste bello barrio.
En la mañanas desde nuestra cama se podía escuchar
el ronco pasar de carretones que venían con sus verduras de La Vega en
madrugadas cuando la silente lluvia caía indiferente. Cuando pasaban más
adentrado el día, se veían como en cámara lenta los pies de los bravos
trabajadores que le ganaban a la adversidad. Más de alguna vez los vi caer
alcanzados por algún vehículo.
La casa de mi tío, que más tarde fuera de mi
familia, era una vieja casa en la calle Rivera llena de grietas, chinches y goteras. Mi dulce y hermosa tía Teresa tenía en ese tiempo un salón de belleza donde
ayudaba con unos cuantos pesos al sustento de la casa. Mis primas Jessica,
Jacqueline y Lisette Pilar heredaron su belleza tanto interior como exterior, y
además son mis primas hermanas predilectas. Una anécdota de esos días tuvo como protagonista a mi primo Toño, que
en esa época debe haber tenido siete u
ocho años, al que instruimos con mi primo Miguel Juica para que fuera a tocarle el culo a la
Alejandra, la hija mayor de don Juan Grez, que en ese momento salía del salón
de Belleza de mi tía. Mi primo partió como milico ciego y de improviso le incrustó sus manitos en
el armonioso culo de la vecina. Esta se
puso furiosa, y buscaba con la mirada echando chispas, a los responsables del
desagradable chiste. Nosotros nos hicimos los huevones.
Esta calle Rivera
lleva su nombre en recuerdo de un valeroso militar que se
distinguió activamente en las campañas
que precedieron a la batalla de Maipú.
Juan de Dios Rivera fue ascendido a General de
División en el año 1823. Seis años después fue Ministro de Guerra en el
gobierno de Francisco Antonio Pinto.
Tengo la sospecha que el nombre de Anibal Pinto que
hoy tiene una calle que viene después de Rivera, en realidad debiera llevar el
de Francisco Antonio Pinto, puesto que las demás calles como Borgoño y Cruz
corresponden a personajes de la misma época. Estoy seguro de que las
autoridades edilicias no se tomaron la molestia de consultar con el Instituto
de Conmemoración Histórica y le echaron para adelante no más.
También en esta calle Rivera se encuentra el
monasterio del Buen Pastor , hermosa Iglesia con las dos torres consideradas en
su época, las más bellas de Santiago. Fue construida por el notable arquitecto
Italiano Eusebio Chelli, quien además diseñó el suntuoso templo de La Recoleta
Dominica, y el Palacio Errázuriz, que es donde funciona desde hace décadas la
embajada de Brasil, en Alameda a la altura de la calle Dieciocho. La iglesia de
Buen Pastor fue declarada monumento nacional en el año 1972.
Como vemos es un barrio con historia que no
conocemos y con belleza que ignoramos.
Era un escenario distinto, que dejó todas sus
huellas. Que me obligó a sufrir la dificultad de ser transplantado a una ciudad
de mayor envergadura, donde mi acento provinciano algo cantadito se convirtió
rápidamente en risa de mis nuevos amigos. Mi hermano Rodrigo estaba dando sus
primeros pasos y era el centro de la atención y el cariño de la casa. Yo lo
extrañaba mucho. Soñaba con Coquimbo a pesar de que mi tío siempre fue generoso
y complaciente conmigo.
Era un nuevo escenario, con destartaladas micros
San Pablo pasando por Rivera. Con el grifo abierto en el tórrido verano y el
griterío infantil festivo de la tarde ardiente.
Es el barrio de Fray Andresito, hermano franciscano
que murió con olor a santidad y cuya sangre , según cuenta la leyenda,
permanece eternamente liquida. Dicen que es muy milagroso y el fervor popular
da testimonio de esto, a través de las
placas que en agradecimiento por favores concedidos colocan sus devotos en gran
cantidad.
Sus restos descansan en la iglesia de la Recoleta,
donde es venerado por el pueblo. Insisto es un barrio lleno de valores que a
veces no sabemos apreciar. Es la otra historia del barrio. La que circula
subterránea. La que no vemos.
Como todo barrio popular, sus personajes colocan
una nota desgarradora de pobreza, y la esperanza duerme la borrachera en la
cuneta inmunda. Pero también llena de humanidad y calidez. Recordar el puente
de Los Carros con su vitalidad y energía, o aquellos puestos donde vendían sólo
condimentos con su iracundo olor, es penetrar por este mundo verdadero y
vigoroso.
También por este sector existe una calle popular
cerca de la Vega que lleva por nombre Salas. Don Manuel de Salas fue un gran
filántropo protector de los desvalidos, al que el pueblo quiso mucho. "Tatita
Salas" le llamaban los desvalidos. Su esposa, otra dama de la caridad y la
compasión fue la fundadora del Convento del Buen Pastor, entre otras obras
benéficas.
Pasó el verano y llegó el momento de estudiar. Para
entonces vivía con mi tía Adela y mi primo Miguel. Mi tía siempre ha tenido una
impagable generosidad con todos nosotros. Mi primo siempre tuvo una rígida personalidad, que a veces
caía en el capricho. Vivíamos en calle Gamero casi frente a calle López. Mi tía
arrendaba allí una pieza. Tenía una peluquería que le permitía solventarse con
suficiencia. Me matriculó en el colegio Santo Tomás de Aquino, que oficialmente
se llamaba Miguel Rafael Prado. Allí hice el sexto año de preparatorias. Era un
buen colegio dirigido por Monjas españolas del Amor de Dios. Había un par de
hermanas jóvenes y bellas, con un acento español atrayente y curioso. No tuve
mayores problemas y así no fracasé en los estudios. Las monjas eran bastante
severas y cualquier falta era castigada
con un certero reglazo que había que recibir con la palma de la mano extendida
y después sobarse para callado. Todos los primeros Viernes del mes había que ir
a misa y comulgar. Eso significaba confesarse antes. Era divertido ver la cara
de santurrones que ponían los más trasgresores del curso. Y cuando la hostia se
te pegaba en el paladar, era porque no habías confesado todos los pecados.
Después nos trasladamos a calle Olivos frente a lo que es hoy la Facultad de
Química y Farmacia de la Universidad de Chile, y muy cerca del Templo de La
Estampa. Otro bello templo que según cuenta la leyenda debe su nombre a un
hecho de carácter histórico acontecido por el año 1786.
Cuenta que un pobre campesino creyente en dios y las ánimas, paseaba por la Plaza de Armas
de Santiago, cuando un comerciante de la época le ofreció una estampa impresa
de la Virgen de Carmen. Después de mucho insistir el campesino se convenció y
se dispuso a la compra. Grande fue su sorpresa que al momento de tomarla, la
estampa voló por los aires a pesar de no correr ni una sola brisa y de intentar
alcanzarla de varios modos. La estampa siguió volando, hasta detenerse en los
terrenos donde más tarde se levantó primero una capilla y luego el templo de
tres naves.
Allí el destino quiso que la familia diera su adiós
filial a la mamá Adela y a mi padre. En torno al dolor volvimos a encontrarnos.
Después del sepelio pasamos al Quitapenas y bebimos largas horas. Hicimos
bromas a la muerte, y nos reímos de buena gana. Allí tratamos de ganarle, de
salir fortalecidos.
Este Quitapenas en más de noventa años ha despedido
con jarros de vino a miles de seres. Allí se han olvidado del dolor y secado sus lágrimas
cientos de miles de deudos. Con distintas ubicaciones pero siempre en la
inmediaciones del cementerio, este bar se ha multiplicado por todo Chile, y me
atrevería a decir que es parte de nuestro folclor urbano.
Volviendo a lo cotidiano de otros días, uno de los
episodios que mas nos causa risa con mi primo Miguel Juica cuando lo recordamos, es de aquella ocasión
en que trajinando los rincones de la casa de calle Gamero, nos metimos en el
dormitorio de uno de los miembros dueños de la casa que hacía vida apartada del
resto de la familia.
Allí encontramos una gruesa colección de
estampillas antiguas y nos llevamos de recuerdo una buena cantidad. Al rato
vendimos los recuerdos a un anticuario de Avda. Recoleta y fuimos al Zoológico
donde nos hartamos de bebidas y helados con el dinero del botín, además yo no
conocía el zoológico y ese fue otro ingrediente nuevo. Pero el crimen no paga dice el refrán y por
algo lo dice. Igual nos descubrieron. Mi tía Alicia, otro arcángel de la
generosidad, que le costó una lamentable ingratitud, tenía un restaurante en la
calle Santos Dumont, frente al hospital José Joaquín Aguirre que los fines de
semana se llenaba de visitantes , que pasaban a apagar su sed, allí mitigaban sus dolores. Frecuentábamos a mi
prima Maria Luz, que era pícara y
despierta y siempre tramaba alguna maldad. Por ejemplo: sacábamos unos
rociadores de laca del salón de belleza de mi tía Adela, que deben ser algo así
como los antepasados de los sprays de hoy, los llenábamos con agua y partíamos
donde mi prima. Cuando faltaba media cuadra para llegar nos rociábamos la
frente y llegábamos transpirados como si lloviera. La Mariluz decía: ...mira
mamá como vienen de transpirados, pobrecitos.... Era tan insistente, majadera y
convincente que lo más sano e inteligente era darnos la bebida o un helado. Con
cualquiera de las dos alternativas quedábamos aperados. El que no actúa, no
come.
El caso es que le regalamos unas cuantas
estampillas del botín, y ella andaba para arriba y para abajo con los sellos.
Lo que nosotros no sabíamos era que el morador del dormitorio misterioso era
asiduo cliente del restaurante, y es posible que mi tía Adela haya arrendado la
pieza a través del contacto con este caballero.
Así fue que un día llamo a la Mariluz y al revisar
las estampillas tuvo un presentimiento atroz, que confirmó más tarde poniendo el grito en el
cielo, y la sacada de chucha a nosotros fue impostergable. Quedamos como
seditas con mi primo. Mi tía tuvo que buscar otro sitio donde vivir. Pero no
éramos malos ni perversos sino traviesos y vivarachos. La disciplina del
colegio era más o menos exigente, y nos aplicábamos bien. Muchas veces vestí la
ropa que mi primo no usaba. Miguel era a veces caprichoso y armaba berrinches
porque mi tía le tejía unos suéteres crecedorcitos, y a veces se le pasaba la
mano en el largo de las mangas. Esto irritaba sobremanera a mi primo que no
estaba dispuesto a andar con las mangas recogidas como una gobucha. Entonces me
lo ponía yo, que no podía andarme haciendo el lindo y tenía muchos menos remilgos. Mi tía siempre
estuvo regalándome zapatos, ropa etc. Creo que ayudó harto a mi padre. Más de
lo que éste merecía.
Reinstalado con mi familia terminé el sexto de
preparatorias y se vino el verano con todo el calor. En esa época había
jardines en las calles llenos de una flores que se habrían con el sol; perritos
creo que se llaman y que se contraen con la ausencia de la luz. Son muy
aromáticas y bellas. Por las tardes Doña Emelina, una venerable anciana vecina
de enfrente sacaba su silla y se sentaba a ver caer la tarde. Su marido, Don
Pepe, maestro que reparaba todo y de todo, era un señor bajito con cara de
alemán arrancado de la Segunda Guerra, silencioso e introvertido. La instalaba
con toda parsimonia. Otro vecino, don José Reyes, también anciano ya, era dueño
de una peluquería a la antigua. Sus escaparates estaban llenos de polveras de
plaqué, rociadores de esos a los que había que apretarles una pera de goma y la
típica suela donde se asentaba la navaja rítmicamente. Por las tardes salía a
regar su jardín y luego se sentaba largamente en un banquito que se había hecho
en medio de las flores. Sus ojos turbios se perdían en la tarde que caía
silenciosamente. Dicen que don José fue guardaespaldas del presidente
Alessandri en sus años mozos. Algunos comentarios del barrio afirmaban que fue
detective, y otros un soplón.
Cuando el
verano se había instalado de frentón, y por las tardes nos
manguereábamos, o alguien abría el grifo, y se desataba la fiesta. O íbamos al
frigorífico G. Guglianno de calle Rivera casi al llegar a Avenida Independencia
, frente al colegio de las Teresianas
San Gabriel donde estudiaban mis hermanas Mónica y Maritza, y siempre volvíamos
con un trozo de hielo que era una insana delicia. A veces comprábamos en el
Convento del Buen Pastor los restos de la masa con que se hacían las hostias.
Por unos pesos nos daban unos grandes cucuruchos de restos de hostias que eran
exquisitas. Palabras mayores era la pastelería del barrio La Nilo, donde se
compraban unos berlines inmensos rebosantes de crema pastelera. Además estos
berlines eran desconocidos para mi. En Coquimbo no recuerdo haberlos visto. Los
helados de la San Carlos eran un manjar
que nadie podía perderse. Sobre todo el de sabor a bocado que era realmente
rico. La Alhambra, otra fábrica de
helados, pero de los que se llaman
chupetes, y que en Coquimbo se les llama paletas, también eran como lugares
predilectos. Mi papá a veces nos mandaba a comprar sus buenos 15 o 16 helados
para tomarlos en la casa.
Allí, en la casa de calle Rivera, alguna vez nos
visitó mi tío Carlos, un viejo campechano y Barranquino que además de ser
hermano de mi papá Miguel era clon de mi
abuelo, sólo que mucho más pícaro. Era dueño de un ingenio increíble y
era mágico en sus descaradas mentiras. Usaba los mismos calzoncillos largos que
mi papá Miguel, de esos que le llaman "matapasiones", y se refregaba
entre los dedos con los calcetines,
igual como lo hacía mi abuelo. Nos tenía embobados alrededor de su cama hasta
las dos de la mañana contando una historias inverosímiles. Una vez contó que el
médico le había recomendado pastar a la medianoche igual que las vacas, para mejorarse
de no sé que enfermedad. Así lo hice por
tres meses- agregó - Nosotros le preguntamos ¿y qué pasó? - "Que me halla
bajado leche niño por Dios"- respondió con una seriedad que nos reímos de
buena gana. Llegaba con sus buenos quesos de cabra, un cabrito y golosinas para
nosotros. Por ahí anda una fotografía donde mi tío se retrató en el Cerro San
Cristóbal. Después llegó a Coquimbo contando que hasta "Chey" le
tenían en Santiago. Inolvidable mi tío Carlos.
En esa casa también vi a mi madre trabajar codo a
codo con mi papá. Ella cortaba fierro como un verdadero hombre para las rejas,
que mi padre armaba. Después las pintaba de un antióxido cafesoso y cuando esta
mano se secaba, se aplicaba la pintura final que generalmente era un esmalte
negro. A mi me pedía que le pintara "los loros", que eran pequeños
espacios de fierros sin pintar que a
ella se le pasaban. Se preocupaba del almuerzo, del colegio, lavaba, planchaba,
cosía mi infatigable madre. De sus mágicas manos salieron las más creativas
comidas. Es que mi madre es una mujer de otra estirpe. Es de las que con un
simple tarro de salmón, hacia empanaditas fritas, tan exquisitas, tan
fraternales, tan llenas de ese abrigo protector inconmensurable que es el
cariño de una madre. Yo no me puedo quejar. A veces cuando yo regresaba del
colegio, ella estaba friendo chicharrones, y pescaba media marraqueta, la
llenaba de esta fritura maligna, y la comía con verdadero gozo. Cuando no eran
cabezas de ajo con aceite y sal. Siempre
encontró la forma de salvarnos del hambre. Nos hacía ropa, nos tejía chalecos
de lana, nos revisaba las orejas y nos mantenía a raya con las travesuras. Sus
castigos también eran temibles, y cuando le bajaba el indio buscaba a "su
compañera de las horas tranquilas" como le decía al cordón de la plancha o
alguna correa que tenía a mano para
corregirnos. Tanto heredé de ella. Su genio, su ira, su irreverencia. A mi
vieja nadie le viene con cuentos, y no cabe en estas páginas todo lo que aportó
de su temperamento para moldear la personalidad de sus hijos. Según nos contó
en alguna oportunidad, ella conoció a mi papá cuando trabajaba de cajera
puertas adentro en la panadería La Campana, por el barrio Brasil. Recuerdo
alguna foto de esas de estudio, donde sale con los labios pintados en una pose
como de estrella de Hollywood. Lucía bella y joven con sus rasgos finos. Una
vez, siendo niño le hice una típica pregunta: ¿mamá que es lo más rico que
existe en el mundo?. El agua, fue su inteligente respuesta, aunque yo quede con mis dudas respecto a lo que entendía por
rico. Venía de Renca y por extraña coincidencia yo viví en calle Angamos que
era la misma calle donde ella vivió, y que además visitamos en un viaje que
hicimos desde Coquimbo, en unas vacaciones cuando solo estábamos mi hermano Pato
y yo. Incluso en la misma casa en la que yo viví, y que era la de la familia de
mi esposa Ximena Valenzuela, había vivido mi tío Eduardo Gallardo arrendando
un par de piezas en sus primeros años de
casado. Mi madre lo es todo. Le seguimos debiendo.
Volviendo al barrio, calles como Rivera, Ibáñez
López, Escanilla, Barnechea, todos nombres en recuerdo de ilustres personajes
de nuestra historia, fueron testigos de una época feliz a pesar de todo. Era un
país diferente. Por las tardes se armaban unas pichangas memorables, de esas de
quince por lado y jugando a los quince goles. A veces podían durar tres horas
sin ni arrugarse. Se daban verdaderos clásicos donde se dejaba todo en la
cancha, quiero decir en la calle.
El más importante era Ibáñez v/s Barnechea. Había
jugadores excelentes , de gran habilidad con la pelota y ningún vecino se
despegaba de la puerta para presenciar el acontecimiento. A veces en pleno
fragor de lucha llegaban los pacos y quedaba la arrancadera. No sé porque esta
estampida, a lo mejor estaba prohibido jugar, cosa que sería una reverenda
estupidez. No quedaba un alma a la vista, y cuando se iban los indeseables
volvíamos a lo nuestro . A veces nos dábamos cuenta que los pacos se habían
llevado la pelota y por aquí y por allá unas monedas y aparecía otra nueva.
Cuando no el Cele, un trabajador oriundo de Puerto Saavedra que era demasiado
brioso y vehemente la trancaba como si fuera de cuero y las reventaba. Lo
dejaban sordo a chuchadas. O las tiraba arriba del techo. De repente en lo mejor
del partido llegaba Manolito un anciano que arrendaba una piececilla en la casa
del Rina, y que tenía unos pasitos de duende debido a su avanzada edad y a la
evidente semi parálisis. Se paraba la pichanga para que Manolito llegara hasta
su puerta, pero cuando la cosa estaba encendida la paciencia duraba
hasta que un par de los muchachos
lo pescaban en vilo, y lo dejaban parado justo en la puerta de su casa,
mientras Manolito echaba mil garabatos. Esperar que hiciera el trayecto con sus
pasitos diminutos habría tomado 10 a 15 minutos. Ni cagando.
Nuestra rivalidad deportiva no nos apartaba de la
amistad, aunque nos picábamos igual, ya que todos defendíamos una camiseta
común en la Liga Independencia: la del Club Social y Deportivo Polo Sur. Era un barrio solidario donde todos se
saludaban y se conocían. Quizás la estrechez de sus calles era la mejor condición para que ello ocurriera. La noches
se alargaban hasta altas horas contando chistes en "El rincón", como
le llamábamos a una casa semi abandonada por su dueño, que era una alcohólico
inofensivo que sub arrendaba el resto de las piezas. En su frontis habíamos
dibujado un arco donde practicábamos desde la mañana. El Bonche, que por esa
época era muy niño todavía, mostraba sus talentos futbolísticos que se
insinuaban positivos, pero que se desvanecieron con el tiempo.
Los veintiuno de mayo había que ir a ver a los
marinos que llegaban desde Valparaíso a la
Estación Mapocho. Era un
espectáculo lleno de gallardía y a uno se le ponía la carne de gallina cuando
veía marchar a estos hombres de mar al son de la Marcha de los Nibelungos.
Más tarde la distancia puesta por las instituciones
armadas respecto de la gente mató esta
bella tradición. Uno iba a verlos, y de
vuelta pasábamos a la panadería Pinto y comprábamos unos bollitos dulces,
conejitos y otras delicias de la
infancia.
En esa época eran muy pocos los que tenían televisor, y en la calle Pinto la señora
Laura cobraba un par de pesos y te
podías sentar toda una tarde a ver televisión. En tardes calurosas Don Jorge
Núñez padre de Cristian y Susana, abría generosamente las ventanas de su casa
para que un grupo de chiquillos se
agolparan a ver tele. Tenía un Westinhouse de 23 pulgada en blanco y negro, de
esos que venían con un mueble. Era la época de Disneylandía en horario de
matinée de Domingo, Los tres chiflados, Mi marciano favorito, Maverick, Batman,
El agente de C.I.P.O.L., El conejo de la suerte, etc. Inolvidables series de la
primera televisión. De los programas realizados en Chile recuerdo "Mientras
otros duermen la siesta" que animaba Gabriela Velasco, "Clases
Alegres" con Sergio Silva, "¿Quien soy yo?" con Enrique Bravo
Menadier, algunos microprogramas como ¿Cuanto sabe Ud.? Con Justo Camacho, El
Show del Tío Alejandro, con Alejandro Michel Talento, ya fallecido. Era la época de Bonanza
inmortal serie de Cow Boys de la
televisión mundial.
Don Jorge era un hombre de contextura gruesa, calvo
e introvertido, dueño de una bodega de frutas en la calle Lastra cerca de la
Vega, al que se le veía pasar con un diario bajo el brazo hacia su buena casa
dotada de todo lo soñado por sus vecinos: Televisor, refrigerador, buena
familia etc. Era colocolino furibundo y fue el quien me enseñó en
silencio, lo que es la gran institución
alba. Nunca supe si Don Jorge sabía que el Colo Colo nació precisamente por
estos barrios. En Abril de 1925, una división interna del club Magallanes dio nacimiento a Colo Colo. Mientras
caminaban los disidentes por Independencia hacia avenida Panteón, que hoy se
llama avenida Zañartu y que es la calle que da al Cementerio General, se les
hizo tarde para comer y decidieron pasar
a El Quitapenas a satisfacer su apetito. Allí fue donde se desarrolló la
primera estrategia. Allí nació Colo Colo que tantas alegrías sabe, supo y sabrá
darle a Chile. Recuerdo que uno de los mejores técnicos de fútbol que hubo en el país, don Luis Alamos, "El zorro", genial estratega que llevó al
equipo a la disputa de Copa Libertadores de América en el año 1973, decía que cuando Colo Colo ganaba el pan del
desayuno a la mañana siguiente era más
sabroso y el té más dulce. Hermosa semblanza que capta plenamente el
sentir de un pueblo sufrido que puede
ser feliz aunque sea con una tacita de
té y un pan, cuando su corazón está lleno de esta alegría entregada con garra y
valor por su equipo. Desde entonces es el club
de mi predilección. Gracias don Jorge.
Yo me hice muy amigo de su hijo Cristián
y su hermana Susana llenó ese espacio de enamoramiento infantil que
supongo todos pasamos. Este romance se limitaba a estar cerca , y acaso darnos
la mano y sonreír, y a pesar de eso nos
embelesábamos de lo lindo. A veces pasaba tardes enteras teniendo su sonrisa
como única reafirmación de mi cariño. Pero era algo absolutamente intenso que
me podía hacer ver pajaritos todo el santo día sin atinar a nada. Recuerdo que
en una ocasión que fuimos de vacaciones a Coquimbo, llegó a la casa de mi abuelita Rosa una carta para
mi, de Susana , y además me mandaba una fotografía suya, de esas de carne
escolar. Estuve todos los días mirándola
como idiota. Cristián era un tanto amanerado y contrastaba mucho con el resto
de los rapaces del barrio. Seguramente el excesivo regaloneo había incubado e
él un refinamiento infantil delicado e inocente. Su papá veía con buenos ojos mi amistad con él, que era
exactamente lo contrario. A lo mejor pensaba que mi junta influenciaría de
forma correctiva en su hijo. Dicen que Cristian finalmente terminó homosexual,
junto a Patricio Pavéz, mi primer amigo en el barrio, y que hoy viven juntos en
Estados Unidos.
Don Jorge nos llevaba con Cristian al estadio,
provistos de una buena cantidad de sándwiches de jamón y queso, la infaltable
Coca Cola y el buen maní tostado. La pasábamos de primera. Gracias a él pude
ver en vivo y en directo a jugadores de la talla de Pelé, Edú, cuando venían a
participar en los famosos Hexagonales de verano con el Santos de Brasil, a
Farkas que venía con el Vasas de Hungría, al negro Spencer figura del Peñarol
de Montevideo. Recuerdo que por aquellos días se había dado el mito de que el
único defensa posible para detener a Pelé, el extraordinario futbolista
brasilero, era el "Chita Cruz", baluarte de la defensa colocolina. La
verdad era que el "Chita" paraba al astro a patada limpia. Yo estuve
en el Estadio Nacional cuando ocurrió un chascarro muy divertido. Jugaba Colo
Colo contra el Santos de Brasil, y por supuesto se daba este duelo entre Pelé y
el Chita Cruz. El duelo se desarrolló
dentro de lo esperado. El Chita, había anulado al gran astro del fútbol mundial.
Se notaba que Pelé estaba ofuscado por este ridículo deportivo al que era
sometido por este atrevido jugador. Para más cagarla, en una jugada en que le
llega un centro a Pelé, y al momento del salto, el Chita le bajo los pantalones
dejando casi a culo pelado a la estrella mundial, que reaccionó propinando un
recio golpe de puño a nuestro con nacional. Ambos fueron expulsados, y
posteriormente Pelé recordaba para algún programa de televisión este sabroso
episodio. Época de grandes deportistas mundialmente reconocidos. Cuando don
Jorge veía que estaba en la ventana me
hacía pasar y me instalaba delante del sillón de usaba para él. Yo quedaba a un
metro de la pantalla en primera fila.
Otra bella época. La radio también marcaba uno de
sus mejores momentos. Recuerdo que cuando volvía del colegio, no más me bajaba
de la "11" Ñuñoa Vivaceta llegaba rápido a la casa para alcanzar
justo el momento en que transmitían "Lo que cuenta el viento", en
Radio del Pacífico, hoy desaparecida. Eran relatos de leyendas campesinas , de
entierros y cosas sobrenaturales que estimulaban la imaginación. Luego recuerdo
programas como "La bandita de Firulete" y más tarde los sones del noticiero de Radio Portales,
como a eso de la una de la tarde, después la emisión del programa cómico
"Hogar Dulce Hogar", con Eduardo de Calixto y un equipo de actores
radiales de renombre. El Malón 66 de Radio Chilena con Hernán Pereira que
pasaba por su mejor momento de popularidad, y nadie se lo perdía. Se transmitía
en las noches en un horario familiar, y era muy grato escuchar esa voz
cautivadora de Hernán Pereira. Hoy es un locutor de una emisora FM y no ha
perdido para nada ese don de cautivar con su gran condición de comunicador
social. "La Tercera Oreja" cuya autoría pertenece al libretista
Joaquín Amichatis, audición radio teatral
tradicional en radio Agricultura que
ensoñaba a los auditores entrada la noche santiaguina. Los relatos
nocturnos del Siniestro Doctor Mortis eran escalofriantes y más de algún
insomnio me robó. En una ocasión mi padre mandó un acróstico basado en el
nombre "Puntito" que era un personaje que hacía Esteban Lob en un
programa matinal de Radio Chilena, "Despertando el día" creo que se
llamaba , y se ganó no sé cuantos paquete de Té Supremo. Quedamos chatos
tomando té.
A mi padre le gustaba escuchar por las noches a
Patricio Varela, versátil locutor de Radio Portales que se apasionaba con el
tema ovnis, y que más tarde se inclinó hacia algunos médium de gran fama por
esos días, como lo es el caso de Zé Arigó. De este médium brasilero se hablaba
de sanación con sólo palpar con sus manos la parte afectada del paciente.
También de complejas operaciones oculares a cuchillo cocinero pelado. Algo así
como las prácticas filipinas de sanación, que consisten en la simulación de
extirpaciones de órganos malignos. El curandero se empapa previamente las manos
con sangre, sin que el paciente pueda verlo, y procede a masajear la parte
afectada con teatralidad, hasta que aparenta sujetar entre sus manos el mal que lo afecta . Algunos pacientes aseguran haber sanado completamente, y es
probable que así sea. Pero prueba además que muchas de las enfermedades humanas
parten en la mente. Mens sana in corpore
sano. Roberto Sáez otro legendario locutor nocturno tenía
un programa en Radio Balmaceda donde invitaba de vez en cuando algunos artistas
importantes del país. Allí me estremecí con los dolores de los hermanos Gastón
y Eduardo Guzmán, "Quelentaro" que más tarde marcarían un símbolo de
las peñas solidarias y clandestinas del tiempo de la dictadura de Pinochet, en
las cuales participé con entusiasmo.
Don Viterbo Pavéz Ogáz, el almacenero del barrio
por decirlo de alguna manera, era todo
un personaje. Su almacén era de poca monta y todas mañanas se montaba en
su triciclo y partía para la Vega con su
clásico pinche en el botapié del pantalón y un lápiz de madera incrustado en la
oreja, a buscar las exiguas verduras y el mote para atender los requerimientos
de sus pobres caseras. Era muy bromista y en su almacén tenía un teléfono se esos
que podía verse en la serie Los Intocables. Un día apareció con un perro tipo
chiguagua de patas chuecas al que llamó "Chaplin". Este perro infame
no más me veía se lanzaba a ladrarme hasta que desapareciera. Todo su encono se
debió, me imagino, a un certero revistazo que le acomodé en la cabeza una vez
que el perla quiso morderme. Ahí quedó.
Después de este episodio, quedé grabado a fuego en
el cerebro del nefasto animal.
Nuestra pandilla, liderada por este humilde
servidor, la integraba el guatón Julián, el guatón Pepe, el Pato Pavéz, El
Pilo, el Tito, y otros que hacían méritos para ser aceptados. Las reuniones,
que eran convocadas, a través de un silbido, el que al momento de escucharlo
los miembros del clan acudían rápidamente. El árbol secreto, que era el punto
de reunión está en la calle López, a un costado de la iglesia de la Veronicas,
y siempre el guatón Julián se quedaba abajo, debido a su impericia para trepar
además de su gordura. Un día se nos ablandó el corazón y entre cuatro logramos
subirlo y dejarlo en la primera rama sólida del árbol. No habíamos terminado de
jadear cuando uno de los otros chicos le grito: ¡Julián ahí viene tu papá!. El
gordo se tiró del árbol y se quebró una pierna. Así con la mejor cara de
huevónes le fuimos a contar la tragedia a la mamá de Julián, que nos escuchó
sin armar gran alboroto. Estaba un poco ebria, como casi siempre.
Entre otras fechorías que cometíamos estaba cazar
palomas para luego encúmbralas, esto es dejarlas volar y luego recogerles el
hilo que la atrapaban con un lazo por las patas. También hacíamos plumillas con
alfileres que podían ser peligrosas y las disparábamos escondidos en lo
jardines, cuando doblaba por Rivera la San Pablo.
Don Juan Grez era un personaje muy pintoresco del
barrio. Pequeño de estatura, regordete, de grueso bigote al estilo de los chefs
italianos y su inseparable boina negra calada, era de esas personas que el vulgo llama " potocos". No
era tan sociable, pero para estas fiestas era todo gentileza. Propio de una
película de Fellini. Tenía un taxi Essex del año 29 o algo así que se
caracterizaba por un taxímetro externo y
antiguo, igual a los autos que aparecían en la serie televisiva en blanco y
negro "Los Intocables". Don Juan era viudo y tenía cinco hijas y un
hijo, una de ellas la Amanda era raja diablos a morirse. De las tres cocos que
le llaman. Jugaba pichangas, peleaba, jugaba a las bolitas, luchaba, peleaba a
los caballazos, en fin, las hacía todas.
Su padre desesperado por la conducta de su hija llegó a raparla para que no
saliera a la calle, pero no había caso siempre se escapaba. Cuando la Amanda
veía televisión con los demás en la ventana de don Jorge, el chivateo era
fenomenal debido a los manoseos de que era objeto y los que la tenían sin mayor
cuidado. No era ni tan fea.
Cuando el club del barrio, el Polo Sur celebraba
sus aniversarios, don Juan era número artístico fijo en el show. Todos los años
cantaba la misma canción: "En España bendita tierra... Donde puso su trono
el amor... " y los muchachos del barrio la hacían blanco de sus bromas
cambiando la letra por una algo más
procaz: "En España reinaba el peo... Pero puso su trono el mojón...".
El juraba que la algarabía era debido a sus dotes, pero la verdad era otra. La
chica Miriam en cambio, si tenía una bella voz y había participado en varios
programas radiales y hasta en la televisión en una ocasión. Bella época de
calles engalardonadas. Bello concepto social, ingenuo y esperanzador.
Entré a la enseñanza media en medio de un
estruendoso resultado en la Prueba Nacional, especie de Prueba de Aptitud
Académica chica que se daba al salir de Octavo Básico. La ensoñación
sentimental me había alejado de los libros. Era la inevitable edad del pavo.
Los posteriores años fueron mejores. A la fecha de rendir la Prueba de Aptitud
Académica, la familia buscaba una nueva casa donde vivir. Nos trasladamos a la
calle San Luis, Independencia abajo donde se recomenzó la convivencia. Por
aquella época mi hermano Pato trabajaba en la Compañía de Teléfonos de Chile e
ingresaba a la Universidad Técnica del Estado en jornada nocturna, a la carrera
de Mantención Industrial o algo así. Aquella Alma Matar sería más tarde la mía,
cuando ingresé a la carrera de Publicidad, en su departamento de Arte y
Comunicaciones. La Universidad se me presenta bullante de actividad política.
Con pasillos llenos de afiches de distintos candidatos, y con una incontenible
energía en todas partes. Era una época que se preparaba para los cambios,
ignorante del triste destino que tendría más tarde. La nueva forma de estudiar
me hace dedicarme por entero en el no fracaso. Pero inevitablemente viene el
encuentro de las vivencias, el descubrir, el diálogo, el crecimiento
intelectual. La época donde tu opinión es válida, y en la cual están puestas
todas las esperanzas. Jamás olvidaré mi época universitaria, tan reafirmativa,
tan sólida, tan humana, tan decisiva en lo ideológico y tan vigente.
El Martes once de Septiembre de 1973, tenía clases
de periodismo las dos primeras horas de esa nublada mañana y casualmente estaba
temprano en el casino de La Pancha tomando un café con Carlos Carnevali,
compañero de carrera, y por esos días
gran amigo. El ambiente estaba enrarecido por el presagio de golpe. La última
elección constitucional había desnudado la posibilidad política de la derecha,
y la posibilidad militar se podía oler en el ambiente. Precisamente ese
día el Presidente Salvador Allende visitaría la Universidad desde donde
anunciaría su deseo de llamar a un
plesbicito para zanjar las diarias acusaciones de la oposición . En eso estábamos cuando nos
enteramos de un atentado a la antena de
la radio de la universidad, y fuimos testigos oculares de la llegada de jeeps
militares por la avenida Sur, hasta el
frontis de la Casa Central.
De repente aparece en el casino, uno de los
dirigentes de la universidad a quienes apenas conocía y subido en una silla
hizo una alocución para permanecer y defender nuestra casa de estudios.
Comprendimos con Carlos la gravedad de la situación y decidimos que era el momento de retirarse del
lugar. Lo hicimos por el sector de la
Quinta Normal, y al salir un militar nos detuvo y nos obligó a transitar sólo
en dirección norte. Así fuimos de militar en militar hasta llegar a las riberas
del río Mapocho. Desde allí hacia el puente Independencia en una procesión
triste, silente y desconcertada.
Llegamos a la casa de un tío de Carlos , que era un empresario del rubro de
limpieza y Aseo Industrial, por el
Barrio Bellavista. Cuando llegamos , él estaba
de espaldas, sentado en un sillón bergere giratorio, con un vaso de whisky y un gran
puro en la mano. Estaba feliz de que los Jockers Hunters se aprestaran a bombardear La Moneda. Para él
Allende había sido un verdugo infame y manifestaba abierto apoyo al golpe. Era
la patética confirmación de la anuencia empresarial al golpe de Estado. Decidí
irme de inmediato a casa y con pánico crucé a pie acortando camino a través de
La Vega, saliendo a Avenida la Paz
y llegando a San Luis. Cuando llegué mi
mamá quemaba unos libros míos en el patio. La pesadilla había comenzado. Solo
un mes después pude retomar mis
estudios con normalidad, después de chequear mi nombre en una lista que
disponía la custodia militar que se hizo cotidiana. Para ingresar al Campus se retenía el Carné de Identidad en una suerte
de portería de emergencia que los militares instalaron en cada entrada de la
universidad. Se nos hizo entrega de una tarjeta con perforación IBM como esas
con las que antiguamente se hacían las apuestas deportivas de Polla Gol, las
que eran canjeadas por el carné de
identidad a la salida de clases.
No hubo vacaciones ese año, y muchos compañeros no
pudieron retomar sus estudios. Otros permanecían en calidad de detenidos en el
Estadio Nacional, junto a otros millares de compatriotas. Así me enteré que
Víctor Jara el inmortal cantor popular que cantaría esa mañana en que el presidente anunciaría su
decisión, fue apresado, conducido al Estadio Chile junto a centenares de
compañeros de universidad y luego muerto por torturas. También me enteré de la
muerte del camarógrafo Hugo Araya
conocido en la Facultad como
"El Salvaje", por su aspecto de guerrillero permanente, con atuendo
al estilo del che.
Todo se descompuso. Hubo reemplazo de
profesores, nuevos y sospechosos compañeros, control aquí , control allá nos
acostubramos a los bandos aturdidores que incitaban a la delación de cualquier
situación sospechosa. Los lockers donde se guardaban materiales del
departamento de Arte y Comunicaciones habían sido destrozados a punta de
bayoneta en busca de las armas imaginarias. Allí quedó por algún tiempo la
incomprensible mueca de violencia, expresada en el mobiliario de nuestra sala de estudio.
La televisión también había muerto, e interrumpía
la letanía de su programación para
acusar a fulano de tal, o poner precio a la cabeza de mengano. Así de grotesco
e incivilizado. Después exigen respeto.
El hasta entonces el desconocido miedo fue el pan
de cada día. Después era sencillamente terror. Diarios como El Mercurio que
habían avivado la cueca aferrado a la libertad de prensa, publicaba a ocho
columnas las treinta o más fotografías de los más buscados de entonces. Figura
el hoy ministro Arrate, Anibal Palma y otras figuras públicas. Volver a ver la
publicación es una bofetada cruel a la cobardía con que se actuó. Así cuando vi
los Jockers Hunters dejar caer con precisión las infames bombas comprendí que
mi juventud era destruida en un aspecto. Desde entonces fui tenaz opositor
silencioso como el resto del país al ignorante y patético traidor que pasó a
conducirnos. La figura de Augusto Pinochet marcaría desde entonces mi desprecio
por estos militares obsecuentes con un infame traidor que se llena la boca con
un honor que desconoce.
Vinieron los difíciles años de la dictadura. Los de
las publicaciones clandestinas, de la música clandestina. Era la época del
sobresalto cada vez que el la radio anunciaba que "El diario de
Cooperativa está llamando" para dar a conocer la desgracia de turno. Las
peñas folclóricas llenaron un gran espacio de libertad y junto al descubrimiento
del canto se convirtió en una poderosa razón de existir. Junto a un par de
amigos cantábamos con entusiasmo y descubrir la
cultura under de mi país fue apasionante. Yo recuerdo haber asistido a
un recital de Quilapayún en la universidad, en que hablaba del asesinato de
tres mil obreros chilenos en la pampa. Quedé desconcertado e incrédulo. Pero al
revisar las páginas de la historia encontré esta y mil muertes más pasando sin justicia y sin
historia. Leí y descubrí al Neruda más allá de Veinte poemas
de amor y una canción desesperada. Me interesé en la guerra civil española, y comencé un largo camino de compromiso y
simpatía por los personajes de mentalidad más avanzadas del país. Es un
verdadero país aparte el de los artistas comprometidos con la verdadera
cultura. Me interesó la historia de Chile no oficial y me topé con un ejercito
de creadores que le ganaban día a día a los dictados del régimen. Comprendí que
esta posición político-cultural sobrepasaba las fronteras, y que el dolor
latinoamericano era igual al mío. Sosteníamos largas charlas bien regadas en la
peña Antilén que estaba frente al cerro Santa Lucía. Después conocí a ese
insigne arcángel de la cultura popular
que fue René Largo Farías, quién tras sostener una tenaz lucha contra la dictadura,
logró hacer valer su derecho a vivir en Chile. En su "Chile Rie y
Canta" nos atrincheramos en el canto y rompimos innumerables madrugadas a
punta de guitarra y verso. René era un hombre muy disciplinado y no permitía
que los cantores se quedaran bebiendo por beber en su local, así es que
regresábamos caminando desde su casa de San Isidro y a veces nos deteníamos en
Alameda y Santa Rosa, en uno de esos carritos de fritanga y nos saciábamos con
empanadas de queso o sopaipillas. Después nos íbamos a tomar la copa del
estribo al Iris, legendario café trasnochador de la bohemia santiaguina, tan
descompuesta como el régimen que lo amparaba. O caíamos en la Fuente Holandesa
que miraba sórdidamente desde Santa Rosa, con homosexuales ebrios, escandalosos
borrachos en medio de la calle o prostitutas groseras y provocativas. La
venerable Iglesia de San Francisco es
impunemente ocupada en sus puertas del lado de Alameda por vendedores de huevos
duros, de "sanguches de potito", por
delincuentes y adolescentes procaces que ofrecen sexo barato. Toda una
fauna noctámbula al estilo de la corte de los milagros. Si uno pasaba por el
sector de San Antonio y Alameda, podía presenciar todo tipo de fechorías. Era
una esquina peligrosa para los noctámbulo con unas copas de más.
Este ambiente degradado había reemplazado al de los
intelectuales del Café Derby, o del Negro Bueno, o del Café Santos. La calidad de la bohemia se había envilecido,
había caído en la depravación social. A
veces se acercaba a nuestra mesa una niñita a
vendernos una escuálida rosa envuelta en un cucurucho de celofán. O
venía una mujer a ofrecernos un gigantesco velero de madera a vil precio. En
fin. Andaba la desolación y la tristeza
de vereda en vereda buscando el sustento en la generosidad de los transeúntes.
Salía por las noche el pueblo a buscar,
como fuera, sobrevivir. Fue el tiempo de una legión de vendedores callejeros
que se encaramaban ágilmente en las micros a vender inverosímiles productos
taiwaneses. Era la lepra de sociedad de consumo que vendría después. La
minúscula y grotesca forma de participar activamente en el mercado de
capitales. Por aquella época trabajaba con Pato Muñoz cineasta y dibujante de
comías y vecino algo agnóstico y nihilista. Una mezcla de Rosacruz y pro yanqui
pero un hombre con el que crecí intelectualmente a lo que es debate tras debate. Con él hicimos algo así como sesenta comerciales
para televisión en dibujos animados, y fuimos como pioneros de un arte que hoy
tiene un desarrollo expectable en el país. Naturalmente de mi amigo supe cada
día menos. Posteriormente trabajé en una imprenta en la que trabajaba Carlos
Andrade que era el esposo de mi prima Maria Luz. Allí me encontré a poco de
andar con que había sido elegido por los
trabajadores como presidente del
sindicato de trabajadores de dicha imprenta. Honor que asumí con todas mis
fuerzas en una época que a la luz de los acontecimientos. Podía ser una
peligrosa empresa.
Tras un breve período salí de la imprenta para
instalarme con Wilfredo Valenzuela e Iván Cardemil en una pequeña oficina de
Alameda y Arturo Prat en la que nos desempeñamos como diseñadores gráficos.
Gráfica tres se llamaba. Hacíamos pequeños trabajos de dudosa calidad
artística. Desde esos balcones vi las primeras manifestaciones de protesta del
pueblo contra la asfixiante dictadura.
Con una ira corrosiva y autodestructiva experimenté la impotencia al ver a un
carabinero golpear vilmente y arrastrar a una mujer en avanzado estado de
gravidez. Un acto repulsivo de un minúsculo y sucio servil de la tiranía, que
ni siquiera se lucraba con esta actitud indigna y de una bajeza e impunidad
increíble. Más grande era mi odio y desprecio hacia los abusos del dictador.
Con el tiempo asumimos el canto como una actividad oficial de fin de semana, y
estuvimos presentes en muchas peñas poblacionales donde colaborábamos en
solidarios.